La invención del pueblo judío
Un
artículo para alimentar el debate actual
La crítica contra la
invasión, el despojo y la masacre de palestinos por parte del estado de Israel no debe confundirse con
antisemitismo. Algunos intelectuales judíos y no judíos lo plantean claramente.
El problema es contra la máquina de destrucción de uno de los ejércitos más
poderosos del mundo, apoyado por Estados Unidos y otras potencias occidentales,
en un programa expansionista contra el mundo árabe. Un artículo del profesor
Shlomo Sand, de la Universidad de Tel Aviv, publicado en Le Monde Diplomatique en 2008, abre luces
para entender la manipualción del sionismo con la historia hebrea y cómo además
la Biblia no puede tomarse como un libro histórico para hacerle creer al mundo
que la masacre está justificada frente a un pueblo que intenta resistir con
armas obsoletas que a su vez generan una
desproporcionada y aniquiladora respuesta.
La reflexión debe llevar a plantear los derechos de todos los pueblos a vivir en paz, así ahora suene utópico.
CÓMO
SE INVENTÓ EL PUEBLO JUDÍO
Le Monde
diplomatique No. 16, Agosto 2008
DECONSTRUCCIÓN DE UNA HISTORIA
MÍTICA
por Shlomo Sand*
¿Los judíos conforman un pueblo?
Un historiador israelí aporta una respuesta nueva a esta pregunta antigua.
Contrariamente a la idea recibida, la diáspora no fue el resultado de la
expulsión de los hebreos de Palestina, sino de las conversiones sucesivas en
África
del Norte, en Europa del Sur y en
Medio Oriente. Esto estremece uno de los
fundamentos del pensamiento
sionista, el que pregona que los judíos fueron
descendientes del reino de David y
no –¡Dios no lo permita!– los herederos de guerreros bereberes o de caballeros
jázaros.
Todo israelí sabe, sin sombra de duda, que el pueblo judío
existe desde que recibió la Torá (1) en el Sinaí, y que es su descendiente
directo y exclusivo. Está convencido de que este pueblo, que partió de Egipto,
se estableció en la “tierra prometida”, donde se construyó el glorioso reino de
David y Salomón, dividido luego en Judea e Israel. Del mismo modo, nadie ignora
que vivió el exilio en dos oportunidades: tras la destrucción del Primer
Templo, en el siglo VI a. C., y la del Segundo Templo en el año 70 d. C. Siguió
luego una errancia de alrededor de dos mil años: sus tribulaciones lo condujeron
a Yemen, Marruecos, España, Alemania, Polonia y hasta lo más recóndito de
Rusia, pero siempre logró preservar los lazos de sangre entre sus comunidades
alejadas.
Así, su unicidad no se vio alterada. A fines del siglo XIX,
maduraron las condiciones para su retorno a la antigua patria. Sin el genocidio
nazi, millones de judíos habrían naturalmente repoblado Eretz Israel (la tierra
de Israel), algo con lo que soñaban desde hacía veinte siglos.
Virgen, Palestina esperaba que su pueblo original volviera
para hacerla reflorecer. Ya que ésta le pertenecía, y no a esa minoría,
desprovista de historia, que había llegado allí por azar. Justas eran pues las
guerras libradas por el pueblo errante para retomar la posesión de su tierra; y
criminal la violenta oposición de la población local.
¿De dónde viene esta interpretación de la historia judía? Es
obra, desde la segunda mitad del siglo XIX, de talentosos reconstructores del
pasado, cuya imaginación fértil inventó, en base a fragmentos de memoria
religiosa, judía y cristiana, un encadenamiento genealógico continuo para el
pueblo judío. La abundante historiografía del judaísmo incluye, desde luego,
múltiples enfoques. Pero las polémicas en su seno nunca cuestionaron las
concepciones esencialistas elaboradas a fines del siglo XIX y comienzos del XX.
Cuando
aparecían descubrimientos susceptibles de contradecir la imagen del pasado lineal,
éstos casi no tenían repercusión alguna. El imperativo nacional, como una mandíbula
fuertemente cerrada, bloqueaba toda clase de contradicción y desvío con respecto
al relato dominante. Las instancias específicas de producción del conocimiento sobre
el pasado judío –los departamentos exclusivamente consagrados a la “historia
del pueblo judío”, totalmente separados de los departamentos de historia
(llamada en Israel
“historia general”)– contribuyeron ampliamente a esta curiosa
hemiplejia. Incluso el debate, de carácter jurídico, sobre “¿Quién es judío?”
no les interesó a estos historiadores: para ellos, es judío todo descendiente
del pueblo obligado al exilio hace dos mil años.
Estos investigadores “autorizados” del pasado tampoco
participaron de la controversia de los “nuevos historiadores”, iniciada a fines
de los años ’80. La mayoría de los escasos actores de este debate público
provenía de otras disciplinas o bien de horizontes extraacadémicos: sociólogos,
orientalistas, lingüistas, geógrafos, especialistas en ciencias políticas,
investigadores en literatura y arqueólogos formularon nuevas reflexiones sobre
el pasado judío y sionista. También integraban sus filas académicos provenientes
del exterior. Los “departamentos de historia judía” sólo lograron, en cambio,
temerosas y conservadoras repercusiones, disfrazadas de una retórica apologética
basada en ideas recibidas.
En síntesis, en sesenta años, la historia nacional maduró muy
poco, y seguramente no evolucione en el corto plazo. Sin embargo, los hechos
actualizados por las investigaciones plantean a priori a todo historiador
honesto asombrosos interrogantes, que son sin embargo fundamentales.
¿Puede
considerarse la Biblia un libro de historia? Los primeros historiadores judíos modernos,
como Isaak Marcus Jost o Leopold Zunz, en la primera mitad del siglo XIX, no la
consideraban así: a sus ojos, el Antiguo Testamento se presentaba como un libro
de teología constitutivo de las comunidades religiosas judías tras la
destrucción del Primer Templo. Hubo que esperar hasta la segunda mitad del
mismo siglo para encontrar a historiadores, en primer lugar Heinrich Graetz,
portadores de una visión “nacional” de la Biblia: transformaron la partida de
Abraham a Canaán, la salida de Egipto o incluso el reino unificado de David y
Salomón en relatos de un pasado auténticamente nacional. Desde entonces, los
historiadores sionistas no dejaron de reiterar estas “verdades bíblicas”,
convertidas en alimento cotidiano de la educación
nacional.
Pero hete aquí que en los años ’80 la tierra tiembla, haciendo
tambalear estos mitos fundacionales. Los descubrimientos de la nueva
arqueología contradicen la posibilidad de un gran éxodo en el siglo XIII antes
de nuestra era. Del mismo modo, Moisés no pudo liberar a los hebreos de Egipto
y conducirlos hacia la “tierra prometida”, por la sencilla razón de que en esa
época... estaba en manos de los egipcios. Además, no se observa ninguna huella
de una revuelta de esclavos en el reinado de los faraones, ni de una conquista
rápida del país de Canaán por parte de un elemento extranjero.
Tampoco
existe signo o recuerdo del suntuoso reino de David y Salomón. Los
descubrimientos de la década transcurrida muestran la
existencia, en esa época, de dos pequeños reinos: Israel, el más poderoso, y
Judea. Los habitantes de esta última tampoco sufrieron el exilio en el siglo VI
antes de nuestra era: sólo sus elites políticas e intelectuales debieron
instalarse en Babilonia. De este encuentro decisivo con los cultos persas nació
el monoteísmo judío.
En cuanto
al exilio del año 70 de nuestra era, ¿se produjo efectivamente?
Paradójicamente,
este “hecho fundacional” en la historia de los judíos, que origina la “diáspora”,
no dio lugar a la menor obra de investigación. Y por una razón muy prosaica:
los romanos nunca expulsaron a ningún pueblo en la región oriental del Mediterráneo.
Salvo los prisioneros reducidos a la esclavitud, los habitantes de Judea siguieron
viviendo en sus tierras, incluso tras la destrucción del Segundo Templo. Una
parte de ellos se convirtió al cristianismo en el siglo IV, mientras que la
gran mayoría se sumó al islam durante la conquista árabe en el siglo VII. La
mayoría de los pensadores sionistas no lo ignoraban: así, Isaac Ben Zvi, futuro
presidente del Estado de Israel, al igual que David Ben Gurión, fundador del
Estado, lo escribieron hasta 1929, año de la gran revuelta palestina. Ambos
mencionan reiteradas veces el hecho de que
los campesinos de Palestina son los descendientes de los
habitantes de la antigua Judea (2).
A falta de un exilio desde la Palestina romanizada, ¿de dónde
vienen los numerosos judíos que pueblan el Mediterráneo desde la Antigüedad?
Detrás de la cortina de la historiografía nacional se esconde una sorprendente
realidad histórica. De la revuelta de los macabeos en el siglo II antes de
nuestra era, a la revuelta de Bar Kojba en el siglo II después de Cristo, el
judaísmo fue la primera religión proselitista. Los asmoneos ya habían
convertido a la fuerza a los idumeos del sur de Judea y los itureos de Galilea,
anexados al “pueblo de Israel”. Partiendo de este reino judeohelenista, el
judaísmo se propagó en todo Medio Oriente y en el Mediterráneo. En el primer
siglo de nuestra era surgió, en el actual Kurdistán, el reino judío de Adiabeno
que, fuera de Judea, no fue el último reino en “judaizarse”: otros lo hicieron
más tarde.
Los escritos de Flavio Josefo no son el único testimonio del
ardor proselitista de los judíos. De Horacio a Séneca, de Juvenal a Tácito,
muchos escritores latinos expresaron sus temores. La Mishná y el Talmud (3)
autorizan esta práctica de la conversión, aun cuando, frente a la creciente
presión del cristianismo, los sabios de la tradición talmúdica expresaran
reservas al respecto.
“J udeización”
La
victoria de la religión de Jesús, a comienzos del siglo IV, no puso fin a la
expansión del judaísmo, sino que empujó el proselitismo judío a los márgenes
del mundo cultural cristiano. En el siglo V apareció así, en el actual
territorio de Yemen, un reino judío vigoroso con el nombre de Himyar, cuyos
descendientes conservaron su fe tras la victoria del islam y hasta los tiempos
modernos. Del mismo modo, los cronistas árabes dan cuenta de la existencia, en
el siglo VII, de tribus bereberes judaizadas: frente al avance árabe, que
alcanza África del Norte a fines de ese mismo siglo, aparece la figura
legendaria
de la reina judía Dihyael Kahina, quien intentó frenarlo. Bereberes
judaizados participaron de la conquista de la casi isla
ibérica, y establecieron allí los fundamentos de la particular simbiosis entre
judíos y musulmanes, característica de la cultura hispanoárabe.
La conversión masiva más significativa se produjo entre el mar
Negro y el mar Caspio: comprendió al inmenso reino jázaro en el siglo VIII. La
expansión del judaísmo del Cáucaso a la Ucrania actual engendró múltiples
comunidades, que las invasiones de los mongoles del siglo XIII rechazaron en
gran medida hacia el este de Europa. Allí, con los judíos provenientes de las
regiones eslavas del sur y de los actuales territorios alemanes, sentaron las
bases de la gran cultura yidish (4).
Estos
relatos de los orígenes múltiples de los judíos figuran, de manera más o menos imprecisa,
en la historiografía sionista hasta los años ’60: progresivamente irán siendo dejados
de lado antes de desaparecer totalmente de la memoria pública en Israel. Los conquistadores
de la ciudad de David, en 1967, debían ser los descendientes de su reino mítico
y no –¡Dios no lo permita!– los herederos de guerreros bereberes o de jinetes jázaros.
Los judíos aparecen entonces como un “etnos” específico que, después de dos
mil años de exilio y errancia, terminó volviendo a Jerusalén,
su capital.
Los defensores de este relato lineal e indivisible no sólo
recurren a la enseñanza de la historia: convocan también a la biología. Desde
los años ’70, en Israel, una serie de investigaciones “científicas” se esfuerza
por demostrar, por todos los medios, la proximidad genética de los judíos del
mundo entero. La “investigación sobre los orígenes de las poblaciones”
representa actualmente un campo legitimado y popular de la biología molecular,
mientras que el cromosoma Y masculino ocupa un lugar de honor junto con una
Clío (5) judía en la búsqueda desenfrenada de la unicidad de origen del “pueblo
elegido”.
Esta
concepción histórica constituye la base de la política identitaria del Estado
de Israel, ¡y ése es su punto débil! En efecto, da lugar a una definición
esencialista y etnocentrista del judaísmo, alimentando una segregación que
separa a los judíos de los no judíos, tanto árabes como rusos o trabajadores
inmigrantes. Israel, sesenta años después de su fundación, se niega a
considerarse una república que existe para sus ciudadanos. Aproximadamente el
25% de ellos no son considerados judíos y, según el espíritu de sus leyes, este
Estado no les pertenece. En cambio, Israel se presenta siempre como el Estado
de los judíos del mundo entero, aunque ya no se trate de refugiados
perseguidos, sino de ciudadanos de pleno derecho que viven en plena igualdad en
los países donde habitan. Dicho de otro modo, una etnocracia sin fronteras
justifica
la severa discriminación que practica con una parte de sus ciudadanos
invocando
el mito de la nación eterna, reconstruida para reunirse en la “tierra de sus ancestros”.
Escribir una nueva historia judía, más allá del prisma
sionista, no es algo fácil. La luz que lo atraviesa se transforma en colores
etnocentristas intensos. Ahora bien, los judíos siempre formaron comunidades
religiosas constituidas, la mayoría de las veces por conversión, en diversas
regiones del mundo: éstas no representan pues un “etnos” portador de un mismo
origen único y que se habría desplazado a lo largo de una errancia de veinte
siglos.
Tal como se sabe, el desarrollo de toda historiografía, al
igual que el proceso de la modernidad, pasa por la invención de la nación. Ésta
ocupó a millones de seres humanos en el siglo XIX y durante una parte del XX.
El fin de este último vio cómo estos sueños comenzaban a desmoronarse. Un
creciente número de investigadores analizan, disecan y deconstruyen los grandes
relatos nacionales, y especialmente los mitos de origen común tan apreciados
por los cronistas del pasado. Las pesadillas identitarias de ayer darán lugar,
mañana, a otros sueños de identidad. Como toda personalidad hecha de
identidades fluidas y variadas, la historia es, también, una identidad en
movimiento.♦
REFERENCIAS
(1) Texto fundador del judaísmo, la Torá –la
raíz hebraica yara significa enseñar– se
compone de los cinco primeros libros de la
Biblia, o Pentateuco: Génesis, Éxodo,
Levítico, Números y Deuteronomio.
(2) David Ben Gurión e Isaac Ben Zvi, Eretz
Israel en el pasado y en el presente (1918,
en yidish), Jerusalén, 1980 (en hebreo);
Ben Zvi, Nuestra población en el país (en
hebreo), Varsovia, Comité Ejecutivo de la
Unión de la Juventud y Fondo Nacional
Judío, 1929.
(3) La Mishná, considerada la primera obra
de literatura rabínica, fue concluida en el
siglo II de nuestra era. El Talmud
sintetiza el conjunto de los debates rabínicos en torno
a la ley, las costumbres y la historia de
los judíos. Hay dos Talmud: el de Palestina,
escrito entre los siglos III y IV, el de
Babilonia, terminado a fines del siglo V.
(4) Hablado por los judíos de Europa
Oriental, el yidish es una lengua eslavoalemana
que contiene palabras de origen hebreo.
(5) En la mitología griega, Clío era la
musa de la historia.
*Historiador, profesor de la
Universidad de Telaviv; autor de: Comment le peuple juif fut inventé, que Fayard publicará en
París en septiembre.
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