martes, 12 de enero de 2021

 

 

Fulgor y muerte en Guapi

 

Bajo el cielo de enero, en medio de nubes, el sol se aparece con un color radiante. Recuerdo la niñez que brota  con un grupo de muchachos en pantalonetas que vamos de barrio en barrio jugando a los pasados “matachines” o arrojándonos bolas de barro para luego ir, en patota, a tirarnos al rio desde un muelle, si la marea estaba lo suficientemente alta como para arrojarnos de esa altura.

Guapi es un pueblo caucano,  cabecera municipal situada sobre   el río homónimo, a poca distancia de la desembocadura en el océano Pacífico. Ha gozado de gran prestigio desde la Colonia, por ser centro administrativo de la zona, productora de madera, oro y pesca y por  algunos hombres y mujeres destacados. Casi 30.000 habitantes en total, y 18.000 habitantes en el casco urbano, según el cuestionado censo Dane. Un pueblo “que ostenta sus torres altaneras”, según el verso del poeta nativo Guillermo Portocarrero.

Todavía recuerdo las últimas clases que tuvimos como catedrático de la Universidad del Cauca y las salidas de campo en una Semana Santa inolvidable. No es nostalgia. Es rabia, ahora, frente a las noticias que nos llenan de desconcierto. La noticia nos llega, no por agua, como debió ser, sino por las letras electrónicas y luego por un Periódico caleño: Maira Alejandra Orobio Solís, una niña de 11 años ha sido asesinada en Guapi.

Según el reporte, Maira había desaparecido desde el domingo 10 de este enero y fue encontrada al día siguiente, lejos de su casa, torturada, violada, asesinada, en el barrio Santa Mónica, un barrio que se enorgullece de tener un ancianato,  creado por la Prefectura Apostólica. 

 


Guapi. Foto A. Vanín

Me remonto de nuevo muchos años atrás, no a las travesuras de niños, sino al momento en que vi, por primera vez a un hombre asesinado en el pueblo. Como en todo pueblo, la memoria guarda durante años los sucesos, se vuelve historia oral con nuevos antecedentes y consecuencias, con personajes sospechosos que aparecen o desaparecen; pero la comunidad queda marcada, de allí su tendencia a crear nuevos detalles y a configurar historias derivadas. Desde luego, los crímenes siguieron: pero tan esporádicos que uno pensaba que la Violencia que había azotado a Colombia y se renovaba luego bajo otros parámetros y con otros grupos, jamás nos tocaría.

Nos equivocamos. La Violencia del interior del país de los años 50 tenía en su mira el despojo de tierras y la guerra contra las ideas liberales (y también socialistas). La que padecemos ahora tiene un ingrediente feroz: el control de la siempre de coca, la planta medicinal e inocente que se convirtió en un botín de oro como base para la producción de cocaína. Y por supuesto llegó al Pacífico colombiano. Luego de ser desplazada del putumayo, llegó a Tumaco e inundó las sierras del Cauca, del Valle y de Nariño, y la costa ha servido como punto de embarque hacia Centroamérica. En Tumaco no hay en  Cauca, y en la Orinoquia, ante la indolencia (¿o complicidad?) estatal. Sin contar las violencias contra grupos étnicos -indígenas y negros- por sus territorios.

Para comienzos de este siglo, escuchábamos a los niños y jóvenes en Guapi y en otros lugares del Pacífico que canturreaban los “corridos narcos” como una manera de mostrarse atrevidos, valientes y “en la jugada”. Era una señal de que había comenzado a calar hondo la imagen de los nuevos guerreros, los de la coca, en un lugar donde la guerra siempre había sido de oídas, salvo algunas escaramuzas de Los Mil Días.

Se ha truncado otra vida, un infanticidio–femenicidio que nos estremece. Seguramente Maira Alejandra habría podido seguir la ruta de las extraordinarias mujeres jóvenes que hoy hacen sentir su voz como académicas o artistas, como pensadoras, escritoras o lideresas negras que muestran su talento e inteligencia desde las universidades o las páginas de sus libros, incluso desde el exterior, a las que es necesario un día hacerles un homenaje presencial en una de las ciudades o pueblos nuestros del Pacífico, del Caribe y de los pueblos interiores negros, por el encendido vigor que han puesto en las discusiones étnicas, en sus aportes académicos y literarios, jugándose la vida o al menos la integridad, contra viento y machismo.  

 




Río Guapi. Foto A. Vanín

El dolor se acrecienta con la desprotección de un estado de doble moral como muchos de sus grandes dirigentes. La producción y mercadeo de cocaína se combate hasta donde no afecte ciertos intereses de altos personajes de la política y de las finanzas. Por eso el crimen seguirá campante. Los feminicidios se han exacerbado porque el cuerpo femenino seguirá siendo parte del botín de guerra.

No se sabe aún si es el crimen es obra de una sola persona, de un maniático o un grupo de asalto. Lo  cierto es que la conmoción generada en un pueblo como Guapi es  apenas comprensible. Nos llega en oleadas ciegas, porque es el momento incluso en que aparte del desgobierno del país en que estamos sumidos, en parte por la pandemia, en gran parte por la herencia de desgobierno implantado por las castas eternas que nos han gobernado, nuestros municipios sufren desde hace tiempo el saqueo de sus riquezas, la pobreza, el ojo puesto de la mayoría de sus  gobernantes en las arcas de los municipios.

El crimen de Maira se esclarecerá, seguramente. Semejantes atrocidades rara vez quedan sin un rastro que lleve necesariamente al asesino.  Y que esta muerte no sea en vano, en nombre de la niñez del Pacífico y Colombia.  

 

 

Notas en tránsito

Mientras la pandemia del Covid-19 retoma fuerzas, las debilidades e incongruencias del estado y las desigualdades sociales de nuestro país se hacen más notorias.  Debilidades que surgen de una historia de dos siglos de poder que -salvo raros momentos- siguen dominando nuestra patria y se han afincado en ella, con toda la fuerza de la economía y de las armas. Los lúcidos momentos de un país que intentó una reforma agraria y la modernización de un estado, fracasaron ante los poderes  de mentalidad feudal que hoy siguen campantes, con el dominio pleno. Y llaman dictaduras a otros gobiernos suramericanos. La pandemia nos ha desnudada más: mientras la gente se lanza a las calles en busca de comida, un presidente insensible se apoltrona frente a una cámara de televisión y su jefe ordena torpedear las elecciones de Estados Unidos para que el poder colonial continúe. Por fortuna ganó el demócrata, que si bien no cambiará el establecimiento ni decretará el final del poder neocolonial, al menos no engendrará la locura de la destrucción  contra sus propios habitantes, contra los negros, contra las economías extranjeras,  y permitirá diálogos que se truncaron después de Barack Obama.