domingo, 28 de febrero de 2021

 

Islario del sur

El blog de Alfredo Vanínromero

 

ESTE ARRABAL AMARGO

Por Alfredo Vanín

 

   Hace algunos años, dos colombianos estudiosos de las expresiones artísticas conversaban por radio. El  crítico de cine Alberto Duque López, desde su programa Nocturna RCN, al escuchar el disco del inmortal  Gardel, “Arrabal amargo”, le preguntaba al crítico musical Álvaro Gartner por qué en Colombia perduraba tanto la memoria de Gardel. Porque no es sólo un fenómeno de Medellín -donde murió el cantante junto a su gran amigo y creador Alfredo Lepera- dado que en Cali, afirmaba Gartner, el culto al tango era tan igual como en Medellín, porque existían también  clubes, coleccionistas y academias de baile que incluso todavía se mantienen junto a la fama salsera de Cali. La conversación fue larga, pero apuntaba a esa especie de gusto por la fatalidad que ronda a América Latina y en especial a Colombia, nuestro país desangrado en guerras sucesivas tan solo por impedir que la tierra le pertenezca al campesino y la mayoría de un pueblo tenga acceso a mejores condiciones de vida. Unas castas caudillistas han hecho lo necesario para que el desarrollo de nuestras sociedades y sus instituciones sea siempre un sabotaje a las posibilidades de inclusión y vida digna.

    Pese a la pretendida fama de felices, en medio de las  tragedias de las regiones y comunidades marginalizadas, al relajo y mamadera de gallo, un destino desgraciado parece haberse abatido sobre la conciencia de los colombianos. Nos gustan demasiado las canciones que expresan la desgracia o nos invitan a la autodestrucción. Hay una extraordinaria vocación de derrota y amargura que circunda a nuestros pueblos. El lento suicidio o la muerte violenta parecen ser nuestros signos. Gardel, el tango, la música de despecho, están clavadas en la raíz anímica de un pueblo aparentemente tan alegre, rodeado de festividades durante todo el año, al que inclusive el gobierno se siente con derecho a prohibirle la fumada de un porro porque eso significa una libertad que no debemos tener,  porque eso significa -en el concepto medieval del país conservador y fascista- un problema “moral” y no un problema de salud, mientras los crímenes más atroces se suceden frente a la indiferencia institucional y de sus más acendrados dirigentes.

    

Músicos y cantoras del Pacífico (Foto A. V.R.)

 Un pueblo aparentemente alegre, digo,  porque celebra todas las fiestas, carnavales y reinados habidos y por haber, convirtiéndose en uno de los países con mayor número de festividades. Es como si –dada la diversidad que jamás logró consolidarse como país- cada grupo humano ostentara su reinado o su fiesta como muestra orgullosa de su origen, en el mayor de los casos bendecida o emparentada con figuras del Cristianismo.

      Bajo esa capa de aparente alegría subyace un pueblo que, como ninguno, celebra la tragedia. Basta detenerse en los poemas sepulcrales de Julio Flórez y en numerosos versos de la lista de vates llegados de los cementerios que nuestros mayores recitaban, y más cerca todavía, en las canciones sepulcrales de un Darío Gómez, de un Caballero Gaucho, de un Charrito Negro,  y las canciones llamadas norteñas que proliferan en nuestras barriadas y no solo sirven para cubrir la programación de algunas emisoras, para dar rienda suelta al lagrimeo o al rencor,  sino también para despedir a los muertos. En pueblos y ciudades se volvió costumbre  acompañar los entierros con un aparato que emite canciones pornográficamente lúgubres, entre ellas, la más sonada hasta hace un tiempo: “Nadie es eterno en el mundo”, de Darío Gómez. En esto los pandilleros son más festivos: sus canciones favoritas para “el camino sin regreso” provienen del rap, de la lírica del hip hop, y en casos más extremos del tristemente famoso regaeton en boga. Esta costumbre de acompañar el recorrido final de amigos y parientes con alguna música estereofónica se afianza en tiempos recientes de las costumbres mafiosas, en especial de aquel legendario capo caleño que fue enterrado con mariachis. Nuestro pueblo lo copia todo. El reggaeton, que se impuso bajo la sombra de la nueva generación de traquetos, seduce a los jóvenes tanto por sus letras y jadeos porno como por sus videoclips de bailes definitivamente sexuales. Detrás de esa imposición, como la otra, la mortecina de la canción impulsada por paracos (esa palabreja lúgubre que se incrustó definitivamente en el léxico nacional), que hablan de droga y de muerte, se visualiza la tragedia.

      Nos aferramos a  la desgracia como si fuera nuestra mayor esencia. Aunque por encima de ella, nuestro malogrado país subsiste, así sus mejores destinos parezcan inalcanzables. Mientras en la Constitución de 1896 el país le pertenecía claramente a una minoría blanca y cristiana, durante  el Frente Nacional de los años 60-90 le perteneció a dos bandos políticos representados también por minorías que nos hicieron creer en las irrebatibles virtudes populares de sus propuestas y sus triunfos, cuando los había; y de sus derrotas, cuando llegaban. Pero en el fondo, los triunfos eran de unos pocos y las derrotas quedaban para el frustrado populacho, situado por fuera del reparto del gran botín político y también económico, como ha ocurrido desde los tiempos de las élites republicanas del siglo XIX que poseían sus propios ejércitos, y hasta llegaban a conformar su propio estado[1].

       La exclusión de la mayoría, representada sobre todo en los históricamente explotados y marginados  afros, indígenas y campesinos pobres, hace parte  de este sentimiento trágico, de haber nacido derrotado de antemano. Pensemos en México, que tuvo la oportunidad histórica de una revolución a comienzos del siglo XX. Es el ejemplo más palpable, uno de los sucesos que abre la modernidad y las posibilidades de reivindicación para la América Nuestra. Y es en el pueblo de los corridos revolucionarios de donde provendrá la música para la tragedia cantada, individual o colectiva, lo que impresionó a Jean-Paul Sartre: que en un pueblo tan expresivo y vital como el mexicano una de sus canciones- himno expresara que “la vida no vale nada”. De allí derivará la tradición mariachi que se instala en Colombia con el cine, a la que sucederá la perversión cantada que ahora se llama música norteña, con su apología del narcotráfico y las fuerzas  nocivas capaces incluso de desviar el impulso ideológico de guerrillas surgidas del campesinado.

El bolero nos  llegó con sus raíces cubano-hispánicas y se convirtió en otra forma del canto a la tragedia amorosa, a menudo matizado con cierta picardía frente al desamor, a lo largo de todo el continente, siendo los mejicanos sus más acendrados intérpretes, después de los cubanos.  Sin embargo, es necesario reconocer que México adoptó y transformó el bolero llegado de Cuba, al igual que el danzón, el mambo y el chachachá. Innumerables películas son un homenaje a la música caribeña que entró por el puerto de La Veracruz y se fundió con el legado africano, indígena e hispánico. De allí surgirán Los Panchos y Toña la Negra, Agustín Lara,  Acerina, Melón  y Pedro Infante, para citar algunos nombres.

    De la Argentina llegó el tango, surgido de los arrabales porteños, con claros orígenes afro (incluso por su nombre), en donde intervienen la habanera cubana y el candomblé uruguayo, ambos de procedencia afroamericana. Carlos Gardel y sus inmortales secuaces llevarán el tango a los salones de la burguesía porteña luego de adquirir pasaporte en la sociedad parisina. Si Borges afirmó que el tango es un pensamiento triste que se baila, también es cierto que las tragedias del tango son más intimistas que las de la ranchera, y será tal vez por eso más apto para explicar su arraigo en una clase media derrotada. Lo que expresa el tango es la soledad y el anonimato que rodean al ser humano en una urbe en expansión, cuyo rumbo nadie conocía, y donde se mezclaba toda suerte de aventuras e historias, de injusticias, de bravuconadas y de pírricas victorias cotidianas.

Carnaval en Barranquilla (Colombia) - Foto A.V.R.

 Ecuador y Perú expresan en suspasillos y valses los sueños inconclusos, el desmoronamiento de culturas ancestrales, el destierro y el despojo. Como siempre, como en toda música popular,  el amor y el conflicto son los temas preferidos para representar la expulsión del paraíso, la ingratitud, la traición, la deslealtad, y en general  la frágil y cambiante condición humana. No por algo, en Colombia, “el vallenato de quinientas  páginas” que es Cien años de soledad, dicho por el mismísimo autor G. García Márquez,  es la lenta evolución de una tragedia colectiva que se anuncia  desde sus inicios.

     Las llamadas “canciones  sociales”, surgidas entre los años setentas y noventas, al calor de la revolución cubana y la insurgencia de los nacionalismos contra los poderes transnacionales y las dictaduras internas (chilena, argentina, por ejemplo), aunados a la nueva trova cubana, representan uno de los remansos renovadores más importantes de la música americana al sur del río Bravo, una música que nos dio un nuevo soplo, sobre todo a las juventudes de entonces, para cantarle a personajes revolucionarios, especialmente a las gestas rebeldes de América, a la revolución española, al sandinismo de entonces, a los héroes de las zafras cubanas, a las memoria de las guerrillas liberales del Llano, colmando de optimismo transformador nuestros lánguidos bambucos. Hasta los viejos valses del Perú y Ecuador se llenaron de renovado aliento revolucionario. Con la presencia inigualable de cantores españoles como Serrat, Ana Belén y otros, el continente pareció hervir de buen humor combatiente: que lo digan las canciones de Piero, de Soledad Bravo, de Mercedes Sosa, de la inigualable Violeta Parra, autora de  “Alfonsina y el mar”, una canción que lo sumerge a uno en los acantilados donde Alfonsina abrazó la muerte. De Colombia no podemos dejar de citar los cantos de Pablus Gallinazo y de Ana y Jaime.


Día de los muertos (Oaxaca, México) Foto A.V.R. 

         Por fortuna, en América latina hemos tenido a la par la contagiosa alegría del son cubano, la samba brasilera, la cumbia, el porro y el currulao colombianos, con sus mensajes extrovertidos en medio de cualquier desastre, que muestran claramente los ethos regionales. Mientras el bambuco, que surgió de voces y tambores de descendientes de africanos en el norte del Cauca que tomaría dos rumbos: hacia los placeres mineros del Pacífico conde surgiría el bambuco viejo, el currulao y otros ritmos; y hacia la zona andina, llevado por las tropas libertadoras,  donde aparecería el bambuco y el bunde despojado de su percusión. A la vez  de él se apodera una burguesía del campo que compone sus letras “al paso alegre del campesino”, pero también empieza a mostrar letras contestatarias de gran simpleza o esa nostalgia dulzona de un campo a veces idílico pero siempre violentado. Las músicas más alegres o desaprensivas de nuestro cancionero popular provienen de los clásicos del Caribe, de la costa pacífica y de los llaneros, con algunas muestras del Huila y el Tolima (el rajatabla, por ejemplo), porque incluso el tan cacareado neovallenato nueva ola es parte de una industria artificial que  sirve para expresar una pretendida juventud que lloriquea en esos versos y en esas voces tediosas con una nostalgia light salida de rescoldos urbanos,  salida  de un mundo rural destrozado.

      Colombia, país de tragedias, donde los proyectos populares han sido aplastados con sevicia, pero cuyo vigor sigue latente, pese a las desorientaciones electorales y el afán de una rápida  comodidad económica; donde una población como Buenaventura está destinada a que desaparezca su gente para poder ampliar sin límites un puerto; donde todos los líderes que  han representado alguna alternativa popular han sido asesinados o sacados de lidia mediante tretas mediáticas, acogió tanto a la ranchera como al tango. Un viajero me diría hace años que aquí se escuchaba ahora más rancheras que en México, más pasillos que en Perú y Ecuador y  más tango que en la propia Argentina. Lo sé porque desde niño, en las victrolas ribereñas, en el Pacífico sur, escuché a Julio Jaramillo.

    A esta constante  sensación de exclusión y despojo, se suma el inconsciente edípico, que parece un mal de América latina, de herencia feudal-terrateniente, donde el padre es el patrón y la mujer –pese a sufrir exclusión y maltrato- es idealizada, ocupando el centro de un imaginario, como esposa, como madre, tal como lo hizo la Edad Media europea en los cantos y leyendas de caballería, hasta llegar a convertir a la Virgen María en el soporte de la cristiandad, en el más acendrado símbolo de pureza. La madre se convierte en icono y a la vez en fetiche, en nombre de quien los sicarios de Medellín de los tiempos de Pablo Escobar ejecutaron sus peores crímenes y por quien juraban que matarían o se harían matar. No es extraño que el famoso poema del romántico mexicano Juan de Dios Pesa terminara: “Y en medio de nosotros mi madre como un Dios”.  El mismo Beny Moré le hizo un guiño a nuestra cursilería edípica, recordemos su famosa canción “Por una mujer he llorado…. Esa mujer es mi madre”.

Pero esta idealización ha cobrado su precio, porque se ha tratado de un símbolo construido de manera patológica, bajo las peores frustraciones, bajo una estructura socio-familiar que nació destrozada por querer convertir en sagrada una imposición occidental, en medio de nuestro mundo movedizo. De allí que la mujer sea, en nuestras canciones populares, bajo figura de madre, el símbolo acendrado de la pureza, y bajo la figura de amante callejera, el símbolo de la más letal y desalmada prostituta.

Son las letras de la música las portadoras de un mensaje popular, de unos indicios y a la vez de un credo que se repite de esquina en esquina hasta volverse una verdad de a puño, la misma que funciona en los barrios y veredas, con menos poder ahora que las llamadas redes sociales donde  las fakenews permiten tanto ayudar a despejar un crimen, como a elegir a un presidente.

El arrabal amargo es una de las grandes contradicciones de un país que proclama su adhesión  al cristianismo y donde se ha matado por rencor o diversión de ver caer al enemigo; que reza de continuo pero le importa un rábano si asesinan a un dirigente comunitario o una mujer indefensa. Seguimos gobernados por los prejuicios supremacistas  étnicos y políticos, por los prejuicios de considerar inferiores a grupos humanos forjadores del país como los negros y los indígenas;  crímenes de líderes comunitarios que no les duelen a sus dirigentes políticos de la más absurda derecha;  masacres con explosivos a una escuela militar por parte de la guerrilla que perdió el norte; la  destrucción desproporcionada de la vida de la gente y de la naturaleza como sigue ocurriendo con la deforestación del Pacífico y de la Amazonía, con proyectos como el de Hidroituango en el Cauca Medio, un río destruido donde un dirigente llegó a expresar con indecente oportunismo lo que otros responsables  directos o indirectos de esta tragedia hubieran querido decir: que se debía aprovechar la catástrofe para limpiar el río Cauca, aprovechando el bajo nivel de sus aguas.

Este arrabal amargo sigue sus despropósitos, sumiso a un liderazgo político lleno de contradicciones y de plenos poderes para destruir un país y satanizar y bloquear en alianza con los poderes del norte a quienes no siguen el juego o trabajan bajo otro norte y no el nuestro, el sur, donde se le canta a la muerte sonriéndole de manera morbosa, pero donde también se han escrito grandes hazañas libertarias, fecundadoras de la vida y de la historia.

El tema musical de hoy

 “Convergencia”, un bolero, enviado desde Cali por el melómano Hernán Figueroa Ospina, nacido en San Pedro.

 https://www.facebook.com/waldo.amezquitatascon/videos/10220303570242995/



[1] Cf. Ospina, William. La franja amarilla. Editorial Mondadori 2012.

sábado, 20 de febrero de 2021

 

DE REGRESO AL “CERCADO FUERTE AL FIN DE LA LLANURA”

Algunos recuerdos de Facatativá

Lo primero que recuerdo de Facatativá es la carretera de 40 kilómetros que me llevó desde Bogotá, con mi maleta de estudiante, pasando por pueblos que nunca había nombrado. Arribé  por fin a una pequeña ciudad rodeada de cerros, con unas piedras enormes donde había improntas  de una cultura indígena. Y luego la voz del profesor de literatura , Jaime Cárdenas: “Su nombre en lengua indígena significa Cercado fuerte al fin de la llanura”. Los muiscas fueron sus pobladores y la diosa Chía tenía allí su templo. 

Iba a cursar el 5º de bachillerato, pero llegaba con un lastre enorme: en febrero de 1966, gran parte del pueblo de Guapi (Cauca), de donde provenía, había sido devastado por un gran incendio. Mi maleta de estudiante   estuvo a punto de cerrarse para devolverme, porque creí que mi casa había sido destruida y según las noticias “había una persona mayor muerta”. Mis familiares y algunos paisanos me convencieron para quedarme.

Pese a su ubicación cerca de Bogotá, Facatativá parecía  entonces un mundo remoto, agrario, donde todo el mundo conocía a todo el mundo, y los chismes contra el otro eran creativos y soberbios, como en todos los pueblos. El viaje por carretera desde Bogotá demoraba el tiempo suficiente para uno saber que dejaba atrás un mundo urbano y entraba a una pequeña ciudad  que vivía del campo, de los incontables estudiantes que llegaban cada año en busca de un colegio que había regado su fama por el país, el Colegio Nacional Emilio Cifuentes, y donde existía todavía un internado, una institución abolida en casi el resto del país.   Dos hermanos habían estudiado ya en el colegio y existía una familia amiga y paisana, de origen guapireño, De la Torre-Burbano,  que sería mi primer contacto y refugio para el cambio extremo de una región a otra que me tocaba en suerte.

Porque tuve suerte. Lo primero que me impresionó fue el frío. Las duchas  abiertos del internado nos recibían a las cinco de la mañana, en un ritual que algunos disfrutaban, pero yo y otros “calentanos” rogábamos que la temperatura descendiera por lo menos 10 grados.  A los pocos meses, sobrevino el terremoto de 1967. Era sábado y mientras se estremecía la vieja estructura, recuerdo al compañero Rico que corrió despavorido. Grité que era  el tren que pasaba y, como siempre, estremecía la vieja estructura. Pero me hizo correr el grito de Diego Ceballos: ¡Terremoto! Salté como un relámpago y justo en ese momento un pedazo de techo cayó sobre mi almohada.

Las frías noches de Faca, como se le llama con cariño,  empezaron a volverse tan amañadoras, que al mes aprovechábamos algunos sábados para quedarnos en el pueblo y recorrer pueblos cercanos. Hay una foto refundida donde estamos algunos (entre ellos el Polilla Ceballos), sobre la vagoneta de un tren detenida para siempre... Poco a poco, los grupos “de la tierra caliente” (el Chocó, el Valle, Huila, Buenaventura)… nos reuníamos: Diego Ceballos, Antonio Sarria, el Guajiro, Trujillo “El Opita”, Carlos Castellanos, Magno, Alexis Lozano (que sería el fundador del Grupo Niche), Carlos Angulo, Arcila (el infatigable narrador de escenas de Buenaventura)… Para entonces, la canción protesta, Charles Aznavour y la Nueva Ola llenaban el ambiente. Yo iba lleno de Peregoyo, de  Matamoros, de Ricardo Ray, de Moré, de Roberto Ledesma..

Finalmente fuimos integrando grupos de trabajo: El sabio Guillermo Rodríguez, Diego Ceballos, Pacho González, Gerardo, Duque (el dibujante silencioso) y creamos un periódico que se imprimía en stencil:  El Pulpo, permeado por la corriente existencialista, el absurdo, los  primeros balbuceos estudiantiles, del proletariado y el campesinado, un revoltijo que   tenía eco en las publicaciones que luego alentaron la creación de un fugaz grupo de teatro. Los nombres de entonces se escapan: pero como no recordar a los dos Gerardos, a Acosta, Tovar, Danilo, Jorge López y, cómo no,  al  “Picapiedra”, el mamagallista que no falta en ningún grupo.


Parque arqueológico Las Piedras del Tunjo
Foto tomada de:  https://www.google.com/search?q=facatativa+panoramica&sxsrf 


    Han muerto algunos compañeros. Que estas palabras sean un homenaje a ellos y a los profesores. Recuerdo algunos: Jaime  Cárdenas, Chávez (el profesor pastuso que llamaban Chico Atómico, porque respiraba química),  el rector Zorrilla,  el ex militar  profesor de Edufísica que nos sacudía con un grito “de varón”; los profesores de Física. “el Costeño”, y luego Turga , el que sería después dirigente sindical, y nos trajo un texto delicioso de Física escrito por Sábato (sí, el escritor  argentino de Sobre héroes y tumbas), con el que la física se prendió en mis ratos libre,  con el  moméntum angular, las composiciones de fuerza, que leía con deleite, al igual que las clases de literatura y francés de Cárdenas y los tratados internacionales con el Rector Zorrilla.

Había en Faca un obispo progresista:  Monseñor Zambrano Camader (de origen payanés),  lamentablemente fallecido en un “accidente” de aviación, al igual que su colega y compañero, el Obispo de Buenaventura  Gerardo Valencia Cano, ambos de la Teología de la Liberación, del Grupo Golconda. Me presenté ante él como un habitante del lejano departamento del Cauca. Me abrazó con gran afecto, como si nos conociéramos de antes... 

Debo resaltar que mi estadía en Faca fue crucial para mi vida de escritor. De Guapi, mi pueblo, llevaba algunos poemas y pequeños relatos, con el aliento del profesor Eudoxio Prado y el Hermano Mateus , en la primaria, que me publicaron por primera vez en el periódico escolar, y de Samuel Giraldo en el bachillerato que leyó un poema mío y me alentó.  Mi vocación de poeta terminó de consolidarse allí, en ese espacio del Emilio Cifuentes de Facatativá... Recuerdo las lecturas con algunos compañeros. En la piedras de Tunja, o del Tunjo, el parque arquelogico, solíamos refugiarnos algunos  a leer poesía y relatos, algunas tardes después de las clases.  Recuerdo las lecturas de Kafka, de Neruda, de Saint-John Perse, de Carranza, de Aurelio Arturo, de Baudelaire, de Lenin, en libros intercambiados o comprados en librerías de agache en Bogotá. Pero también las horas reescribiendo poemas…

El periódico estudiantil me sacó del anonimato. Publiqué un primer poema (un soneto). Fiel a mis lecturas de magazine de los nadaístas, me firmaba con el estrambótico seudónimo de  Yano-Z . El profesor de Literatura, Jaime Cárdenas, pidió que se pusiera de pie el que había escrito ese soneto. No tuve remedio. Me felicitó: “Un joven tempranamente indigesto de auroras”, recalcó, aludiendo a uno de mis versos. Otro profesor de literatura, más chapado a los cánones antiguos, decía que “era digno de pasearme con las musas”. Uno de los compañeros, el mamagallista Picapiedra, de un humor corrosivo, dijo que “las musas eran las muchachas de los bares de Faca”.

Gané mi primer premio de poesía en el  concurso de la Semana Cultural del Colegio con un poema que olvidé para siempre, alusivo a La hora 25… El diploma me lo entregó nada menos que el poeta payanés Rafael Maya, quien prefiguró con voz reposada un buen futuro poético para el autor de ese poema. Ya había leído al poeta Maya, que ha sido olvidado en medio de las sublimaciones de su paisano autor de “Los camellos”.  Un año después gané un concurso de cuento del programa de radio nuevaolero que dirigía Alfonso Lizarazo: “Las envidias de un genio”, se llamaba el  cuento juvenil premiado. 

Para el acto de graduación de 6º año, los compañeros  me encomendaron las palabras de despedida. El día de graduación coincidía con mi fecha de nacimiento: 29 de noviembre. Bauticé a nuestro grupo (6o A y B) como El Sexto Regimiento, ahora felizmente reunidos en un chat, y con dos encuentros a cuestas, a los que he faltado. En el chat, reconozco a tantos que hoy descuellan en sus profesiones y en su pensamiento. Gracias, compañeros, por tan buenos momentos y la solidaridad de siempre. Por cierto, no faltaré al tercer encuentro. Espero que para entonces se haya descubierto el sitio donde se guardó “La caja del tiempo”, que no ha sido ubicada. “El “Cercado fuerte al fin de la llanura” lo siento cada vez más cerca y cada vez más entrañable.

 

Notas en tránsito

Remito a los lectores al blog del martes 6 de mayo de 2014: Los verdaderos dueños del Puerto de Buenaventura.

 

Aniversarios del mes

27 febrero (1920): nacimiento del poeta guapireño Helcías Martán Góngora (muere en Cali en abril 1984). Se conmemoró el año pasado el centenario de su nacimiento.

6

 

La canoa es el principio y el fin de las distancias.

Abecedario de la lejanía, cómo es de fácil aprender en ella la lección

del paisaje. Sobre su vientre hondo el nativo se siente como en el

corazón del universo.

Todos los hombres ribereños la aman. Las doncellas la quieren,

porque saben que es el vehículo que ha de traerles el ósculo

esperado. Los niños la veneran, porque comprenden que es el

mejor juguete.

(Helcías Martán Góngora De: Evangelios del Hombre y del paisaje y Humano Litoral – Biblioteca de autores afrocolombianos – Ministerio de Cultura - Bogotá 2010)

 

19 de febrero: fallecimiento de Beny Moré (1963)

Homenaje a Beny Moré

Del trompetista de jazz jamaiquino cubano Bobby Carcassés

Y del pianista cubano Chucho Valdés, en vivo.

 

https://www.youtube.com/watch?v=U3whBF8NOOA

 

CARTA DE FONDO

Nos escribe desde Popayán uno de los lectores, colaborador y amigo, Eduardo Gómez Cerón (Abogado, periodista, docente, escritor) para unirse a las conmemoraciones de Islario:

José Eustacio Rivera

San Mateo-Rivera, Huila, 19 de febrero de 1888 – Nueva York, 1 de diciembre de 1928

Por: Eduardo Gómez Cerón

Un aspecto menos conocido de  Rivera es que colaboró con José Vasconcelos en la gran campaña de alfabetización que hicieron en el México postrevolucionario, con Gabriela Mistral y Pedro Henríquez Ureña, entre otros. La hermandad de los intelectuales latinoamericanos para empeños educativos y culturales, es solo comparable con la hermandad política de los luchadores por la justicia social, que si ha sido del caso, los ha llevado hasta ofrendar su vida combatiendo en suelo hermano... Y décadas después, unos y otros seguían en el mismo empeño. Cómo olvidar al ya mencionado escritor dominicano, Henríquez Ureña, con su gran amigo Alfonso Reyes, el inigualable maestro mexicano, reposando unos minutos antes de la hora vespertina, tomándose un café ya muy mayores, para empezar su jornada nocturna, ad honorem, en la Universidad Obrera de Buenos Aires, que habían ayudado a fundar... Y eso después de haber tenido una jornada completa en las universidades en que estaban contratados. ¡Honor y gloria, y seguir el ejemplo de estas personas maravillosas, hombres y mujeres!. 



Gracias por recorrer nuestro Islario. Quedamos pendientes de sus comentarios.

 

 

 

domingo, 14 de febrero de 2021

 

ISLARIO DEL SUR

El blog de Alfredo Vaninromero

 

LEER PARA SIEMPRE: LA LECTURA EN UN CONTEXTO ÉTNICO

 Alfredo Vanín

 

Lo primero que recuerdo de mi experiencia como alfabetizado, en la lejana escuela primaria, es la voz de los maestros recordándonos no cancanear,  una palabra que en el Pacífico todavía significa leer de manera entrecortada, repetitiva, sobreponiendo las sílabas o los fonemas. Querían enseñarnos a  leer de corrido, el ideal de los maestros y las directivas del colegio. Aunque yo desde el primer grado podía leer ya sin cancanear, me asaltaba siempre el temor de equivocarme, porque las equivocaciones en la “lectura de corrido” mermaban el puntaje. La lectura tenía una  calificación, como cualquier asignatura, y existía un único texto durante el año para  la  clase de lectura..

Quiero resaltar el desplazamiento semántico de la palabra cancanear, que volví a encontrar con su grafía y su significado propios  en la biblioteca de la Escuela etnopedagógica de San Basilio de Palenque (Cartagena), en 2012, como asesor de la Dirección de Poblaciones del Ministerio de Cultura.  Allí decía textualmente en lengua palenquera: Kankania ku boka selao, que traduce: Lea en silencio, tal como me lo tradujo un poeta palenquero. La lengua palenquera, creada durante la  resistencia  militar, y política,  y cultural de los esclavizados, con elementos lingüísticos bantúes y peninsulares, fue posiblemente una lengua hablada en diversos lugares de los afroamericanos de la Nueva Granada, incluyendo el Pacífico colombiano actual, a juzgar por los restos de palabras que recuerdo se dicen todavía en el litoral occidental colombiano y las palabras encontradas en el habla palenquera. Lo anterior debería ser objeto de un trabajo de investigación a fondo. Pero en el Pacífico  los grupos humanos tuvieron una gran movilidad: la minería forzada los dispersaba, y los palenques fueron tan móviles como la vida de los enmontados solitarios, pues aunque hubo palenques, como El Castigo, sobre el río Patía, el cimarronismo o el asentamiento en líneas  de parentescos fue la forma prevalente de poblamiento de las orillas, a lo largo del tiempo.

La palabra cancanear, en español,  es una voz onomatopéyica que significa errar o vagar sin término fijo;  en algunos países centroamericanos significa tartamudear,  y en otros actuar con vacilación, de acuerdo con la RAE. Pero en  lengua palenquera significa leer. Peyorativamente los gramáticos españoles la definieron como  leer sin rumbo, desacertadamente, como un semianalfabeta, siendo entonces desvirtuada una palabra que para los hombres y mujeres afros debió haber tenido un significado demasiado importante, si se tiene en cuenta que las comunidades ágrafas han tenido inicialmente una lectura que se inicia con sus lenguajes propios frente a realidades visibles o invisibles.

Porque para un indígena o afro de Colombia, en sus tierras de origen, leer no es solamente la capacidad de descifrar un alfabeto creado en siglos de migraciones y dominaciones; leer es principalmente una interpretación de la  naturaleza y de sus mutaciones, de los sueños, de los espíritus que pueblan de manera invisible el mundo visible, de las relaciones interpersonales, de su historia interpretada en otros signos. Esa lectura los ha acompañado como punto de partida hacia la sabiduría de los antepasados y como una manera de sobrevivir en un medio de múltiples señales y peligros.

Me alegró sobre manera encontrar hace poco -en un libro poco mencionado de Paulo Freire- esta observación, donde él cuenta el regreso a su natal Recife, a la casa que lo albergó de niño, y pudo volver a leer las señales del mundo, de los árboles, de los pájaros que marcan el amanecer:

Al ir escribiendo este texto, iba yo “tomando distancia” de los diferentes

momentos en que el acto de leer se fue dando en mi experiencia existencial.

Primero, la “lectura” del mundo, del pequeño mundo en que me movía; después

la lectura de la palabra que no siempre, a lo largo de mi escolarización, fue la

lectura de la “palabra-mundo”.

(…) Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban

en el canto de los pájaros: el del sanbaçu, el del olka-pro-caminho-quemvem,

del bem-te-vi, el del sabiá; en la danza de las copas de los árboles sopladas por

fuertes vientos que anunciaban tempestades, truenos, relámpagos; las aguas de

la lluvia jugando a la geografía, inventando lagos, islas, ríos, arroyos. Los “textos”,

las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban también en el silbo

del viento, en las nubes del cielo, en sus colores, en sus movimientos; en el color

del follaje, en la forma de las hojas, en el aroma de las hojas –de las rosas, de los

jazmines–, en la densidad de los árboles, en la cáscara de las frutas. En la

tonalidad diferente de colores de una misma fruta en distintos momentos: el

verde del mango-espada hinchado, el amarillo verduzco del mismo mango

madurando, las pintas negras del mango ya más que maduro. La relación entre

esos colores, el desarrollo del fruto, su resistencia a nuestra manipulación y su

sabor. Fue en esa época, posiblemente, que yo, haciendo y viendo hacer, aprendí

la significación del acto de palpar.

(Paulo Freire.  La importancia de leer y el proceso de liberación, México, Siglo XXI Editores, 1991, pp. 6-7.)

 

Las anteriores palabras,  escritas  como un acto de magia en la búsqueda de una verdadera significación del acto de leer, traducido en un acto de conocimiento propio y en un acto político de emancipación social a la vez, me reforzó lo que quería expresar como la verdadera lectura  en un contexto de culturas y sociedades minorizadas.  En un texto mío, que fue leído en 1987 en el Primer Festival del Currulao de Tumaco y  en el 1er Congreso de la Cultura Negra (Popayán 1993) y luego publicado  en el Magazín dominical de El Espectador,  que entonces dirigía Marisol Cano y  acompañaba el poeta Juan Manuel Roca. En él iniciaba contando la manera en que mujeres del Pacífico, demasiadas serias, ordenaban silencio y empezaban  a hablar de una manera que no he vuelto a escuchar desde entonces, cuando era niño. En las voces de ellas transcurrían cataclismos bestiales, hundimientos y resurgimientos de pueblos, desapariciones y transmutaciones que configuran el verdadero encantamiento de la vida, la razón por la que un niño de cualquier país o etnia  adquiere la curiosidad suficiente para explorar el mundo. Pero los  textos de mi clase de  lectura era una reelaboración de pasajes del Viejo y el Nuevo Testamento, textos que atrapaban nuestra atención, o de muchachos sonrosados en ciudades y campos de un mundo remoto.

Siguiendo esas dos líneas, la de leer en el contexto y la de sentirse encantado por lo que se lee o escucha,  retomo dos categorías indispensables en la manera de acompañar el proceso de leer y propiciar el tránsito a la escritura creativa, tanto en niños como en adultos, especialmente en grupos étnicos, algo que  ya se tiene en cuenta en algunas escuelas étnicas,  pero que no fue el caso en mi infancia, de la que recuerdo la  imposición tenaz de textos nada significativos en  esos entornos culturales.  La enseñanza partía del mandato de “evangelizar a los  bárbaros”, como reza el contrato de la Nación con la Iglesia, hasta las primeras décadas del siglo XX, en zonas indígenas y afros. Por fortuna, habría después nuevos sacerdotes que propiciaron procesos de emancipación y descolonización al interior de las comunidades.

Puedo afirmar entonces que una primera manera de definir el proceso de lectura impuesto en los currículos  fue el de continuar la colonización, de preparar a los estudiantes para el desplazamiento físico de sus territorios o  el desencuentro cultural de los niños con ellos mismos y su territorio. Ahora se cuenta con mejores herramientas e ideas, a veces de manera contradictoria, contra el pasado que desconocía –y no era total culpa de los profesores- los procesos de una lectura de la naturaleza y del cuerpo, de las historias verdaderamente significativas de las comunidades.  Existen textos como La clase con raza entra (Elizabeth Castillo Guzmán: https://revistas.pedagogica.edu.co/index.php/PYS/article/view/779),  Racismo e infancia, aproximaciones a un debate en el decenio de los pueblos negros afrodescendientes. María Isabel Mena García. Bogotá: Docentes editores. (2016).  Y  “Educación propia, educación liberadora o pedagogía de la desobediencia en las comunidades afro del Pacífico sur colombiano”. En: P. Medina Melgarejo (coord.). Pedagogías insumisas. Movimientos políticos pedagógicos y memorias colectivas de educaciones otras de América Latina. México: Juan Pablos, Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica-UNICACH, pp. 73-91. García Rincón, J. E. (2015).

 

Traigo a colación un ejemplo. A un joven del las orillas del río Guapi, para su ingreso a sexto grado en el colegio masculino del casco urbano le preguntaron cuáles eran los enemigos del hombre, y él respondió en su cabal entendimiento, a partir de su realidad, que eran “el mundo, el demonio y la culebra”. El Catecismo del Padre Astete, leído por niños de casi toda Colombia hasta los años 70, enseñaba que los enemigos del hombre eran “el mundo, el demonio y la carne”.  El joven fue descalificado por trastrocar la  doctrina. Pero no estaba equivocado: su acto de lectura cultural era otro, otro su contexto.

En experiencias de promoción de lectura en las que he participado, especialmente en el Pacífico colombiano, he podido constatar que la necesidad de la “lectura oral” sigue siendo de primerísima importancia, tanto para niños como para adultos. No porque la letra escrita deba desaparecer de la enseñanza, sino que deben ser complementarias.  Ni pensarlo. Pero Los pueblos de fuerte oralidad se reflejan en ella, construyen en ella significados y son capaces de leer el mundo de acuerdo a códigos ancestrales, muchas veces traslapados con otras culturas. Cuando uno menciona a Tío Conejo, o la araña Ananse (o Miss Nancy en San Andrés Islas) siglos de ancestralidad, de resistencia, de temores vencidos y de significantes vigentes se agolpan en esos relatos, en esos versos que contienen multitud de legados y heroísmos secretos, muchas veces desvirtuados ahora por una apropiación parcial o acrítica de “lo moderno”.  

Confío entonces que todos los esfuerzos sirvan para enrumbar  saberes de pueblos que no deben seguir los estándares de lectura ocultando los propios. Se trata no de crear barreras o islas, de quedarse “en los siglos superados”, sino de establecer puntos de partida diferentes pero convergentes. José Saramago advertía en una conferencia que la lectura a menudo defraudaba a muchos hombres y mujeres porque se tomaba como un punto de llegada, cuando en realidad lo que debe establecer la lectura son puentes para llegar al otro lado, a la transformación de realidades, a la transformación de sí mismos, como acto político y emocional, para reescribir el mundo, para la reexistencia. Es decir,  para no perder el encantamiento de la vida.

 

Notas en tránsito

Buenaventura en pie de lucha

 

No se podrá resolver el conflicto, ni las desigualdades regionales,  mientras los gobernantes y los poderosos inversionistas piensen como piensan: que es necesario generar riqueza, mientras la gran población de Buenaventura, sufre más del 80% de pobreza. Fue en síntesis la respuesta del líder social Leonard Rentería, en pleno paro cívico, ante los reclamos de periodistas radiales que como muchos otros periodistas y políticos, sobreponen las ganancias de unos a pocos a costa de la muerte de millones de colombianos. Una lucha que viene de lejos, desde los tiempos del sacrificado Monseñor Gerardo Valencia Cano, con ejemplos vivos en el actual Obispo.

Aparte de la consigna de extraerle todo al Pacífico y devolverle miserias, la corrupción interna de muchos dirigentes políticos  del Distrito ha sido proverbial a lo largo de años. Pero lo cierto es que existe ya una dirigencia joven que ha podido enfrentarse de tú a tú con el Estado, incluso elegir un alcalde. Sin embargo, luego de los compromisos, la mayor parte de los acuerdos se diluyen. Se han propuesto  cambios,  “soluciones estratégicas” desde los primeros movimientos cívicos de Buenaventura,  pero la violencia empotrada en la ciudad sigue  martirizándola, con sus barrios estigmatizados, mientras la falta de ingresos, la oferta del narcotráfico para los jóvenes, y el  riesgo  de morir o ser desplazado sigue latente.  

 

 

HOMENAJE A UNA PORTADORA DEL  PATRIMONIO GASTRONÓMICO

 

PAULA DÍAZ: La imagen del chontaduro en Buga

Por: Elizabeth Holguín

 

 

La señora Díaz, oriunda de Istmina (Chocó). Está ahora en El Cerrito (Valle) y debido a la pandemia no ha podido movilizarse hasta Guadalajara de Buga. Hace las cuentas y me comenta del incremento de 1.200 pesos colombianos en el precio del viaje. La pandemia le impedido volver a la esquina que desde el año 1983 ha sido testigo de sus ventas de chontaduro, papaya,  guayaba y jugo de borojó. No ha vuelto a Buga  y  allá en El Cerrito no vende debido a que está sin sombrilla. Le sale, según su cálculo, muy costoso comprarse una nueva o mandarla a traer desde Buga. No le gusta que se le quemen sus chontaduros bajo el sol; ella prefiere la sombra. “Sin sombrilla no se  ve el platón y el chontaduro escondido no se le vende”.

 

 Foto de Paula en su lugar de ventas en la Calle 5ta con Cra. 13, esquina en Guadalajara de Buga-Valle del Cauca. Imagen cortesía del organizador de la página de Facebook “Buga por Siempre.

  Ella es vendedora de chontaduro de platón  desde el año 1983. La fruta se la traen desde varios rincones de Colombia,  a través de un largo viaje que hace visible la compleja estructura que sostiene la informalidad de su venta. Le llegan chontaduros desde departamentos como el Putumayo y Nariño, otros de Timbiquí, Popayán (Cauca) y  Buenaventura (Valle del Cauca).  Habla de la correlación entre la distancia de procedencia y el tiempo de cocción: Los chontaduros del Putumayo se demoran 3 horas en cocinar, luego del primer hervor, mientras que los de Buenaventura y Popayán solo requieren de hora y media. Señala además sus contactos en Cali, en el parque del avión, desde donde le hacen llegar mensualmente el chontaduro.

Habla de las preparaciones, de mitos y realidades gastronómicas. Por ejemplo dice  que los  chontaduros cocidos en medio de huesos de res, se vean brillantes. Le gusta más cocinarlos solitos. Y advierte, da una alerta: a veces el brillo, cuando se compra el chonta ya cocido por algunas vendedoras de platón, puede proceder de latas de ACPM que se va adhiriendo al chontaduro.

Sabe que la tendencia actual es comérselo con cáscara y expresa su opinión con respecto al hecho de que la gente de la región, por mucho tiempo, ha botado lo que es bueno. Nota ella que los docentes, como Fabio y otros educadores que la visitan, lo piden con cáscara.   Al preguntarle sobre la miel y la sal comenta que no sabe cómo se origina este gusto.  Le llama a  ella la atención que no contentos con sal  y miel, le pidan limón. El último, según las ventas, es un favorito para acompañar la guayaba manzana.  Entre risas dice que ahora sin miel y sin sal no hay venta de chonta.

Con la harina de chontaduro hace  las arepas y las tortas. Son cientos de personas los que la visitan al día. Esta madre de dos hijos y abuela de cuatro nietos ha sacado sus hijos adelante gracias al chontaduro. Mediante su negocio ha construido un sentido de comunidad en el centro de Guadalajara de Buga. Hoy por hoy son varias las vendedoras y vendedores de chontaduro en la ciudad. Ella orgullosamente se refiere a sus hermanas, primas y amigas ubicadas en diferentes esquinas del centro de Guadalajara de Buga. La creciente venta ambulante ahora se moviliza en  carretas y camionetas. Con orgullo cuenta que ella y  sus colegas están posesionadas en sus esquinas y que los hombres que venden en carretas y camionetas van y vienen en busca de chontaduro.

Ella es parte del orgullo gastronómico Afro de la Ciudad Señora. Tiene su página de  Facebook “Buga por siempre” del profe “Chaparro”.