miércoles, 5 de mayo de 2021

 

ESTATUAS DERRIBADAS

 El derribamiento de estatuas en Colombia tomó fuerza desde cuando los indígenas misak del Cauca tumbaron la de Sebastián de Belalcázar el 16 de septiembre del 2020, en la famosa colina del Morro de Popayán. Había un antecedente internacional: luego del asesinato del afroestadounidense George Floyd, en mayo 25 del mismo año, cuando la estatua del Almirante Cristóbal Colón dio con su peso en tierra y luego en el agua, el pasado 4 de julio de 2020, por manifestantes contra los que el entonces presidente Donald Trump pidió castigos severos.

"Declaramos que la estatua erigida desde la década de los 30, cuando Popayán conmemoró 400 años de la derrota de nuestros pueblos indígenas por la bota española genocida, hace parte de la violencia simbólica que nos ha oprimido y nos ha puesto en un lugar de olvido", expresaron los líderes indígenas.

Este año en Colombia han rodado tres cabezas históricas durante las manifestaciones populares contra la arbitrariedad del gobierno del presidente y el Centro Decmocrático: en Cali cayó de nuevo Sebastian de Belacázar, en Popayán derribaron al “poeta soldado” Julio Arboleda y en Pasto el precursor Antonio Nariño. Salvo el último “ajusticiamiento”, las demás estatua se lo merecían.

Sebastián de Belalcázar (1480-1551) es ensalzado en nuestra historia como un fundador de ciudades. Llegó a América en el tercer viaje de Colón (1498). Su épica hazaña de destrucción comprende gran parte de las actuales Colombia y Ecuador. Años después –en las filas del conquistador Pizarro- se iría al Ecuador y fundaría ciudades como Quito y Guayaquil por encargo de su jefe.  Moriría en Cartagena, venerado como fundador de Cali y Popayán.  

El debate sobre la violencia ejercida contra las estatuas como símbolos históricos y culturales es legítimo. Pero pesa demasiado un pasado de esclavización y oprobio que no se ha borrado de nuestra memoria política, tanto que los liderazgos políticos de Colombia suenan más a feudalismo colonial que a  democracia moderna. Y de la misma manera en que los detentadores del poder erigen símbolos para perpetuar su dominio sobre las mayorías, esas mayorías tienen el derecho de reivindicar su memoria  sobre los símbolos de su opresión secular.

Antonio Nariño, en cambio,  merecía otra suerte. Fue el más sufrido de los independentistas, precursor e ideólogo, traductor de los Derechos del Hombre, un paso revolucionario de la época. Pero su “ajusticiamiento” no es más que una vieja rencilla con los criollos pastusos  que querían perpetuar la colonia contra la oleada de independencias del mal llamado Nuevo Continente. 

No puedo afirmar lo mismo del “poeta soldado” Julio Arboleda. Feroz esclavista, una vez que se decretó la abolición de la esclavitud, en el gobierno del también payanés José Hilario López, el 21 mayo de 1851, el esclavista despachó a más de 100 esclavizados hacia otros lugares, entre ellos a Paita, Perú (donde el 23 de noviembre de 1856  moriría la inolvidable Manuelita Sáenz).

En Robles (Jamundí, Valle del Cauca, antes Cauca) escuché una leyenda de alto significado. Algunas noches, un jinete sin cabeza (la lleva entre sus manos), atraviesa el pueblo y a quien se encuentra en el camino le pregunta si él hizo algo malo mientras vivió. El jinete ha sido identificado –dicen los lugareños- como el mismísimo Julio Arboleda, que no puede “descansar en paz” en un pueblo que esclavizó, como lo hizo su familia en Timbiquí (Cauca), donde nació.

Alguien apuntó a decir –a partir de los lamentos de dirigentes, que les dolía más una estatua derribada que los crímenes contra los dirigentes sociales y los muertos durante las manifestaciones contra el mal gobierno.

 

Muertos y desaparecidos

 

 

Este martes se cumplieron seis días de protestas en Colombia. Y aunque las movilizaciones, que empezaron el 28 de abril, se han extendido por todo el país, Bogotá y Cali se convirtieron en los epicentros de las principales movilizaciones, que han llevado a violentos enfrentamientos con las autoridades.

La Defensoría del Pueblo señaló que 18 civiles y un policía murieron debido a las protestas y al menos 80 personas se encuentran desaparecidas.

Las movilizaciones fueron convocadas por un proyecto de reforma tributaria impulsado por el gobierno de Iván Duque.

 

Nota y foto de la BBC:



 https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-56910572



Cali en protesta

Foto tomada de: https://www.google.com/search?q=fotos+protesta+cali&tbm

 

Ahora hay estatuas vivientes que deben terminar su ciclo. El paro  en las ciudades y pueblos de Colombia ha demostrado que la política de represión, hambre, garrote y muerte que ha exhibido el uribismo en  su historia no puede continuar. Somos el país de mayor represión y desigualdad del continente, gobernados por una cáfila de políticos, banqueros, empresarios y terratenientes, que cada vez más enriquecen sus arcas y empobrecen a un pueblo que salió a las calles a reclamar contra los malos decretos y se le unieron los desplazados sociales que incendiaron las calles, a veces reclutados  por la misma fuerza pública para justificar sus atropellos contra los manifestantes pacíficos y  los asesinatos contra líderes sociales. La sangre que se ha derramado en estos días y en los últimos años es una señal inequívoca de que el poder está en malas manos y su crueldad, tanto como su debilidad y torpeza,  indican que  ha llegado la hora en la que estudiantes y obreros, campesinos y líderes sociales, hombres y mujeres jóvenes decidan el cambio, a costa  de sus vidas, bajo un régimen que ha asesinados a cientos de dirigentes. No queda otra salida: que renuncie el presidente Iván Duque, que volvamos a elegir presidente y congresistas, que se modifiquen las reglas del juego político, la redistribución de la economía nacional y las oportunidades de vida;  es la salida digna para un país ensangrentado, donde los líderes del Cauca son asesinados y las calles de Cali se convierten en campos de batalla por el uso de la fuerza militar contra el pueblo que reclama cambios. El subpresidente y su gallada están a tiempo de escucharlo, antes que se desborde más este país y no por la instigación de la lucha de clases, como pregona Uribe, sino porque la injusticia económica y social, la masacre de líderes y jóvenes estudiantes, la apropiación de la riqueza por parte de pocos gremios económicos, coparon la paciencia de este pueblo, donde ni siquiera se cumplen los postulados del capitalismo moderno.

 

Notas en tránsito

 

Nuestro corresponsal en Popayán, Eduardo Gómez Cerón, recomienda la lectura de la defensa de Nariño ante el Senado: (Una pieza clásica). Y nos envía este apunte que sirve para la época presente:

Cuentan los biógrafos de Picasso que un oficial nazi fue  al estudio del artista cuando ocuparon Francia y vio los bocetos del Guernica -para entonces ya el cuadro era mundialmente famoso-. El alemán le dijo a Picasso: "Entonces usted  hizo esto", a lo que don Pablo repuso: "No: lo hicieron ustedes!".

 

Que cese la violencia demencial de un gobierno en caída libre  y que nuestro país cambie de rumbo hacia una verdadera democracia, un país donde se llora más por las estatuas que por los asesinatos de los ciudadanos y nuestros gobernantes están más pendientes de lo que ocurre en Venezuela que de las atrocidades cometidas en nuestro propio país. Estamos ante una de las más grandes y prolongadas manifestaciones populares de la historia reciente de Colombia, en donde Cali ha sido uno de los más fuertes bastiones de la protesta. 

 

domingo, 11 de abril de 2021

 

OTRAS RESURRECCIONES

A propósito de la pasada Semana de Pasión

Alfredo Vanín

Resurrecciones 1. Un líder para el siglo (En memoria de J.E.Gaitán, el pasado 9 de abril)

Cuando volví a vivir por un periodo a Bogotá, en 2010, me tocaba atravesar la Plaza de Bolívar todos los días. En las tardes, al lado de las ventas de maíz para las palomas (Paloma Valencia no era entonces senadora), un hombre anciano, de mirada paciente y sonrisa permanente,  repetía en un aparato antediluviano algunos discursos del líder político Jorge Eliécer Gaitán. Que recuerde, el estridente sonido estuvo en el aire durante casi un año;  luego el nostálgico agitador político desapareció con su bocina, frente a la que nadie protestaba. La Plaza de Bolívar ha sido siempre un escenario “democrático”, incluso para la resurrección sonora de un líder asesinado por haber reunido todos los méritos políticos y comunitarios para vencer a los candidatos de la oligarquía de entonces.  

Seguí cruzando la plaza sin ese ruido cándido, de vidrios rotos, que no alteraba a las palomas posadas sobre las charreteras de la estatua de Simón Bolívar. El hombre del gramófono había resucitado la voz de Gaitán, que yo había escuchado  desde niño en las emisoras, transmitidas en la conmemoración del magnicidio y que daban paso a las conversaciones de los mayores que introducían en medio de datos históricos los mitos inevitables sobre la muerte de Roa Sierra, el señalado como como homicida, la oligarquía bogotana, el destino de Colombia si hubieran permitido la elección de Gaitán...  Los liberales hablaban de un hombre que hubiera podido transformar este mundo de rapaces oligarcas en un mundo de líderes instruidos, altivos pero  disciplinados, implacables ante la corrupción y, sobre todo, defensores de la clase pobre.

Nota final. Una poeta popular de Buenaventura logró que le  hicieran un montaje extraño. En la fotografía de su matrimonio suplantaron la foto de su marido por la de J.E. Gaitán. Perdurable homenaje en cuerpo ajeno.

 

Resurrecciones 2. Un Cristo y una deidad pagana

Si por algo se impuso el cristianismo fue en primer lugar debido a  esa férrea esperanza que sembró en los pueblos oprimidos por el decadente imperio romano. Si no lograbas  derrotar al invasor ahora, si te condenaban a muerte en la cruz o entre leones, morirías, pero  verías una nueva luz, tendrías incluso un cuerpo nuevo. Fue un acontecimiento que sigue gobernando las esperanzas de quienes consideran este mundo transitorio -que lo es, para nosotros: desaparecemos para dar paso a otros-;  de quienes prefieren pasar todas las desgracias en silencio para ganarle méritos a la nueva vida en un valle paradisiaco del futuro lejano.

La multitud de desgastados dioses romanos y la crueldad de los emperadores  no brindaban esperanzas. Por el contrario, su férrea estratificación condenaba para siempre a la pobreza. Y de pronto crece la leyenda –llevada por los apóstoles y futuros mártires- de un predicador en una aldea de la remota Galilea que hizo  de  la vida un milagro: las redes se llenaban de peces, los enfermos curaban, los ciegos veían y los muertos resucitaban. Ése era el punto: del lado pagano, el engreído Júpiter solo vivía de cortejos y envidias, la calculadora Juno, celosa hasta la intransigencia, no perdonaba andanzas del poderoso dios, su marido, y castigaba a las mujeres que la desafiaban. El Olimpo era una sola vagabundería, crueldad y maledicencia. En cambio este nuevo hombre-dios solo hablaba de unión y de igualdad,  de realizar el deseo de su padre: una esperanza para los fugitivos y los condenados.

Los dioses son una explicación mítica del acontecer del mundo, un asidero ante la incertidumbre de un mundo cambiante y aterrador a veces. El cristianismo lo entendió: los dioses del olimpo romano –originados en gran parte en los griegos- eran muy lejanos e intocables; en cambio, este dios judío, capaz de encarnar en un cuerpo de humano, nacer de mujer virgen, curar a los leprosos, resucitar a los amigos muertos, transformar el agua en vino,  era también sensible a las llagas y a la muerte. ¡Ahí lo tenéis! Entró caballero en burro a Jerusalén siendo proclamado rey; es hijo de carpintero pero no ejerce un oficio rentable; nació en Judea pero tiene resonancia entre gentiles, no sabemos si aprendió a leer y escribir, pues la única vez que lo hizo fue en la arena y nadie supo si era un verso, una declaración de amor, un anatema o una despedida.

Este predicador judío había llegado con la expresa condición de unir a los pueblos, algo que era entonces revolucionario: “... todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3,28).

El cristianismo  se tomó a Roma con un oriental converso, Constantino el Grande, quien había soñado con el símbolo de la cruz como señal de victoria: “¡In hoc signus vinces”, dice que le gritaron en sueños, mientras le mostraban una cruz en llamas.  En su reinado se produjo el concilio de Nicea en el año 325. Entonces, una de las tres religiones abrahámicas se incorporó al poder imperial y se propagó por todo el mundo, lejos de sus religiones hermanas, el judaísmo y el mahometanismo.



                                Una representación del Imperio.   (Foto A. Vanin. Roma 2011)


Lo cierto es que el mundo, tan plano entonces, tan explicable y ajustable según el poder de las armas, es regido ahora por una fe que no tiene antecedentes. Constantino se convierte en el cristiano más feroz de todos los tiempos;  Roma se abalanza sobre el mundo de nuevo, pero esta vez con un signo que antes era ominoso, porque era el castigo para delincuentes y rebeldes contra el gran imperio…

Aunque los arqueólogos israelíes han descubierto una tumba donde se evidencian los nombres de una familia: María, José, Jesús, etc., es imposible dar reversa, porque la tumba donde inhumaron el cuerpo del crucificado está vacía y seguirá vacía, y no por obra de ladrones,  porque fue custodiada por la guardia imperial y los débiles apóstoles muy poco podían hacer para enfrentarlos. Vana sería la  fe de los cristianos, había advertido San Pablo, si Cristo no hubiese resucitado…

Sin embargo, el cristianismo usó una hábil apropiación de otras figuras divinas: el Sol, el dios Ra de los egipcios, que nacía en un punto, surcaba el firmamento, moría y resucitaba para iniciar el ciclo. Hermes, el simpático, debía pasar una temporada en la tierra y otra en el inframundo. Estos antecedentes permitirán crear una historia que le da continuidad a la simbología religiosa  de Occidente.

Resurrecciones 3. Nuestro Judío errante

El relato de las semanasantas será siempre  conmovedor. La magia literaria de los evangelios sacude todavía mi niñez desde la radio, en las iglesias, en las procesiones que narraban visualmente los pasos de una procesión que había empezado en jerusalaén…. Ahora la semanasantas están reducidas a alguna lectura en medio de la vil pandemia del C-19, a escuchar las diatribas sentadas de un presidente colombiano que carga con una cruz múltiple: la de ser presidente y presentador del programa presidencial de la pandemia, la de ser presidente y a la vez hablar y actuar como subpresidente. No volveremos a ecuchar los sermones de las 7 palabras en un radio Philips (los hermosos, de madera y  de tubos que encendían), durante tres o más horas del padre o arzobispo famoso.

En el Pacífico colombiano,  el asombro era doble. Jamás habíamos visto un pez San Nicolás, pero si nos atrevíamos a bañarnos nos convertiríamos en ese pez… Hermosa herencia de la metamorfosis de diversos orígenes: africano, indoeuropeo, con agregados de cepa americana. La cocina adquiría una dimensión diferente: se multiplicaban las preparaciones, el mundo se centraba entre la devoción y la cocina casera, con  algunos platos que pocas veces se probaban en el año. Pero sobre todo se cruzaban platos de una casa a otra.  

Uno en realidad sentía que la tierra temblaba un Viernesanto. Se prohibían ciertos actos, palabras y comportamientos;  las mujeres mayores con sus mantos negros en procesión parecían volver de una Jerusalén que estaba a la vuelta  de la orilla, y parecía que el suplicio de un  crucificado se estaba cumpliendo mientras se nublaba el cielo y comenzaba a caer una lluvia que había empezado en los montes de Jerusalén…  Y el domingo de Resurrección, si no temblaba, por lo menos se sentía ese remoto sacudón de la tierra en la Jerusalén Bíblica, sobre todo cuando se dramatizaba el evangelio.

Finalmente nos quedó el recuerdo de hermosos nombres bíblicos de pueblos y acontecimientos: Galilea, Cafarnaún, Samaria, Pentecostés… Vuelvo a mi entusiasmo los domingos de ramos, sobre todo después de leer los veros de Vallejo que escribió con desmesura de tetrarca mestizo, su rabia y su agonía: Un domingo de ramos que entré al mundo / ya lejos para siempre de Belén. Versos que releía cada Semana Santa, porque era un humano atormentado el que narraba en sus poemas la senda del castigo y la gloria;  era cualquiera de nosotros el que transitaba cotidianamente la tortura… Pero era también la vecina de manto negro que  hablaba del desconocido  que habían visto surgir en la  procesión nocturna y le preguntaban la hora, para entrar en confianza y conocer su origen. “Cuando Salí de Jerusalén eran las doce”, respondía el atormentado Judío Errante.

La resurrección, como hecho central del credo cristiano, tiene otras facetas, entre ellas la perpetuidad del cuerpo, que renace de la muerte, incluso descompuesto como Lázaro. Es diferente a la reencarnación.  En todas las leyendas del mundo y en todos los tiempos han vagado espíritus, endriagos, ángeles, demonios. Pero la Semanasanta era el momento en el que todo se volvía  propicio para lo sobrenatural.   Hablo en pasado porque ya es imposible sentir al Judío Errante entre nosotros, o los Caifás y Poncio Pilatos y toda la caterva de personajes que brillaron por su tiranía. Basta mirar alrededor de nosotros para entender que esos personajes no brillan frente a la desmesura de nuestros tiranos “democráticos”, que parecen haber sido ungidos para reinar sin corona, sin necesidad de resucitar porque se reproducen en los cuerpos ajenos de hijos o gamonales de cada pueblo. Necesitamos esos obispos de nuevo cuño, predicadores de igualdad, asesinados en vuelos de aviones o ametrallados en sus propios púlpitos. Necesitaremos otras resurrecciones para que al fin podamos sentirnos plenamente humanos. Resurrecciones que nos lleven lejos de la Belén corrompida por el abuso del poder y la atroz criminalidad que galopa en nuestra patria. 

 

 

Islario en poesía

 

Mahmud Darwish

MUEREN LOS PÁJAROS EN GALILEA

 

Volveremos a vernos dentro de un momento...

dentro de un año... dos... una generación

ella fotografió

veinte jardines

y los pájaros de Galilea

y después partió en busca

más allá de los mares

de un nuevo sentido de la libertad

 

—Mi país, tendedera

para los paños de sangre vertida

cada minuto

 

después ella se tendió sobre la playa

arena... y palmeras

—ella no sabe—

¡Oh Rita! Te hemos dado

yo y la muerte

el secreto de la alegría marchita en las fronteras

nos hemos renovado

yo y la muerte

sobre tu primera frente

y en la ventana de tu casa

somos dos rostros

yo y la muerte

 

Por qué me huyes ahora

por qué

por qué me huyes ahora

Lo que transforma las espigas en pestañas de

          la tierra

lo que transforma el volcán en la otra cara del

          jazmín...

yo tomo el beso

en el filo de los cuchillos

inscribámonos pues en la carnicería

han caído las nubes de pájaros

en los pozos del tiempo

como hojas superfluas

y yo, yo arranco alas azules

¡Oh Rita!

Soy la piedra-testigo de la tumba

que crece

soy aquel

cuyas cadenas marcan la piel

en una geografía de la patria.

 

 

Mahmud Darwish (Galilea, 1942- Palestina, 2008)Tomado de: Poesía reunidaFundación Editorial El perro y la rana. Caracas 2012.  

Una entrevista con Alfredo Vanín Romero

 Literatura en Otraparte. 

https://www.youtube.com/watch?v=B4r1ryQHO34

domingo, 4 de abril de 2021

PROGRAMA EN OTRAPARTE

Cuando estaba a punto de publicar el blog de hoy, me llegó la invitación de la Corporación Otraparte, de manos de la poeta Lucía Estrada,  para un conversatorio el día 8 de abril a las 7 pm, que incluye una corta biografía y  mi discurso con motivo de la entrega del Doctorado Honoris Causa en Literatura de parte de la Universidad del Cauca, publicado en su momento por esa página cultural inolvidable llamada NTC.  El tema que había elegido para la publicación de hoy era el de las resurrecciones. Pero  me decidí por la publicación de esta hermosa invitación, en la que me acompañará la profesora Elizabeth Castillo, de la Universidad del Cauca. Las resurrecciones que esperen. 



Otraparte.org / Agenda Cultural / Literatura / Alfredo Vanín Romero

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Conversación

Alfredo Vanín Romero

Islario del sur

—Jueves 8 de abril—
Hora: 7:00 p.m.

Alfredo Vanín Romero

Foto Biblioteca Nacional de Colombia

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Ver transmisión en vivo:

YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

 

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Alfredo Vanín Romero nació en 1950 en el poblado de Saija, sobre el río del mismo nombre, jurisdicción del municipio de Timbiquí, región pacífica caucana, entre la cordillera y el mar. Creció en la vecina Guapi, en Buenaventura y en Cali. Es poeta, novelista, cuentista, profesor, tallerista literario, periodista, ensayista, investigador cultural, etnólogo y editor. Adelantó estudios de Literatura y Antropología y la Universidad del Cauca le otorgó en 2012 el título Honoris Causa en Literatura. Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Poesía: «Alegando que vivo» (1976), «Cimarrón en la lluvia» (1990), «Islario» (1998), «Desarbolados» (2004), «Jornadas del tahúr» (2005), «Obra poética» (2010), «Infancias anónimas» (2014) y «Ánima doble» (2014); Narrativa: «Otro naufragio para Julio» (1984, 2004), «Entre la tierra y el cielo» (coautor con Nina S. de Friedemann, 1994), «El tapiz de la hidra» (2002), «Historias para reír o sorprenderse» (2004), «Los restos del vellocino de oro» (2008) y «El día de vuelta» (2012); Etnología: «La vertiente afro-pacífico de la tradición oral» (coautor con Álvaro Pedrasa, 1986), «Religiosidad no oficial y procesos de modernidad en el Pacífico colombiano» (coautor con Fernando Urrea, 1992) y «La magia y leyenda en el Chocó» (coautor con Nina S. de Friedemann, 1995); Compilaciones: «El príncipe Tulicio» (1986) y «Relatos de mar y selva» (1993). Dirige talleres de formación literaria y es consultor en instituciones y organizaciones sociales. Ha sido condecorado, premiado e invitado a festivales y certámenes internacionales de poesía. Es el autor del blog Islario del sur.

 

Conversación del autor con Elizabeth Castillo Guzmán, investigadora y directora del Centro de Memorias Étnicas de la Universidad del Cauca.

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Como poeta afro-colombiano, Vanín ofrece una poesía de gran riqueza, tanto en valor estético como socio-cultural. Las experiencias vitales y trascendentales que tiene con el paisaje y los pueblos del Pacifico cobran un significado más allá de las fronteras regionales. El mar, las islas, los ríos y los pueblos locales representan en cierta medida cualquier mar, isla, río y pueblo del mundo. El poeta se vale de estas entidades como herramientas poéticas para intencionalmente participar en la construcción universal del significado atribuido a cada una de ellas. Se universaliza por medio de lo local. Así, el «yo» poético de Alfredo Vanín se convierte en una voz colectiva y universal.

Alain Lawo-Sukam

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La obra de Alfredo Vanín inserta la selva, los ancestros, los elementos fundantes de la cosmovisión del pueblo negro; perfila su visión del mundo, el orden de relación con las cosas. Señala las formas de ser uno con la naturaleza y con los otros seres, para instalarse en el mundo de manera ritualizada. En su novela Los restos del vellocino de oro (2008) recaba en la noche de los tiempos, aquella «última pieza viva del rompecabezas de su génesis», en la tradición oral de su pueblo, en la memoria viva y presente de sus ancestros, en el registro palpitante de las voces de su pueblo, «por los callejones de sus recuerdos». […] Alfredo Vanín es la voz que habla por todas esas voces, porque solo quien ha vivido con la búsqueda de caminos invisibles que reescriben otros tiempos, puede, sin duda alguna, desbrozar laberintos hechos de mar y lluvia, de llanto y puños levantados. Cimarrón en la lluvia y ante el viento, desencadenador de fuegos, el poeta invoca para sí, para nosotros, para la vida, para el futuro, a sus «dioses de mar y fuego / de turbulencias en los ojos / invocados a la hora de irse a pique las naves / cuando tiemblan y padecen los invisibles / caballeros del océano…».

Matilde Eljach

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Gravitaciones

Desde el primer instante del big bang
estaba previsto el fulgor de tus ojos
las sandalias azules que llevarías esa noche
la primera casa que habitamos
incluso este salario
que a duras penas nos alcanza
para el final del mes.

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Al acecho

Cuando abres las puertas y humedeces
las pequeñas colinas
abajo en tu memoria
un pequeño guerrero está al acecho:
quiere ser el murmullo de las aguas
que cruzan puentes levantiscos
quiere desatar rebeliones al filo de la muerte
y enredarse en las iluminadas cenizas
que el mar dejó esta noche.

* * *

Discurso para
un honoris causa

Estimados asistentes:

Estoy con ustedes en este Paraninfo de la Universidad del Cauca, en virtud de un reconocimiento que me entrega el Alma Mater y que es tan mío como de cada uno de los que decidieron acompañarme en este día y a esta hora en la que la memoria se vuelve imprescindible. Porque un día de hace casi cuarenta años, cuando llegué a esta ciudad que me deslumbró por su tiempo congelado y por la osadía circular de sus investigadores, en la biblioteca de esta misma universidad me encontré con unos versos del peruano Javier Sologuren, que no he vuelto a leer y cito de memoria: Una idea, Dédalo / una idea / que iba a significar nuestro futuro.

Para entonces, andaba ya con la incierta idea de publicar mi primer álbum de poemas, de consolidar mi primer libro de cuentos y de escribir mi primera novela, de manera decorosa. Pero esa idea chocaba una y otra vez con la posibilidad de permanecer sentado en las aulas de clase, como si existiera una ardua dicotomía, que no era más que el afán de romper fuentes en medio de lo atareado de una vida que se sabía comprometida con la poesía, y sabía de manera intuitiva, desde un día en una casa grande del río Saija, que había palabras que me gustaba juntar para saber cómo sonaban y, como lo confirmé en otra casa del río Guapi, que esas palabras me perseguirían, pero también que el mundo de la literatura era incierto y si era honrado y riguroso, se trataba de un viaje que no tenía marcha atrás, que ya nada podía detenerlo.

Ese viaje se había fortalecido con el premio de redacción en la escuela lejana, con otro premio en el bachillerato, con un profesor que me obligó a abandonar la timidez de los pseudónimos y finalmente con un espaldarazo que un maestro le da a alguien que empieza, con Helcías Martán publicando por primera vez mis poemas en su revista Esparavel y luego en Árbol de Fuego de Caracas. Así empezó todo.

Pero no era solo escribir poesía lo que me fatigaba, ni las sinuosas lecturas de los antiguos y modernos, ni las crónicas de un tiempo cambiante: le empezaba a apostar también a las poderosas palabras de los hombres y mujeres ribereños, con la explícita tarea de hacer visibles sus estéticas y ayudar a decodificar unas culturas que parecían perdidas en la vocación segregacionista y colonial de nuestros países afroindolatinoamericanos, como los llamaría Manuel Zapata Olivella, porque encontraba en esa manera de crear de manera individual y colectiva tanto una respuesta al pasado como una apuesta hacia el futuro. Porque si algo define en últimas una cultura es lo que come y lo que habla. La palabra florida, como la llamaban los aztecas, la palabra poderosa, como la llaman los africanos, encarnó en estas tierras para entrelazarse con los vivos y los muertos, con los espíritus de las selvas y las aguas. Pero también para lanzar un mensaje de humanidad a los humanos, a los antiguos esclavistas o a los que siguen siendo solidarios, libertarios y revolucionarios hasta el fin de los tiempos. La creación en la diáspora era también una manera de crear las metáforas del territorio y cantarlo en su más fina consonancia, en el mejor decir de las aguas fluyentes de la décima glosada y la copla, tomadas de la romancería española pero con ritmos y sabores nuevos.

Las dicotomías y conflictos marcaron la búsqueda, que iría a desembocar en párrafos de los que siempre me sentiré alerta y feliz, como cuando brotó ese texto llamado «Las culturas fluviales del encantamiento», o cuando ese poemario Cimarrón en la lluvia tomó forma y me mostró por fin cuál era el tono de mi poesía, después de explorar varias maneras de aproximarme al verso en Alegando que vivo. Todo lo anterior quedó donde quedó, los primeros versos a la primera novia, las contradicciones existenciales todavía no depuradas, los vicios literarios heredados de una literatura a menudo más rimada que poética, salvo ocasiones en donde la rima sí corresponde a su objeto y cada palabra al fin fundamental de la poesía, que es el de mostrarnos el mundo de una manera nueva para contradecirnos, para afirmarnos y en últimas para humanizarnos.

Pero también era un desafío ser poeta en el departamento de los poetas Guillermo Valencia, Rafael Maya y Helcías Martán Góngora. Tres voces diferentes en un ámbito cerrado como lo son nuestras regiones, tan tradicionalistas, pero a la vez capaces de asombrosas renovaciones, de pasar de las finas tertulias parnasianas a las tertulias desbocadas de La Rueda, ese corto experimento literario que dejó tantos poemas como noches etílicas, y por el que pasé agradecido de su irreverencia. También era un desafío cantar desde la periferia, pero con los ojos puestos en el planeta y sus modernidades.

Confrontar y confrontarse, he allí la necesidad primordial de cualquier arte. Búsqueda permanente que me llevó a leer con asiduidad todo lo antiguo que encontré en un pueblo donde los magazines dominicales eran el único contacto con el mundo letrado de afuera, y a tratar de leer todo cuanto encontré cuando salí de las orillas donde había leído a Vallejo y a Neruda, y pisé las rutas de cemento donde encontré a Sedar Senghor, a Aimé Cesaire, a Borges, a Nicanor Parra, a toda la caterva de poetas surrealistas, a los futuristas italianos, y a otros sin escuela ni origen cierto que me marcaron para siempre, desde los rusos hasta los griegos modernos, desde los escandinavos hasta los cronistas gringos.

Entre tanto, la necesidad de volver a escuchar los relatos orales se hacía imprescindible, porque por algo los griegos habían empezado su mundo poético posterior a la tragedia con sus cantos de guerra de bardos errantes recogidos e hilvanados por un poeta ciego, y los españoles mantenían la tradición de sus relatos en las elaboradas literaturas de un Quevedo y un Cervantes. La palabra oral y la palabra escrita en tablillas o en imprentas, en constante interacción desde los mitos fundacionales de los pueblos y las más encumbradas literaturas actuales, no han dejado de hermanarse y contradecirse, de complementarse.

Cientos de viajes, por el Pacífico y Colombia, por otros lugares de América, me convencieron de la necesidad de renovarse a partir de la memoria más antigua, pero siendo modernos a toda costa, como vaso comunicante con todas las lenguas y culturas, de donde nos hemos formado y a las que también hemos influido. Un atardecer en Bahía de Solano, en El Charco o en el Noanamito, escuchando relatos de pescadores, de recolectoras de moluscos o músicas bravas de marimba, han sido siempre para mí una cátedra abierta de sabiduría, en los que se juntaron los relatos de animales de África, de la picaresca española, de la caballería europea y africana y los cuentos de animales, tan caros a bantúes.

Desde el Pacífico empecé a entender el Caribe, a entender que nos unen más cosas de las que nos diferencian, luego de desenmarañar ese prejuicio de las pseudoaristocracias, en donde lo negro era omitido como una herencia indigna. Error histórico que ha marcado con traumas el camino de nuestras sociedades, incapaces de librarse por vía de su evolución de un lastre que se conserva como prueba de que alguna vez fuimos colonizados por los buscadores de la llamada «limpieza de sangre y de origen», para designar a lo que supuestamente no tenía nada que ver en su origen con judíos, gitanos, moros y subsaharianos, en tierras de estos últimos, por pura ironía, de donde surgió la humanidad. Y en tierras americanas estábamos hablando de hombres y mujeres que construyeron este mundo en medio de la abominación y la explotación sin límites, y le dieron a América una lección de libertad para las independencias. Y sin embargo, sus descendientes, también estigmatizados, pero con la fortaleza que hizo sobrevivir a sus antepasados, crearon la dulzura de la música, la fascinación de sus relatos con préstamos a sus orígenes y a sus invasores, crearon la manera de asimilar y transformar las injurias y en unión con los indígenas establecieron una manera de producir sin herir de muerte al medio ambiente, crearon una poiesis que todavía me encandila y que recibí en la niñez asombrada desde esas primeras historias de mi madre y los mayores y luego de la búsqueda consciente que me llevó por los senderos sin retorno hasta los momentos actuales en que nuestros pueblos padecen las masacres y los exilios que desarticulan sus vidas, sus familias y la gobernanza de sus territorios, donde no por casualidad se asienta la riqueza biogenética y la abundancia hídrica y, por qué no decirlo, el conocimiento de las relaciones que podrían llevar a gobernar el mundo de mejor manera, en la memoria de sus indígenas y sus afros, de sus mestizos, de sus ancianos y ancianas que aunque saben que sus tatarabuelos fueron arrancados del África o colonizados en estas tierras bravas, les cantan a los santos como si fueran los que dejaron atrás, bendicen sus días por haberles permitido conocer otro mundo, y elaboraron con sus manos los ritmos del río y de la lluvia, de la marimba, de los tambores, de la vida y la muerte de una manera nueva.

Sé, entonces, que éste es tanto un reconocimiento a mi labor literaria y de buscador de los senderos de la cultura oral y de la afirmación de nuestras culturas afroamericanas en su diáspora y en su transculturación y creación de nuevos elementos en América, y es también un reconocimiento a una región y a sus pueblos, a un departamento y a un país necesitado de voces que lo nombren, lo discutan y lo afirmen. Es una voz de aliento a las nuevas generaciones de poetas.

Sé que mis padres —María y Teodoro— si vivieran se habrían sentido orgullosos, como se sintieron una vez temerosos de que la literatura no me permitiera ganarme la vida, cosa que es cierta, porque la poesía no es para ganarse la vida sino para que la vida se lo gane a uno. Los verdaderos poetas podrán no usar ahora barbas y cabelleras luengas, podrán no ser trotamundos sin pasaje, pero el conflicto no podrá salir de sus vidas, la tensión de vivir, la desorientación pero a la vez la terrible fe en que detrás de las apariencias se esconde lo legítimo, que la vida como la poesía es un salto al vacío, donde sabes cómo podrías empezar pero no adónde llegarás en medio de esas pugnas con la realidad que impone la creación artística. Claro está que no todo es batallar: hay satisfacciones indescriptibles luego de lograr el tono acertado de un cuento o un poema, el feliz hallazgo de una historia o de un personaje. Pero sólo en la contradicción surge lo mejor de cada autor, de cada literatura, que sigue siendo múltiple y una.

Termino con mi agradecimiento al rector Danilo Reinaldo Vivas Ramos y al Consejo Superior de la Universidad del Cauca, a los artífices de este reconocimiento, especialmente a los profesores Elizabeth Castillo y Jhon Arboleda, que pusieron todo su empeño y coordinaron con la Universidad el devenir de este reconocimiento. Va mi saludo desde esta tribuna a mis primeros profesores y profesoras del Colegio San José de Guapi, a mi compañera Vilma, a mis hijos, a mis hermanos, familiares, amigos y paisanos, a los académicos, líderes comunitarios, poetas y escritores que siguen como aliados, a todos los que me brindaron su afecto y sus críticas, y en fin a todos los que creyeron en cualquier lugar de la Tierra que la poesía es una manera de entender la vida, y que el compromiso con nuestros pueblos es una tarea impostergable, aun en medio del caos, porque las luces para navegar deben seguir mostrando el camino, y porque la lucha por ser parte íntegra de un país, con todas sus diferencias y diversidades, es un derecho irrenunciable.

Termino por reconocer que si no hubiera nacido donde nací, otra hubiera sido mi poesía, pero me habría privado posiblemente de sus mareas cambiantes, de sus árboles ariscos, de sus moluscos navegantes y sus marimbas cósmicas, y del sonido del mar y de la selva que extravió la paciencia de Balboa y enloqueció a los primeros conquistadores, pero a nuestros abuelos les ayudó a entender que la vida seguía y a sus descendientes las grandes metáforas del universo y de la vida.

Termino por recordar una frase que aparece en mi primera novela, Otro naufragio para Julio: «Del Pacífico nadie sale impune».

Termino con el breve poema que me hizo entender mi vocación definitiva, y aparece en mi primer folleto de poesía: ¿Qué decir de este día cuyo sol es sangriento? / ¿Qué escribiré en el libro de mis anónimas querellas?/Palabra: rescátame. / Poesía: averíguame.

Muchas gracias.

Alfredo Vanín Romero
Popayán, 24 enero de 2012

Fuente:

NTC-documentos.blogspot.com

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