viernes, 21 de julio de 2017

A propósito de sicarios: Un texto de Margarita Jácome sobre dos novelas de Mario Salazar Montero y Alfredo Vanín

#sicarios colombia  #novela colombiana
Reconfiguración del sicario en Felicidad quizás de Mario Salazar Montero y Los restos del vellocino de oro de Alfredo Vanín.
Margarita Jácome*. Loyola University Maryland
Logo Perífrasis Revista de literatura, teoría y crítica ISSN. 2145-8987 (Impresa) ISSN. 2145-9045 (Web) Logo Universidad de los Andes Logo facultad de artes y humanidades
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Resumen
Este artículo analiza la transformación de la figura del sicario como personaje de ficción en la novela colombiana reciente sobre la base de su representación en los textos Felicidad quizás de Mario Salazar Montero y Los restos del vellocino de oro de Alfredo Vanín. Además de estudiar dicha representación en cada novela en particular, se la compara y contrasta con el perfil del asesino a sueldo establecido por la novela sicaresca de los años noventa, para proponer algunas características de la evolución del género evidenciadas en textos enmarcados en diversos tipos de violencia.
Palabras clave: sicario, narraciones de la violencia, novela sicaresca, desplazamiento, marginalidad.

Abstract
This article analyzes the transformation of the hit-man - sicario - as a fictional character in recent Colombian narratives, based upon its representation in Felicidad quizás by Mario Salazar Montero and Los restos del vellocino de oro by Alfredo Vanín. Besides studying the sicario figure in each novel, this article compares and contrasts the recent image of the hired assassin to the one established by the sicaresca novel of the 90´s. Additionally, this methodology helps pointing out some characteristics in the evolution of this literary genre within the context of diverse types of violence.
Key words: hit-men, narratives of violence, sicaresque novel, displacement, marginality.



La presencia protagónica de jóvenes asesinos en narraciones ficcionales colombianas de los años noventa, que se consolidó en el género conocido como novela sicaresca1, se ha transformado en la primera década del siglo XXI en elemento accesorio de representaciones de una violencia generalizada en el territorio nacional2. En este último decenio, las representaciones ficcionales del sicario han tomado dos rumbos. Por una parte, aparecen en la llamada narco-novela, en la que el asesino a sueldo asoma como personaje secundario al lado de las novias de narcotraficantes, políticos corruptos y una sociedad complaciente, en textos que exploran las guerras entre carteles y las vidas extravagantes de los capos, como Sin tetas no hay paraíso (2006) de Gustavo Bolívar o El cartel de los sapos (2007) de Andrés López, libros de grandes ventas en Colombia y el exterior. Por otra parte, el sicario se encuentra en textos cuyo eje temático no es el narcotráfico, sino que narran otros eventos de violencia, injusticia e ilegalidad tales como el abandono estatal, el desplazamiento forzoso o el secuestro, entre otros. Es este segundo tipo de ficción el que aquí nos atañe. El objetivo de este trabajo es analizar la representación del sicario en las novelas Felicidad quizás de Mario Salazar Montero (2002) y Los restos del vellocino de oro (2008) de Alfredo Vanín Romero, que se desarrollan en el Pacífico colombiano y que, al igual que las novelas Morir con Papá de Óscar Collazos (1997) y Sangre ajena de Arturo Alape (2000), representantes de los comienzos de la novela sicaresca, han recibido poca atención de la crítica literaria3. Adicionalmente, el análisis permitirá dilucidar algunas de las transformaciones en la representación de esta figura en producciones ficcionales sobre la violencia de la última década en Colombia.
      Felicidad quizás es una novela sobre supervivencia en un medio hostil. El relato está compuesto por las historias entretejidas de cuatro personajes que, como sugiere el título, tratan de inventar su propia felicidad: Lukas, un empleado suizo acusado de malversación de fondos que se refugia en un puerto del Pacífico colombiano; Jaramillo, el potentado local que ha amasado su fortuna explotando las necesidades del prójimo; Nisidé, una mujer que ha regresado derrotada de Europa; y Evelio, un joven que luego de prestar el servicio militar decide ejercer el oficio de sicario y secuestrador.
      En primera instancia, Evelio es un sicario atípico, comparado con los personajes de relatos de la sicaresca anterior. Por un lado, no proviene de un entorno social pobre o carente de oportunidades, sino que ha crecido rodeado de los mimos y regalos de su madre, comerciante de mercancía de contrabando en Bogotá. Así, su incursión en el mundo del crimen y de la muerte como negocio se da más de manera circunstancial que por necesidad económica. Por otro lado, aunque el joven es usado como agente de diversas actividades ilegales en la novela, en Felicidad quizás el muchacho es más un secuestrador potencial y un sicario frustrado, ya que nunca llega a cometer ninguno de esos dos crímenes: "Para Evelio la oportunidad de viaje fue sin lugar a dudas un golpe de suerte inesperado, la misión ideal para un ex-soldado ambicioso y desocupado: incursión en territorio desconocido con estrategia y apoyo logístico asegurados de antemano, provisto con la información necesaria para coronarla con éxito. Una cosa piensa sin embargo el burro y otra el que lo está enjalmando. Evelio terminó no sólo inmiscuido en la vida privada de sus supuestas víctimas sino además en su peón ideal" (154). Hay que aclarar que en general en la novela de Salazar Montero el sicario potencial es un ex militar entrenado que considera el asesinato como parte de un deber, y adicionalmente como una forma de ganar dinero. No obstante, en gran parte de la historia se mantiene la figura del joven como objeto, pues varios personajes, incluso aquellos que sólo esperan que alguien detenga los abusos de Lukas o Jaramillo, recurren a “la estrategia del cobarde: manipular a un joven desechable como instrumento a distancia, servirse de él como escudo interpuesto…” (159).
      También, se hace necesario explicar aquí que aunque se hable del sicario como objeto en su representación en la novela sicaresca de los años noventa, así como en narraciones posteriores, el asesino a sueldo no es una figura monolítica, pues tanto su aparición como su permanencia y su evolución en la dinámica de la violencia representada a lo largo de las dos últimas décadas en la literatura colombiana obedecen a una realidad social e histórica, y no sólo a una decisión estética. Así por ejemplo, en Sangre ajena, Ramón y Nelson se convierten en niños sicarios por la precaria situación familiar que los obliga a procurarse el sustento y viajar a donde se ofrecen oportunidades de trabajo: Medellín y el narcotráfico; o Jairo en Morir con papá, quien entra en el negocio de la muerte siguiendo los pasos de su padre y a quien no se le presenta otra opción para salir de la marginalidad; o Wílmar y Alexis en La Virgen de los sicarios, caracterizados como parte de la cadena del consumo instaurada en la sociedad colombiana por el tráfico de drogas. De igual forma, para Evelio, en Felicidad quizás, pasar de soldado a sicario contratado por sus ex superiores resulta ser una transición lógica que remite a la corrupción de algunas instituciones del Estado colombiano y a la participación de militares en situaciones de criminalidad características del último decenio. Como afirma Daniel Pécaut, el conflicto colombiano de las últimas décadas ha sido alimentado por los estamentos de control del Estado y no se puede “dejar de mencionar la tolerancia, cuando no la complicidad, de sectores de las Fuerzas Armadas, de las élites y de la clase política en la creación de grupos de autodefensa y los asesinatos de los oponentes” (13).
      Esta transición de Evelio que desde la ficción inserta este matiz adicional de ilegalidad en el funcionamiento del Estado, tiene que ver también con diversos aprendizajes del muchacho dentro de la novela. Así, por ejemplo, antes de su arribo al puerto, el ex militar ha recorrido el país por tierra, viviendo de los dólares falsos que le ha robado a su superior en el cuartel, llevando “siempre consigo la lista arrugada y maltratada, con los nombres de las víctimas que ya había ubicado, observado y clasificado por importancia” (83). Sin embargo, a pesar de las comodidades y la libertad que disfruta con el dinero robado y cuya procedencia nadie cuestiona, al final de su periplo nacional Evelio empieza un proceso de concientización gracias a la filmación de la vida diaria de sus supuestas víctimas, el cual desembocará en la inacción en su papel de asesino a sueldo, pues comprende que la fragilidad de la existencia propia y ajena, “esa absurda dependencia del dinero para acercarse a una felicidad acartonada y la ineptitud de la gente para descubrir otras formas de lograrlo, le impidieron actuar” (86). Éste será el primer paso en un proceso en que el joven, ya mayor de edad, se resiste sistemáticamente a ejecutar los actos criminales que se le encomiendan, tratando así de abandonar un destino impuesto por quienes manejan los hilos ilegales del poder que circundan el puerto y el resto del país. A lo largo de la novela, la cámara de video le dará acceso al conocimiento de sí mismo, registrando tanto los desaciertos propios como las responsabilidades ajenas.
      Ahora bien, aunque Evelio es un sicario malogrado, el lector siente la dimensión de una violencia constante a lo largo del relato. Sin embargo, no es la violencia incesante ejercida por el sicariato urbano de Medellín o Bogotá, magnificada por el exiliado que vuelve al país en La Virgen de los sicarios o descrita en detalle por la memoria del narrador-niño de Sangre ajena. La violencia en Felicidad quizás es, más bien, el motor de la trama, que consiste por ejemplo en la serie de asesinatos de jóvenes ladrones de mercancía en los barcos que atracan en el puerto de Llevadó, nombre significativo en sí mismo, para sugerir en el país un vaivén de violencias generalizadas, entre otras, la del desarraigo de la población: "La violencia continuaba extendiéndose por el país igual que una llama con viento propicio, resucitando a su paso rencores sepultos y propiciando otros iguales de incurables. Un atardecer cualquiera una procesión de desplazados llegó al puerto huyéndole a una guerra de exterminio, esperanzados en burlar al amparo de la selva el ensañamiento de sicarios bien remunerados" (101). En este contexto, resulta interesante considerar que precisamente esa selva que colinda con el puerto posibilita el segundo paso en la transformación de Evelio de objeto de los poderosos y sicario potencial en una especie de ejemplo redentor de la gente del puerto a medida que transcurre la novela, al usar sus filmaciones clandestinas como objeto de chantaje contra Jaramillo y Lukas, arma aprendida de ellos mismos. En este sentido, y siguiendo a Miguel de Certeau en su distinción entre las categorías de lugar y espacio4, en Felicidad quizás, como lugar, el puerto en su sopor se opone a la vida en ebullición de la selva aledaña, de la misma forma en que los personajes, que en la mayor parte del relato hacen poco o nada para tratar de cambiar sus circunstancias de opresión y pobreza, al final del mismo se apropian de la selva como espacio de venganza contra el extranjero usurero y el gamonal despojador de tierras, quienes tratan de huir debido al plan de Evelio y mueren allí aparentemente por “mordeduras de fiera” (355).
      Esta apropiación del espacio permite invertir, aunque de manera temporal en la ficción, la cerrada estratificación socio-económica que se vive en el puerto, en la que los personajes marginales, los pobres y abusados, hacen justicia por su propia mano. De este modo, la conversión de Evelio de militar a sicario y luego a un Robin Hood de los habitantes de Llevadó, posibilitada a su vez por el espacio, parece dejarle al lector la imagen de la redención social del joven. Sin embargo, como lo enuncia Edna Von der Walde en su análisis sobre las ficciones de sicarios (38) y posteriormente Maria Fernanda Lander (84), estas representaciones y la realidad de las violencias en la que se sustentan presentan la dificultad de precisar quiénes son las víctimas y quiénes los victimarios. En este sentido, en Felicidad quizás los victimarios se tornan víctimas al final, pues las muertes del gamonal y del usurero europeo no desembocan en el descubrimiento de su responsabilidad en los crímenes que se han llevado a cabo en el puerto. Adicionalmente, aunque los obituarios de Jaramillo reivindican su nombre y el Gobierno suizo envía una comisión investigadora para esclarecer el deceso de Lúkas, el misterio de sus muertes tampoco se resuelve. De este modo la novela presenta la cuestión de la impunidad como algo connatural al puerto y al país.
      En cuanto al puerto como personaje, Salazar Montero opina que su decisión sobre el espacio obedece a que “el puerto es una condición de borde que limita geográficamente la trama y que se define por sí solo” (Entrevista con el autor). Adicionalmente, se debe considerar que en esta transición de ciertos personajes del ‘estar’ al ‘hacer’, posibilitada por el espacio, es también evidente la ausencia de un Estado que proteja a sus ciudadanos. Es por eso que el progreso, una de las narrativas que la novela da por descontada, no está presente, pues el detrimento moral que se vive en Llevadó y en todo el país impide hablar de éste. Es posible que también por ese motivo la novela no hable de cómo el país y el puerto han llegado a la situación de violencia e iniquidad que rodea el relato, ni especifique fechas u otros datos que permitan ubicarlo históricamente.
      Hay que notar que la importancia del sicario en Felicidad quizás tiene que ver con el nivel de profundidad que alcanza la figura de Evelio, aunque no se lo presente como protagonista único, sino como parte de una red de historias y casualidades que coinciden en un lugar remoto del Pacífico colombiano. Si como sugiere Polit Dueñas para las novelas de los noventa, “los sicarios son representaciones estáticas cuyas identidades no están en proceso de construcción y, por lo tanto, no tienen posibilidad de negociación con el poder que las define” (124), el desarrollo de Evelio como personaje va en la vía opuesta y tiene que ver con su apropiación del espacio desde su recorrido por el país hasta sus experiencias fílmicas y emocionales en Llevadó, así como con una búsqueda personal, que constituyen características de su progresión como sujeto consciente, en contraposición al carácter desechable que le es asignado al principio del relato como peón de sus superiores: "Pensó de nuevo en Nisidé, en la ilusión sembrada de empezar los dos de nuevo en otra parte, en el hogar feliz completo que se había comprometido a reemplazar, y decidió jugarse el todo por el todo. Calculó que con un poco de buena suerte lograría deshacerse del montón de porquería que llevaba arrastrando consigo varios años, metida en un último fardo con su culpa reciente, con su fallida profesión de sicario" (278). De este modo, la crítica que subyace a la representación estética del sicario en la novela de Salazar Montero es también un conflicto de clases sociales, cuya estratificación basada en el dinero y el poder impide el ascenso o, en palabras del narrador, una posible “felicidad terrenal” de los marginados y los más pobres en un lugar abandonado por la protección gubernamental y rodeado de resoluciones violentas a los conflictos humanos. A través de la transformación de Evelio y de un final abierto sobre el destino del joven y su amante, la novela de Salazar Montero plantea la posibilidad de que dicha felicidad, aunque en un sentido irónico, en el contexto colombiano, esté limitada a la simple supervivencia.
      Por su parte, en Los restos del vellocino de oro, ficción existencialista del novelista, poeta y cronista caucano Alfredo Vanín, el personaje sicario no es tampoco el adolescente de La Virgen de los sicarios o de Morir con papá ni la seductora asesina de Rosario Tijeras, sino que más bien trae a la memoria el pájaro de la violencia de los años cincuenta, retratado en Cóndores no entierran todos los días (1971) de Gustavo Álvarez Gardeazábal o en Noche de pájaros de Arturo Alape (1984), dándole a la aparición de esta figura cierta circularidad en las representaciones ficcionales de la violencia5. De este modo, en Los restos del vellocino de oro el sicario es un adulto ex policía, ahora al servicio de oscuras fuerzas de seguridad, descrito como “un gran ave nocturna” (12), “el hombre de la mirada bajo el ala del sombrero” (50), dedicado a una supuesta limpieza social: "El Alemán había vuelto para poner en orden las cosas, para sacar a la gente malvada de su escondite; había vuelto y se quedaría hasta matar o hacer huir al último bandido, al último huelguista, en un tiempo que todos empezamos a llamar “la reconquista de Isla Pájaro”" (Los restos 38). En Noche de pájaros “No existen para ellos, hombres carnetizados por la Gobernación del Valle del Cauca y de profesión sicarios, … esos nimios inconvenientes. Son los dueños de las noches de Cali, maniobreros expertos con una asombrosa capacidad en los ojos, fáciles para el botín en dinero o en víctimas humanas (23).
      Aunque en la novela de Vanín el regreso del sicario y la cacería humana que éste hace del sindicalista Santiago constituyen el hilo conductor de la trama, el asesino a sueldo es un personaje subsidiario, pues los verdaderos protagonistas son los ‘jasones’, un grupo de jóvenes que tratan de gozar de la vida nocturna y que ponen en juego diversos artilugios para salvar la vida de su amigo fugitivo en un ambiente rodeado de necesidades y decadencia de un otrora próspero puerto del Pacífico. En palabras del narrador, “los jasones, que de andanzas sabíamos, pero jamás llegaríamos a hacer algo digno de recordar en esta época sin héroes visibles” (62). De este modo, la historia no gira en torno a la transformación del constructo social y cultural colombiano de los noventa como efecto del narcotráfico, propia de las primeras novelas de la sicaresca, sino que se centra en los ‘jasones’, su búsqueda de sentido vital y de libertad en un mundo subdesarrollado rodeado de violencia e impunidad6.
      Ahora bien, la presencia del asesino en la novela insinúa que el uso de profesionales del crimen al servicio de la violencia oficial sigue presente en Colombia a finales del siglo XX, bautizados ingeniosamente por Vanín como “los tiempos de la mini-uzi” (34), época en que se inscribe la historia, como “un instrumento de representantes de organismos estatales para eliminar sujetos presuntamente culpables de alteraciones del orden público” (Gómez 95). Aún más significativo resulta el hecho de que el objetivo de “el Alemán” sea un sindicalista, particularmente cuando Colombia detenta el poco honroso título de país número uno en asesinatos de líderes sindicales, con 2500 muertes en veinte años (Verdad abierta 1). De manera interesante en la novela de Alfredo Vanín, al igual que en la de Salazar Montero, el sicario no lleva a cabo el asesinato encargado. No es el perseguidor quien ejecuta el crimen, sino un grupo armado que actúa en el puerto, agregando un velo de incertidumbre sobre los autores materiales del mismo: “Todo quedó tan despejado que se podían ver las siluetas de los cinco hombres con brazaletes negros, como dijo alguien, sin saber de qué cuerpo policiaco se trataba… ni siquiera apareció el hombre alto del traje negro con el sombrero ladeado, la gente se dispersó por el temor atávico a las balas” (205). Con estos asesinatos ejecutados por segundos, las dos novelas sugieren un cambio del protagonismo del sicario en la arena social colombiana a personaje secundario manipulado por diversas fuerzas oficiales y no oficiales en ambientes de violencia y ausencia de justicia. Entonces, surge el interrogante de la importancia del cazador de hombres en la novela de Vanín. En un sentido, en el plano narrativo la superficialidad y la descripción casi mítica y repetitiva del sicario adulto, “el hombre del Colt 45, de cachas nacaradas, con el que había dado de baja a tantos rateros en otra época” (60), hacen que la atención del lector se dirija a los verdaderos protagonistas, aunque “el Alemán” sea el motivo de su desazón permanente. En otro sentido, se puede sugerir que el sicario funciona como contraparte del narrador-protagonista. Es decir, su presencia ayuda a estructurar la novela como un juego entre el sicario adulto y los “jasones”, en una oposición entre un “él” y un “nosotros” que se destaca en la narración, y que justifica la búsqueda vital de éstos frente a una amenaza constante de intimidación y muerte.
      El antagonismo entre el bibliotecario que narra la historia, su grupo de amigos y el asesino a sueldo se desprende de la oposición entre la marginalidad que representa “Puerto Hundido” y la ausencia de un proyecto claro de vida para los jóvenes, y la oficialidad y la seguridad en sí mismo que detenta el sicario, “el más tozudo cazador de hombres que jamás hubiera conocido el puerto” (60). De ese choque resulta la decisión de estos antihéroes de defender al huelguista Santiago, en un puerto silenciado donde ya no hay protestas guiadas por el ineludible “¡a la carga!, un grito que seguía resonando en el inconsciente de un país al que todos los líderes se los habían asesinado” (41). Sin embargo, el asesinato de Santiago al final de la novela hace que el mensaje que prevalezca sea de desesperanza para los habitantes de este sitio alejado de la promesa del progreso, como ilustra el narrador: “En casa estaba esperándome en vano. Una llamada podría remediarlo todo, pero no tengo teléfonos a la vista. En las calles del otro lado del mundo ya existen teléfonos que se portan en los maletines ejecutivos y en las carteras de las damas” (50).
      En este contexto, el ambiente resulta ser un elemento esencial en la novela de Vanín en dos direcciones. En la primera, el puerto, que aunque no se nombra explícitamente se puede reconocer como la ciudad de Buenaventura por las referencias a Isla Pájaro, la estatua a Pascual de Andagoya, etc., está subyugado por huelgas, caos y el miedo general de la población. En la segunda, si bien dicho ambiente es agudizado por la amenaza constante del sicario adulto, la falta de oportunidades de futuro en este puerto marcado por el abandono gubernamental también genera en sus habitantes un sentimiento de pesimismo frente a la nación, una tierra que “ya no era nuestra” (59), pues gran parte de las nuevas generaciones deciden lanzarse a la aventura de ser polizones en barcos que viajan al norte enfrentando una muerte casi segura. En este marco de marginación social y geográfica los jasones prefieren “inventar el infierno a padecerlo” (8), es decir, crear una realidad propia en la que su conformación como tribu ajena a la vida posmoderna, su aferramiento al jazz y a la poesía les sirven a los jóvenes para exorcizar el miedo y la amenaza del sicario y del Estado al que representa, pues “si los referentes sociales del espacio están ampliamente trastocados por los fenómenos de violencia y de terror, nunca abolidos por completo, perduran en nuevos espacios que resultan de las coacciones impuestas por los actores de la violencia” (Pécaut 233).
      Además, se podría decir que en Los restos del vellocino de oro el narrador-protagonista, Arnoldo Arcos, bibliotecario y lector ávido, es un letrado que, como Fernando o Antonio, de La Virgen y Rosario respectivamente, atestigua y documenta el terror en su ciudad. La diferencia radical consiste en que esta primera persona narrativa de la novela de Vanín despliega su gusto por los clásicos griegos y su legado no para detentar una posición social diferente a la del sicario que persigue a Santiago, ni para mostrar cambios culturales relacionados con el narcotráfico, sino más bien para enfatizar que él y sus amigos son “navegantes sin agua” (67), jóvenes que no pueden realizar grandes hazañas o simplemente sueños considerados como normales en una sociedad igualitaria, porque el entorno mismo se lo impide. No obstante, a pesar del reconocimiento del bibliotecario narrador de que “la historia jamás ocurrirá como yo quiero”, los intertextos musicales, literarios, mitológicos y ancestrales del Pacífico le permiten crear un texto en que triunfa el lenguaje y se reivindica el poder de la cultura, pues como enuncia enfáticamente, “quien narra no ha muerto” (141).
    Así, sobre la base de la representación del sicario en Felicidad quizás y Los restos del vellocino de oro presentada aquí se proponen las siguientes características provisionales sobre la evolución del género de la novela sicaresca en la última década. Primero, estas dos novelas presentan al asesino contratado como una fisonomía ya incorporada a la sociedad colombiana contemporánea. Es decir que, si bien las novelas consideradas pilares del género plantan al sicario en el centro de la narración con el fin de presentar la violencia social del narcotráfico, “revelando a su vez la caída de los valores tradicionales, la religión y las leyes, así como los cambios culturales de las últimas dos décadas del siglo XX en Colombia” ( Jácome 15), la presencia del asesino a sueldo en las novelas de Vanín y Salazar Montero no equivale a un fenómeno nuevo o a un tipo central en la arena sociocultural colombiana, sino que lo establece como un personaje cuya presencia se ha aceptado o institucionalizado, como un actor más de la criminalidad en la dinámica actual de la violencia en el país. De esta forma, el asesino a sueldo como figura literaria ha ido evolucionando a la par de su metamorfosis en el ámbito nacional. No obstante, es necesario reconocer que en estas novelas más recientes permanece la presentación de la problemática de jóvenes sin futuro: "Según la versión oficial, los cadáveres habían sido descubiertos por una patrulla del ejército encargada de frustrar a tiempo un inminente ataque de la guerrilla y otro de los paramilitares del puerto. O sea, tres facciones diferentes de una misma guerra, reclutadas del mismo pueblo joven a las buenas o a las malas, refugiadas en el mismo monte selvático" (Felicidad quizás 346). En segundo lugar, se pueden sugerir otras relaciones interesantes entre el texto de Vanín y las novelas anteriores que incluyen como personaje al sicario: una, que en la nueva novela que incluye asesinos a sueldo la violencia ya no es ejercida por jóvenes desaforados como Wílmar o Alexis de La Virgen de los sicarios, ni como los niños entrenados para liquidar a personajes incómodos para los criminales de turno como se muestra en Sangre ajena; otra, que el sicario ya no es un adolescente que busca un rápido ascenso económico, sino un adulto que trabaja abiertamente del lado oficial; y finalmente, que la violencia y la impunidad generalizadas, propias de las narraciones sobre asesinos a sueldo de los noventa, siguen presentes en las narraciones posteriores.
      Tercero, ya habíamos planteado en un estudio anterior que las novelas sicarescas de los noventa no son estrictamente novelas de la violencia, pues sus temas son existenciales: el amor, el desengaño, el viaje y la separación. Si bien las novelas de Vanín y Salazar Montero siguen esta misma dirección, es evidente que la transformación de la figura del sicario y de la presencia de los jóvenes se sigue dando en contextos de violencia enmarcada en la pobreza y la marginalidad. A este respecto, haciendo eco a lo esbozado por María Helena Rueda para las novelas de los noventa en su artículo “La violencia desde la palabra”, resulta interesante preguntarse si estas narrativas recientes proponen una salida a la situación de violencia que representan. Por un lado, siguiendo nuevamente a Rueda, las novelas presentan “otra” forma de organización que se ubica en el orden del no-Estado, lo que constituye una continuidad de lo representado en las primeras novelas sicarescas. Así, en Los restos del vellocino de oro se conforma una nueva generación de jóvenes jasones, mandingos y nacientes islámicos del Pacífico que se unen en un espacio de reconquista que les es negado en el puerto oficial. En la misma dirección, de manera similar a como La Virgen de los sicarios desarrolla la diferencia entre la ciudad “real” de Medellín y la imaginaria de “Medallo” que transforma la percepción de la primera (Villoria 92), en la novela de Vanín Arnoldo Arcos y los jasones reinventan el puerto de Buenaventura como un espacio lúdico y diverso, una ciudad soñada frente a la real con la cual se sienten más identificados. Por otro lado, aunque el fin primordial de la literatura no es solucionar los conflictos sociales, Felicidad quizás plantea que ante el abandono estatal que ha sido reemplazado por la ley del más vivo, los desplazados y explotados no tienen más alternativa que tomar la justicia en sus manos para ser felices, es decir, para sobrevivir.
      Por último, en las dos novelas el espacio y sus personajes se entrelazan en una isotopía. Es decir, el destino del puerto es el destino de sus personajes. En el texto de Vanín y en el de Salazar Montero, la decadencia de los dos puertos va de la mano del destino insalvable de sus habitantes. La diferencia radica en que, en el caso de Felicidad quizás, algunos pobladores son capaces de tomar las riendas para terminar con el estado de sumisión y violencia al que han sido sistemáticamente sometidos, mientras que en Los restos del vellocino de oro la criminalidad oficial realiza su limpieza social, dejando a los jóvenes en el limbo, con el único consuelo de gozar las fiestas patronales y en general el presente, pues el futuro resulta precario, como dice el narrador: “…lo entregaríamos todo por sentirnos al menos dueños del pedazo de ciudad que nos dieron, mi ciudad que renace cada año lozana a su fiesta, como si borrara sus crímenes y sus mentiras. Cada año te resucitamos de tantas muertes que te hemos propiciado. Eres insaciable, golosa y llena de trampas, como una dulcinea” (196). Ésta es una resonancia de la imagen de la mujer-ciudad en Rosario Tijeras y un eco recurrente de la personificación de la urbe en relatos de la violencia colombiana de las últimas décadas. No obstante, como sugiere Alfredo Vanín, su novela, y a nuestro parecer la de Salazar Montero, “rebasa[n] el sicariato” (Entrevista con el autor).
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1. En este artículo no se escribe la palabra sicaresca entre comillas como lo ha venido haciendo la crítica literaria desde la aparición de La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo en 1994, por no considerarla ni un subgénero de la novela del narcotráfico ni un género menor entre las narraciones sobre la violencia colombiana. Posiblemente la subvaloración del género reflejada en las comillas provenga de dos dinámicas evidenciadas en los estudios sobre estas representaciones. Una, que la novela sicaresca
no se desarrolla en el interior de una literatura nacional, sino que surge como representación de una problemática que toma fuerza inicialmente en la región de Antioquia. Dos, que los textos hacen una alusión indirecta al tráfico de drogas y ponen énfasis en sus efectos sociales.
2. Ésta es una característica significativa en contraste con las novelas sobre sicarios publicadas entre 1994 y 2000, que se desarrollan principalmente en las ciudades de Medellín y Bogotá, en donde el asesino a sueldo aprende o consolida su hacer.
3. Hay escasos artículos sobre las novelas sicarescas de Alape (Vásquez-Zawadski, “Sangre”; Escobar Mesa, Cuatro y Mutis, “La novela”), y de Collazos (Orozco, “La novela” y Weisslitz, Criminal). Hasta el momento no hay estudios publicados sobre Felicidad quizás o Los restos del vellocino de oro.
4. En La práctica de lo cotidiano, De Certeau plantea esta diferencia específicamente para los relatos en relación con dos determinaciones en las prácticas cotidianas: “Una, por medio de los objetos que podrían reducirse al estar ahí de un muerto, ley de un “lugar”; otra, por medio de operaciones que, atribuidas a una piedra, a un árbol o a un ser humano, especifican “espacios” mediante las acciones de sujetos históricos.… O bien el despertar de los objetos inertes (una mesa, un bosque, un personaje del entorno) que, al salir de su estabilidad, transforman el lugar donde yacen en la extrañeza de su propio espacio” (130).
5. Esta representación puede obedecer a que la figura del sicario en la arena nacional no emerge con el aumento del narcotráfico en los años ochenta del siglo XX, sino que es de aparición más temprana. Al respecto, explica Alexander Montoya: “En Colombia el uso de la palabra sicario se generalizó con el asesinato del ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla, en 1984. No obstante, el sicariato operaba en la década de 1970 para narcotraficantes, esmeralderos y terratenientes, incluyendo algunos “pájaros”, matones  a sueldo que actuaron durante la Violencia, el período de conflicto bipartidista de mediados del siglo XX” (62).

Bibliografía
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http://revistaperifrasis.uniandes.edu.co/index.php?option=com_content&view=article&id=110:reconfiguracion-del-sicario-en-felicidad-quizas-de-mario-salazar-montero-
Fecha de recepción: 6 de febrero de 2012
Fecha de aceptación: 18 de mayo de 2012

Fecha de modificación: 28 de mayo de 2012

lunes, 3 de julio de 2017

#antioquia y belén de bajirá #blog 
alfredo vaninromero islariodelsur 

El mapa de la discordia

Antioquia es una región de grandes contrastes. De allí surgieron hombres y mujeres de mentalidad independentista y de ñapa antiesclavistas como el político Juan del Corral y el catedrático José Félix de Restrepo, del Estado de Antioquia, quienes se adelantaron en la Nueva Granada con la 1ey del 20 de abril de 1814 que daba libertad a los hijos de esclavos, que posteriormente generaría la Ley de Libertad de vientres  de 1921 y en todo el país con la ley de Libertad de esclavos del gobierno de José Hilario López en 1851. Allá entendieron que la ciencia, el arte y la industria necesitan hombres y mujeres libres. Es necesario mencionar también a otras mentes liberales y revolucionarias: la activista por los derechos de la mujer María Cano, los escritores Tomás Carrasquilla,   Fernando González, Manuel Mejía Vallejo, la pintora  Débora Arango, el fundador del Nadaísmo Gonzalo Arango. Allá he conseguido  amigos que siento entrañables, pese a que algunos son recientes, como los escritores Fernando Rendón, Juan Diego Mejía, Juan Pablo Montoya y la historiadora Adriana Maya, quien creó el museo de historia de los afros en Antioquia, hace pocos años, una hazaña impensable hace un tiempo,  pero necesaria, como las obras de Carrasquilla o los  poemas de Jaime Jaramillo Escobar a la gente del Chocó.
En su historia se han conjugado como en ninguna otra región del país el fanatismo religioso y el conservadurismo más acendrado,  el sentido familiar tradicionalista, junto al más avanzado liberalismo  democrático. En medio de su colonización hacia todo el país, llevó monjas sufrientes y prostíbulos alegres. Héctor Abad lo muestra de manera extraordinaria en su novela La oculta, a propósito de la colonización del oriente antioqueño. La colonización  ha llevado a Antioquia a emplazarse en todos los lugares de Colombia, con un lema que dejaron de rezar en secreto: “Dios mío, no me des plata, pero díme donde la hay”.   El narcotráfico se elevó a rango de empresa internacional con Pablo Escobar, y es el único lugar de Colombia que posee santo, la Madre Laura.
Junto a su sentido del humor y la carreta, esa capacidad verbal desbordada, fueron famosos por la barbera y la peinilla. Por lo primero lograron compaginar con los habitantes del Pacífico, porque no hay hombre ni mujer negro que no ame lo oral. Por lo segundo fueron considerados berriondos en todo el país. Supieron entroncarse en la vida de las comunidades con esa absoluta manera suya de resolver lo cotidiano y aprender todos los oficios. Son comerciantes marcados desde la cuna. Pero también con la colonización se fueron los más atrabiliarios a muchos lugares del país.  La búsqueda del oro los llevó de Antioquia al Viejo Caldas, al Valle del Cauca, al Chocó. En la via Buenaventura-Cali se tomaron el pueblo de Cisneros, donde hoy se saca la madera a lomo de bestia. Su poder de cohesión con la lejana Antioquia los ha llevado a mantener los nexos con la tierra natal.  Desde allá despachan casi  todo el dinero que se recibe de los miles de pueblos y ciudades donde residen. Solo unos pocos se icnorporan de manera definitiva a las regiones donde sus abuelos llegaron como colonizadores.
El mapa de la discordia revela de nuevo la firme vocación anexionista.  Las vallas de los lideres de Antioquia rezaban: “Presidente, no despedace a Antioquia”. Ya es noticia de que hay uranio, coltán, oro, tierras fértiles  para la palmicultura, pero sobre todo es evidente que la zona es estratégica como un  corredor hacia el Pacífico y el Caribe. Importa un bledo que el departamento del Chocó fuera creado con la ley 13 de 1947 y Belén de Bajirá estuviera incluido en el mapa que acaba de reafirmar el Igac. El poder económico por encima de todo. No importa la ley: se trata de apoderarse de las riquezas, "de manos de esos negros perezosos”, como dicen algunos interioranos en tierras de negros, una vez se han enriquecido.
Ahora acaba de trinar el gobernador de Antioquia, Luis Pérez Gutiérrez: “No vamos a descansar hasta quitar esa nube negra ndel Gobierno nacional que nos quiere despedazar el Departamento de Antioquia”. #UrabáFirme. Si el mensaje es original, estamos frente a una advertencia seria. El afán depredador se justifica con la “nubre negra”, con el racismo que se exalta. No van a descansar, no han descansado. 


La entrada a sangre y fuego de grupos armados en los consejos comunitarios de Jiguaminadó y Curvaradó tiene causas conocidas, por algo ahora impera la palma africana. En Belén de Bajirá también entraron a sangre y fuego. El jefe del Centro Democrático apoya estas cruzadas de toma y retoma del territorio chocoano. Al menos no esconden sus propósitos. El problema es detener el expansionismo que no se contenta con colonizar regiones y extraerles hasta el último centavo, hasta el último gramo de oro. 
Los chocoanos están en pie de lucha, como iguales, sin complejos. Así lo han demostrado mediante las expresiones que surgieron del paro cívico anterior. El Chocó tiene apoyo de un gran sector de Colombia, y por supuesto del Pacífico, un departamento que ha entregado riquezas a montones, desde la Colonia, y ahora su  río solo lleva mercurio y muerte. La riqueza se queda en otras manos.


Recomendados:
El oro que esconde Belén de Bajirá tiene dueño: Anglo Gold Ashanti a través de Exploraciones Chocó
La multinacional ya tiene en su poder el título minero, y los gobernadores de Antioquia y Chocó saben del potencial negocio que está en juego
Por: Juan José Jaramillo  Las dos orillas - Junio 12, 2017

Más
Retratos de un nuevo Congo. Fotografías de María Primo de Rivera  Sala de África. Del 27 de junio al 15 de octubre de 2017. Parte 2


domingo, 11 de junio de 2017

islario del sur   el blog de alfredo vanínromero

Islario del sur   blog de alfredo vanínromero

¿NOS QUEDAMOS SIN FUTURO?

Bienvenida la expresión del expresidente Barack Obama luego de la salida de Estados Unidos del Acuerdo de París, decretada por el actual presidente Trump, sobre la repercusión a futuro que tamaña decisión representa. La propuesta o consenso de varias potencias para aminorar el cambio climático acaba de sufrir una baja que lamentaremos en breve, por cuenta de un presidente que nunca estará a la altura de su responsabiilidad mundial, frente a uno de los problemas más graves de la humanidad futura: el calentamiento global. El nuevo presidente  de  Estados Unidos, para quien el calentamiento global es una ficción de los científicos, no logrará entender su reesponsbilidad en un asunto tan decisivo para la superviviencia de la vida en el planeta, o al menos para que dure un poco más, sobre todo la humana… Ya quisiéramos que fuera una ficción, una invención de un autor de ciencia ficción. Es cierto,  los calentamientos se repiten en ciclos, pero  ahora se aceleran  a causa de la tecnología y la demanda energética desarrollada por una especie demasiado inteligente como para sibrevivir por mucho tiempo, debido precisamente a su capacidad para modificar los patrones climáticos, y –lo peor- creerse por encima de la naturaleza;  debido a la prepotencia de un sistema económico que desató todas las fuerzas productivas para el bienestar de pocos, sin importarle de manera alguna la eliminación de uno de los pilares de la naturaleza: la conexión de los ecosistemas que sufren las repercusiones de cualquier mal manejo en uno de sus puntos.   

La degradación de una región biodiversa

El Chocó Biogeográfico es la segunda ecorregión más biodiversa del planeta Tierra. En sus  orillas fluviales y en sus selvas campean todavía las aves más extañas, los reptiles, los pequeños mamíferos, y unos grupos humanos indígenas y de comunidades negras que sobrevivieron a la tragedia de la colonia, al secuestro de África, a la deshumanización y por último al tratamiento de traspatio que el país les ha dado siempre.

Una región que pose el agua suficiente para sostener las necesidades de medio país, vive sin agua potable. Y lo que es peor, sus ríos están tan ontaminados por la minería mecanizada que utiliza el mercurio, por la deforestación y por los desechos que llegan a sus aguas,  que no tenemos ni idea de las graves consecuencias  en la vida a corto plazo de sus moradores. Una región que tiene el puerto más importante de Colombia, vive en la miseria y presa de la violencia. Una región que creó comunidades solidarias y adaptadas a sus ecosistemas, está siendo degradada a pasos agigantadoso, desplazada por el conflicto y la falta de oportunidades, mientras produce dinero a manos llenas, tal como volvió a ponerse de presente en los multitudinarios paro de Buenaventura y del Chocó.

Luego de una lucha larga, los consejos comunitarios lograron que la Corte Constitucional decretara la emergencia del río Atrato, en el departamento del Chocó y su reparación inmediata. La sentencia T-622 de la Corte es ejemplar para todos los pueblos que sufren el flagelo de la minería contaminante, unida a la opción ciudadana de vetar los procesos de extracción minera cuando nos convencemos que si bien la minería genera miles de millones, también es cierto que qienes menos se benefician de ella son los habitantes de las zonas degradadas, pese a algunas mejoras de infraestructuras. El Pacífico lleva siglos produciendo oro y platino, y para poder tener algunos avances en su infraestructura, debe rrecurrrir a paros periódicos.

Todos los ríos del Pacífico están sufriendo la misma degradación que el Atrato, salvo el Yurumanguí, donde el Consejo Comunitario, aliado a las comunidades ribereñas, ha impedido la entrada de retroexcavadoras, a costa de amaneazas de los foráneos que quieren llegar a imponer el estado de degradación que se aposentó en las otras riberas con la minería y la coca. Las selvas han sido taladas sin miserciordia, hasta el punto del desastre, desde Tumaco hasta el norte del Chocó. La  última gran entrega de la riqueza forestal se está haciendo a nuestra vista, en las selvas de Huina,  en el Chocó. Una concesión a la empresa griunga, con la intermediación de los Clinton y en Colombia bajo el mandato de Alvaro Uribe Vélez, ha permitido una deforestación descomunal de las finas maderas de  abarco, de cedros y flora acompañante, un episodio nada nuevo que rememora la deforestación realizada hace años en el bajo y medio Atrato.

Foto: http://www.radiobuenaventura.com

Las noticias son alarmantes desde hace mucho tiempo, pero apenas empieza a tener eco el clamor de las comundiades y sus organizaciones. Ahora acaba de producirse una mortandad de peces en el río Guapi, en la costa caucana, fruto de la despiada contaminación.  La minería que se realiza en la zona alta de los ríos tiene ya consecuencias. Hace tres años presencié el despacho de agua
embotellada a zonas altas del Guajuí y el Napi, porque la gente no podía usar el agua del río ni siquiera hervida. Y ni para qué hablar del río Timbiquí, donde las enfermedades atacan la piel de la gente que antes se bañaba sin consecuencias en el río.


Peces muerrtos en las orillas del río Guapi

Hace varios años,  el botánico Rangel advirtió que en 146 años Colombia no tendría un solo bosque, porque la tasa de deforestación nuestra es comparable a la destrucción de más de 600 canchas de fútbol por día. Aquí se suman las concesiones, la mineríal mecanizada, legal e ilegal, los cultivos de uso ilícitio,
etc.
Los grave es que los animales silvestres no pueden vivir sin selva o bosque, y en consecuencia también el ser humano sufrirá las consecuencias, como se verá en este planeta que no es la primera vez que destruye ecosistemas que luego cobran la deuda, tal como sucedió con los europeos que tras la destrucción y la  peste bubónica debieron salier disparados en busca de recursos para reponer su economía, y deseperados por llegar al extremo oriente, encontraron a América.

A propósito de los 50 años de  Cien años de soledad

Lo recuerdo como un deslumbramiento. Estaba en una casa de Guapi (Cauca), cuando una mujer bogotana, residenciada con su familia en el pueblo caucano, gritó hacia el balcón que acababa de llegarle el libro Cien años de soledad. A mis 16 años, ya había conocido parte de la obra de García Márquez, y me había entreverado con escritores latinoamericanos, sin olvidar a  Kafka, entre otros. Los magazines de El Espectador y  El Tiempo que llegaban a Guapi habían hecho un gran elogio a la extraordinaria obra. Y entonces me dediqué a buscarla tan pronto como estuviera en la ciudad, con los pocos ahorros de estudiante. Los primeros párrafos fueron tan deslumbrantes que pensé que ya no era posible escribirse otra novela. Pero algo más: que GGM se había metido en la historia y en la ficción de todo el mundo, porque entonces yo vi los gitanos que llegaran una o dos veces a Guapi, vi desde lejos a los indígenas del Putumayo con sus hierbas y abalorios, sentados en los andenes de la plaza de mercado, bajo el sol deslumbrante de las mañanas de junio; sentí la presencia de Úrsula en las matronas del Pacífico que eran capaces de curar el mal de ojo y prefigurar el futuro; escuché de nuevo sobre las apariciones de los muertos y los fantasmas de una guerra de mil días que pasearon por los ríos y dejaron décimas y coplas en los trovadores del Pacífico colombiano.  

Recomendado:

 Una columna de Reinaldo Spitaletta
Sombrero de mago El Espectador 1 May 2017
Globalización de la soledad

Por la resistencia espiritual - El poeta Guerra Tulena habla de Alfredo Vanín en Los Conjurados



A continuación el fragmento de la antología realizada por Guerra Tovar alusivo a la poesía de Alfredo Vanín, acompañado de dos poemas del autor oriundo de Guapi, Cauca.

Alfredo vanín, 1950. Poeta, narrador y etnólogo. Ha publicado los libros de poemas Alegando que vivo, 1967; Cimarrón de la lluvia, 1990; Islario, 1998;Desarbolados, 2004; Jornadas del tahúr, 2005; y la antología Obra poética, 2010.


Por Hernando Guerra Tovar

Desde la idea vallejiana del lenguaje, la poética de Alfredo Vanín  se esmera en construir un mundo propio, en el que caben los valores de la raza en tiempo y espacio míticos, sincretismo afortunado que enciende una luz al centro mismo de la lírica, para redimirla del asedio falaz de la memoria. Su condición de poeta y de etnólogo le exige este aserto y le conmina al sueño que se revela en toda la obra.
Su voz confiere un animus unitario en la diversidad que puebla la región del pacífico, rica, desolada  y misteriosa. Es el canto ancestral de un pueblo que se alza en toda la belleza para restaurar su origen en esta modernidad de espejismo y vanagloria. Para gritarle con el silencio del poema al país otro el cimarrón que merece en la ribera, en la crónica de la sangre, en la espesura del follaje, en el erotismo callado del signo como caricia, en la instancia del agua que no cesa.
Así, la estatura de Vanín es un hecho poético como su decir en los “ríos de la fábula”, de los guardafaros,  de “los troncos salpicados” de versos en esa geografía olvidada por el hombre, pero enaltecida en el fuego instigador del poeta.

ZARZAMORA

Quise incitar el largo convite
de tu risa
negar el río sojuzgado
y entrar en las ardientes materias
de la gracia
me apresuré buscando fuego
incienso que atesoran los camaleones
centellas de unicornio no doblegadas a la hora
del león rampante
y traviesos veleros
robados a viejos pescadores del golfo
para acrecentar los festines de la madreperla.
Y he aquí que arpías y boleros
pregonaron la fama:
las mercenarias galerías cobijaban ahora
tus deleites
el viento destilaba un espeso alquitrán
y en tu deriva hembra
se marchitaban los dragones
dignos por lo demás de ciertos ecos.
Entonces sepulté mis navíos
aplacé para otras lunas la navegación del
hechizado
y entoné cánticos de alabanza
a las discordias del fauno que se queda ciego.



LA BÚSQUEDA


Dejarás atrás muy atrás para ser ignorados
el pánico de los renovados desastres
los espejismos que duplican la muerte
hasta que lleguen con sus garras de invierno
los ríos de la fábula
y sientas que cruzan por tu piel los faunos
que se creían derrotados
porque no muere el viejo cimarrón
de la lluvia.

COCOROBÉ: cantos y arrullos del Pacífico, de Ana María Arango

La biblioteca Libro al Viento acaba de publicar el libro Cocorobé: cantos y arrullos del Pacífico colombiano, de la antropóloga bogotana, residente en Quibdó desde hace muchos años, donde ha desarrollado una labor de investigación y divulgación importante mediante la Corporaloteca, adscrita a  la Universidad Tecnológica del Chocó. Una significativa antología de las letras de cantos tradicionales a lo largo y ancho de la región pacífica. Su trabajo Mapa sonoro del Chocó es un referente obligado para músicos e investigadores.
Ana maría presentó el libro El pez en agonía (Alfredo Vanín, Editorial Trilce, Bogotá 2012) Alfredo en Quibdó, en 2013



domingo, 28 de mayo de 2017

Paros en el Pacífico Colombiano
Islario del sur, el blog de Alfredo Vaninromero

Que los paros y las tragedias mal llamadas naturales están de moda en Colombia, es apenas un cliché, una frase que oculta la realidad más honda. Lo que está de moda es la tiránica y permanente obsesión de la mayor parte de nuestros dirigentes políticos al saquear las arcas públicas para enriquecer sus  poderes personales y destruir las esperanzas de sus pueblos,la responsabilidad y la fe depositadas en ellos. Renombrados funcionarios, parlamentarios, alcaldes, y sus élites, han convertido en consuetudinaria la corrupción, convirtiendo el Estado en otra empresa privada que tanto defienden Uribe Vélez y sus áulicos. Contra esa corrupción, contra  la perversidad del capitalismo entendido solo como productor de riqueza para una cúpula privilegiada, y la discriminación social y étnica, es conta eso  que se han organizado los paros que de Chocó, de Buenaventura, a los que se suma en el todo el país el paro de la Federación de Docentes (Fecode);  porque de allí deriva la estructura desigual de un país que está en condiciones objetivas de brindale salud, educación, dignidad y oportunidades a todos sus habitantes y a todos sus territorios, mucho más ahora que el cese del conflicto es un hecho, pese a los fascistas que intentan volverlo trizas.   




Ha sido estimulante ver la entereza de los manifestantes en Buenaventura, en la calle, en larga caravana por la carretera, concentrada en el centro, en el bulevar,  o en la mesa de negociaciones. Hubo una larga fila que copaba la carreta, hacia La Delfina; hubo música y recordatorio a personajes; hubo un comité de gran raigambre popular al frente. Es cierto, hubo un día de vandalismo (el mal recordado 19 de mayo), pero también es cierto que el Esmad se sobrepasó. No controló a los vándalos, pero sí arrinconó a los marchantes pacíficos. Y uno se pregunta: ¿Cómo no fue posible cercar a los violentos de las casas de pique hace un tiempo?

Allí están todavía los paisanos porteños, decididos a no suspender el paro hasta tanto no se garantice que los puntos de reclamación no se acuerden y tengan una respuesta satisfactoria. Igual, con algunos altibajos, ocurrió en  Quibdó, la capital de Chocó, donde acaba de llegarse a un acuerdo. En Buenaventura se sigue negociando sobre siglos de explotación y de injusticia. Pero de aquí en adelante no se trata solo de pequeñas reparaciones. Se trata finalmente de recuperar el poder decisorio, de elegir de nuevo alcaldes y gobernadores dignos.

Por el lado del finalizado paro en el Chocó,  el Gobierno nacional accede a publicar el nuevo mapa del departamento  restituyendo a Belén de Bajirá, municipio usurpado por la poderosa colonización de Antioquia, defendida con los argumentos racistas que siempre han esgrimido los terratenientes y políticos antioqueños: que con Antioquia progresa Belén de Bajirá, que echarle plata al Chocó es como perfumar un bollo. La última perla la lanzó hace unos meses el senador Uribe Vélez en medio de sus estruendos contra el proceso de paz : que Colombia no es una tribu africana. Y los descendientes de africanos le están demostrando a Uribe y al país que la dignidad es mayor en ellos que en su estruendoso, veintejuliero y mentiroso Centro Democrático, donde se pelea por retomar el poder presidencial para hacer trizas las aspiraciones del país por una paz que todos reclamamos, menos los que se lucran con ella, con el narcotráfico y con las tierras usurpadas a los campesinos, como sanguijuelas pelechan siempre en los ríos revueltos de la sangre y la guerra. Así ahora el mismo expresidente con el que se fortaleció el asalto paramilitar diga que en este momento "hay más plata para las Farc que para Buenaventura". El cinismo es aterrador, pero tiene creyentes.

    
Las hermosas fotos de la gente como un río humano a lo largo de la gran vía de Buenaventura enorgullecen a un pueblo que, sino  que dejará la lección más importante: el plan de rapiña contra Buenaventura no podrá prosperar indefinidamente, desde sus inversionistas en los modernísimos puertos privados, desde la voracidad comercial de los nuevos colonizadores; no será en vano la muerte y el desplazamiento  de tantos hombres y mujeres en los barrios de Buenaventura, donde se construyen nuevos muelles para contenedores, tal como lo denunció el represenante Alexánder López, y lo han denunciado tantos líderes y estudiosos de Buenaventura. Y por último, que el próximo  alcalde elegido en Buenaventura y de todo el Pacífico, sea elegido por la unión de voluntades, no por compra de votos y de puestos, no por la manida estrategia del engaño a la gente necesitada o presa de las mentiras politiqueras. Ese será un ejemplo para las nuevas generaciones, por un Pacífico dispuesto a enfrentar a los corruptos y sus poderosas maquinariasdesde una región que aporta riqueza cultural y económica.