FECHAS EN TRÁNSITO. Conmemoraciones: La tragedia de Cali y Bogotá 456 años de refundación
La tragedia del 7 de agosto de
1956 en Cali
En: https://www.youtube.com/watch?v=aAVs6O9Qf0Y
Actualizado el 25/11/2010
De la serie "CALI: AYER, HOY Y MAÑANA" de Luis
Ospina. Reportaje filmado por Ramón Carthy sobre la explosión de Cali.
¡Buen cumpleaños, Bogotá!
Por Alfredo
Vanín
El 6
de agosto pasado la capital colombiana cumplió 476 de refundación hispánica, de
acuerdo con los datos de los historiógrafos de la ciudad. Ubicada, como capital
del país colombiano, a contracorriente de la mayoría de las capitales del mundo:
cerca al mar o en su propia orilla, donde surgieron las civilizaciones modernas.
Bogotá
sigue creciendo, es distinta a la Bogotá
de hace treinta años, dicen los que retornan a ella o recuerdan desde sus
orillas urbanas la Bogotá de antes.
Y Es cierto. Bogotá no es la misma. A Bogotá la
cambiaron los inmigrantes de todo el país, y la cambiaron para bien, dice el
escritor bogotano Gonzalo Mallarino en una hermosa crónica. Bogotá ya no es “la ensimismada”, como la llamara Octavio Paz
en alguna entrevista, y se convirtió en una ciudad tropical, tal como le
pertenece, aunque siga lloviendo en ella
desde el siglo XVII, como afirmó García Márquez. Un bogotano lúcido cuenta que
a Bogotá la fundaron donde la fundaron porque empezó a llover y Gonzalo Jiménez
de Quezada ordenó que sus hombres se quedaran en sus carpas. Pero, como
siempre, los españoles no fundaron: refundaron. Los indígenas hace mucho tiempo
tenían sus pueblos y sus aldeas en Colombia y los aventureros llegaron para quedarse con títulos, riqueza y
vasallaje.
La Bogotá que conocemos ha cambiado de traje muchas
veces. El bogotazo le arrancó un pedazo de alma y destruyó el proyecto de
ciudad que traía, para iniciar otro, en el que fuera más visible el poder de
unas élites que se resguardaron para siempre en barrios bien conocidos al menos
por sus nombres. El nuevo proyecto
eliminó el tranvía, jerarquizó la ciudad sin respiro, le dio el aire de ciudad
que tiene ahora y la convirtió en un ombligo de mundo que miraba por encima del
hombro a los provincianos, a los despistados que llegaban de otras tierras
afortunadas en busca de fortuna, en donde existía el frío del páramo y la antigüedad
crónica de los balcones y las calles
empedradas. Y en realidad los provincianos eran ellos.
Bogotá era en los años sesenta el recuerdo de la
muerte de Gaitán, con sus cchacos que decían “ala”, las nuevas hipótesis del
asesinato, las casas que ostentaban todavía alguna ruina del bogotazo, con sus gentlemen que desembarcaban en un avión
de Londres. Era un viaje en tren por una sabana donde la neblina confundía los
horizontes. Era la calle séptima, donde
los fotógrafos se le atravesaban a los provincianos para tomarles la foto del
recuerdo, la que iría después a manos de parientes lejanos y en la que
aparecían al fondo hombres de largos abrigos negros con paraguas negros y
sombreros negros, que todavía pueden verse junto a mujeres de abrigos negros o
de pantalones y suéteres negros para siempre.
Existían para entonces los trolebuses, esos lentos y
pesados vehículos que sin embargo transportaban mejor la gente que los
inabordables articulados de ahora. Las sucesivas administraciones optaron por
sacarlos de circulación, mientras que países europeos los conservan y en América
Latina los vi jugarse su historia en
Guadalajara (México). Y a los infelices tranvías los despacharon al otro mundo
con la muerte de Gaitán y las secuelas de amotinamientos que parecen no haber
concluido, que están prestos a lanzarse a la calle porque las heridas de este
país no se han cerrrado. No por algo alguien decía que seguimos pagando el asesinato de Gaitán.
Ahora Bogotá posee en barahúnda diversas formas de
transporte y ninguna le luce, ninguna le queda, como dirían antes las asesoras
de las reinas de belleza. No existe el metro, que debió construirse por lo menos hace
cincuenta años, siguiendo el ejemplo de las capitales latinoamericanas; no existe el trolebús, ni un sistema de buses
organizado. Es un caos todavía, porque cuando quisieron ponerle orden a los
monopolios, aumentó el caos.
Pero Bogotá está también allá en sitios cerrados, , en
el Observatorio en el que conspiraron los patriotas, en el puñetazo real o
inventado del día del Florero de Llorente, en las prisiones de Nariño, en el verbo de los
cabildantes, en la Conspiración Septembrina y en la amarga muerte de Uribe Uribe. Y más acá: de esa Bogotá que vio destruir el
palacio de Justicia por una retoma desproporcionada ante una locura del M-19,
con sus secuelas de hombres y mujeres asesinados o desaparecidos en “nombre de
la Democracia”, luego de silenciar el poder constitucional del presidente
Belisario Betancurt.
Bogotá es también los museos del Oro, de Santa Clara,
el recién restaurado Teatro Colón, el mundo alucinante de la Plaza de Bolívar,
cuajado de palomas, de llamas peruanas, de protestas, de rumores, de oradores
alucinados que intentan cambiar el país en un minuto, de vendedores de fotos y
de discursos de Gaitán, los
fusilamientos de patriotas; el mítico
espacio del Congreso, que antes era una institución sagrada, cercano a ese espacio de la Presidencia
invisible, con su Batallón Guardia Presidencial y sus funcionarios silenciosos.
Bogotá es también el refugio de poetas y escritores de antes y de ahora, nativos o foráneos: el sucidio de Silva, la inolvidable y pintoresca Gruta Simbólica, Aurelio Arturo, León de Greif y el Café Automático, García Márquez que recibió el coletazo del Bogotazo, Arnoldo Placios que vio quemar su novela Las estrellas son negras, Marcía Mercedes Carranza, los diarios y sus hisotrias, la llamada Atenas Suramericana.
Bogotá es también la ciudad que ha recibido a los
desplazados de toda Colombia en el conflicto armado de las dos últimas décadas.
Por eso en sus calles menudean, a la deriva, indígenas emberas, kancuamos,
amazónicos, y afrocolombianos deportados a sangre y fuego del Pacífico, del
Caribe y del resto de Colombia, en una atrabiliaria tarea de expulsión que
realizan los poderes ilegales y a veces legales, que no dejan otra opción que ir
a desfallecer de hambre y de fatiga a los semáforos de las grandes ciudades.
Por lo mismo, por recibir la avalancha de gente de otras
orillas, sin que parezca lógico, la
ciudad se volvió más racista. En los años sesenta, cuando inicia sus grandes cambios, los prohombres chocoanos recorrían el centro
vestidos con abrigos, sombreros y paraguas y parecían haber echado raíces para siempre. Para entonces todavía las mujeres se tocaban la rodilla cuando aparecía
un hombre o una mujer negra a la vuelta de la esquina, “para la buena suerte”.
Pero en esta ciudad, donde gran parte de sus
habitantes ya no son de Bogotá, hay lideres afros que deben seguir jugándose la
vida para que en las escuelas llamen a los niños por sus nombres y no
simplemente les digan ”negritos”; para que en las calles de Suba o de Soacha no
les cierren las puertas a los inquilinos negros, y peor aún, para que no los
maten impunemente en las escuelas o en las calles por decretar que son
ladrones, o simplemente porque no gustan de los negros. Y esto, cuando las leyes contra la
discriminación son más fuertes, y cuando la políticas públicas de la Nación y
del Distrito trabajan mucho más por la inclusión.
Y la Bogotá que ha cambiado tanto para que en sus
calles circule el cosmos colombiano, se convierte en la cosmopolita que acepta
a regañadientes que la hayan cambiado “para bien”, para que entienda que es la
capital de un país andinocéntrico, que no le pertenece solo a los que hayan
nacido allí o hayan vivido desde hace años, y no sean afros ni indígenas. Que
su mestizaje surge de la misma entraña de un país que tiene tanto de hispánico,
como de indígena y de regiones de África occidental. Salvo que a veces ciertos
exteriores lo ocultan, pero los genes nunca mienten, y las culturas menos.
Bogotá sigue siendo el mayor campo de batalla político
del país. Hasta hace poco, quien
gobernaba el país tenía gobierno en la ciudad. Pero empezaron a llegar “extraños”
a la política tradicional, gente de otros grupos y de otros lugares que se
tomaron la ciudad y el presupuesto, echando por tierra el proyecto de ciudad
cerrada. Y ahora esta postura fue llevada
a su mayor expresión por otro intruso, un exguerrilero forjado como político en
sus grandes debates del congreso, que intentó cambiarlo todo pero se le
atascaron algunos proyectos por la oposición monopolista. Y porque le faltó
negociación. Los presidentes se amañaban con los alcaldes y decidían felices el
rumbo de las inversiones y de los proyectos de ciudad excluyente. Pero este
intruso les arrebató la tranquilidad, con un antecedente: que había dado su
voto por el actual procurador, el mismo que sigue luchando por destituirlo. Es
decir: Gustavo Petro eligió a su propio verdugo.
Los bogotanos
nunca parecen estar de acuerdo con ellos mismos. Viven en la capital de
la República, pero no quisieran que llegara nadie. Eso tendría un gran camino:
corregir el error de los conquistadores y crear una capital frente o cerca al mar,
donde todos los estados avanzados del mundo la dejaron, salvo en Ecuador y
Colombia. O entender que una capital política no es porque sí una capital
cultural, y si lo es que demuestre por qué y asuma su diversidad desde la
esquina del barrio más lejano hasta el súmmum de la aristocracia más decadente,
en una ciudad que son muchas ciudades al mismo tiempo.
Recuerdo en los iniciales años
setenta, años de la televisión en blanco y negro, cuando le preguntaron a un
transeúnte de saco y corbata, de mirada afilada, qué le parecía la Bogotá que se estaba ampliando,
embelleciendo. El hombre respondió con prontitud y agudeza: “Será la ciudad más
bonita del mundo, cuando la terminen”.
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