viernes, 8 de agosto de 2014

FECHAS EN TRÁNSITO.  Conmemoraciones: La tragedia de Cali y Bogotá 456 años de refundación

La tragedia del 7 de agosto de 1956 en Cali
En: https://www.youtube.com/watch?v=aAVs6O9Qf0Y
Actualizado el 25/11/2010
De la serie "CALI: AYER, HOY Y MAÑANA" de Luis Ospina. Reportaje filmado por Ramón Carthy sobre la explosión de Cali.



 ¡Buen cumpleaños, Bogotá!

Por Alfredo Vanín

El 6 de agosto pasado la capital colombiana cumplió 476 de refundación hispánica, de acuerdo con los datos de los historiógrafos de la ciudad. Ubicada, como capital del país colombiano, a contracorriente de la mayoría de las capitales del mundo: cerca al mar o en su propia orilla, donde surgieron las civilizaciones modernas.
Bogotá sigue creciendo,  es distinta a la Bogotá de hace treinta años, dicen los que retornan a ella o recuerdan desde sus orillas urbanas la Bogotá de antes.
Y Es cierto. Bogotá no es la misma. A Bogotá la cambiaron los inmigrantes de todo el país, y la cambiaron para bien, dice el escritor bogotano Gonzalo Mallarino en una hermosa  crónica. Bogotá ya no es  “la ensimismada”, como la llamara Octavio Paz en alguna entrevista, y se convirtió en una ciudad tropical, tal como le pertenece, aunque siga lloviendo  en ella desde el siglo XVII, como afirmó García Márquez. Un bogotano lúcido cuenta que a Bogotá la fundaron donde la fundaron porque empezó a llover y Gonzalo Jiménez de Quezada ordenó que sus hombres se quedaran en sus carpas. Pero, como siempre, los españoles no fundaron: refundaron. Los indígenas hace mucho tiempo tenían sus pueblos y sus aldeas en Colombia y los aventureros llegaron  para quedarse con títulos, riqueza y vasallaje.
La Bogotá que conocemos ha cambiado de traje muchas veces. El bogotazo le arrancó un pedazo de alma y destruyó el proyecto de ciudad que traía, para iniciar otro, en el que fuera más visible el poder de unas élites que se resguardaron para siempre en barrios bien conocidos al menos por sus nombres.  El nuevo proyecto eliminó el tranvía, jerarquizó la ciudad sin respiro, le dio el aire de ciudad que tiene ahora y la convirtió en un ombligo de mundo que miraba por encima del hombro a los provincianos, a los despistados que llegaban de otras tierras afortunadas en busca de fortuna, en donde existía el frío del páramo y la antigüedad  crónica de los balcones y las calles empedradas. Y en realidad los provincianos eran ellos.
Bogotá era en los años sesenta el recuerdo de la muerte de Gaitán, con sus cchacos que decían “ala”, las nuevas hipótesis del asesinato, las casas que ostentaban todavía alguna ruina del bogotazo, con sus gentlemen que desembarcaban en un avión de Londres. Era un viaje en tren por una sabana donde la neblina confundía los horizontes. Era  la calle séptima, donde los fotógrafos se le atravesaban a los provincianos para tomarles la foto del recuerdo, la que iría después a manos de parientes lejanos y en la que aparecían al fondo hombres de largos abrigos negros con paraguas negros y sombreros negros, que todavía pueden verse junto a mujeres de abrigos negros o de pantalones y suéteres negros para siempre.
Existían para entonces los trolebuses, esos lentos y pesados vehículos que sin embargo transportaban mejor la gente que los inabordables articulados de ahora. Las sucesivas administraciones optaron por sacarlos de circulación, mientras que países europeos los conservan y en América Latina  los vi jugarse su historia en Guadalajara (México). Y a los infelices tranvías los despacharon al otro mundo con la muerte de Gaitán y las secuelas de amotinamientos que parecen no haber concluido, que están prestos a lanzarse a la calle porque las heridas de este país no se han cerrrado. No por algo alguien decía que seguimos pagando el  asesinato de Gaitán.
Ahora Bogotá posee en barahúnda diversas formas de transporte y ninguna le luce, ninguna le queda, como dirían antes las asesoras de las reinas de belleza. No existe el  metro, que debió construirse por lo menos hace cincuenta años, siguiendo el ejemplo de las capitales latinoamericanas;  no existe el trolebús, ni un sistema de buses organizado. Es un caos todavía, porque cuando quisieron ponerle orden a los monopolios, aumentó el caos.

Pero Bogotá está también allá en sitios cerrados, , en el Observatorio en el que conspiraron los patriotas, en el puñetazo real o inventado del día del Florero de Llorente, en  las prisiones de Nariño, en el verbo de los cabildantes, en la Conspiración Septembrina y en  la amarga muerte de Uribe Uribe.  Y más acá: de esa Bogotá que vio destruir el palacio de Justicia por una retoma desproporcionada ante una locura del M-19, con sus secuelas de hombres y mujeres asesinados o desaparecidos en “nombre de la Democracia”, luego de silenciar el poder constitucional del presidente Belisario Betancurt.

Bogotá es también los museos del Oro, de Santa Clara, el recién restaurado Teatro Colón, el mundo alucinante de la Plaza de Bolívar, cuajado de palomas, de llamas peruanas, de protestas, de rumores, de oradores alucinados que intentan cambiar el país en un minuto, de vendedores de fotos y de  discursos de Gaitán, los fusilamientos de patriotas;   el mítico espacio del Congreso, que antes era una institución sagrada,  cercano a ese espacio de la Presidencia invisible, con su Batallón Guardia Presidencial y  sus funcionarios silenciosos.
Bogotá es también el refugio de poetas y escritores de antes y de ahora, nativos o foráneos: el sucidio de Silva, la inolvidable y pintoresca Gruta Simbólica, Aurelio Arturo, León de Greif y el Café Automático, García Márquez que recibió el coletazo del Bogotazo, Arnoldo Placios que vio quemar su novela Las estrellas son negras, Marcía Mercedes Carranza, los diarios y sus hisotrias, la llamada Atenas Suramericana.
Bogotá es también la ciudad que ha recibido a los desplazados de toda Colombia en el conflicto armado de las dos últimas décadas. Por eso en sus calles menudean, a la deriva, indígenas emberas, kancuamos, amazónicos, y afrocolombianos deportados a sangre y fuego del Pacífico, del Caribe y del resto de Colombia, en una atrabiliaria tarea de expulsión que realizan  los poderes ilegales y a  veces legales, que no dejan otra opción que ir a desfallecer de hambre y de fatiga a los semáforos de las grandes ciudades.
Por lo mismo, por recibir la avalancha de gente de otras orillas, sin que parezca lógico,  la ciudad se volvió más racista. En los años sesenta, cuando inicia sus  grandes cambios,  los prohombres chocoanos recorrían el centro vestidos con abrigos, sombreros y paraguas y parecían haber echado raíces para siempre.  Para entonces todavía las  mujeres se tocaban la rodilla cuando aparecía un hombre o una mujer negra a la vuelta de la esquina, “para la buena suerte”. Pero en esta ciudad, donde gran parte  de  sus habitantes ya no son de Bogotá, hay lideres afros que deben seguir jugándose la vida para que en las escuelas llamen a los niños por sus nombres y no simplemente les digan ”negritos”; para que en las calles de Suba o de Soacha no les cierren las puertas a los inquilinos negros, y peor aún, para que no los maten impunemente en las escuelas o en las calles por decretar que son ladrones, o simplemente porque no gustan de los negros.  Y esto, cuando las leyes contra la discriminación son más fuertes, y cuando la políticas públicas de la Nación y del Distrito trabajan mucho más por la inclusión.
Y la Bogotá que ha cambiado tanto para que en sus calles circule el cosmos colombiano, se convierte en la cosmopolita que acepta a regañadientes que la hayan cambiado “para bien”, para que entienda que es la capital de un país andinocéntrico, que no le pertenece solo a los que hayan nacido allí o hayan vivido desde hace años, y no sean afros ni indígenas. Que su mestizaje surge de la misma entraña de un país que tiene tanto de hispánico, como de indígena y de regiones de África occidental. Salvo que a veces ciertos exteriores lo ocultan, pero los genes nunca mienten, y las culturas menos.
Bogotá sigue siendo el mayor campo de batalla político del país.  Hasta hace poco, quien gobernaba el país tenía gobierno en la ciudad. Pero empezaron a llegar “extraños” a la política tradicional, gente de otros grupos y de otros lugares que se tomaron la ciudad y el presupuesto, echando por tierra el proyecto de ciudad cerrada. Y ahora esta postura fue  llevada a su mayor expresión por otro intruso, un exguerrilero forjado como político en sus grandes debates del congreso, que intentó cambiarlo todo pero se le atascaron algunos proyectos por la oposición monopolista. Y porque le faltó negociación. Los presidentes se amañaban con los alcaldes y decidían felices el rumbo de las inversiones y de los proyectos de ciudad excluyente. Pero este intruso les arrebató la tranquilidad, con un antecedente: que había dado su voto por el actual procurador, el mismo que sigue luchando por destituirlo. Es decir: Gustavo Petro eligió a su propio verdugo.
Los bogotanos  nunca parecen estar de acuerdo con ellos mismos. Viven en la capital de la República, pero no quisieran que llegara nadie. Eso tendría un gran camino: corregir el error de los conquistadores y crear una capital frente o cerca al mar, donde todos los estados avanzados del mundo la dejaron, salvo en Ecuador y Colombia. O entender que una capital política no es porque sí una capital cultural, y si lo es que demuestre por qué y asuma su diversidad desde la esquina del barrio más lejano hasta el súmmum de la aristocracia más decadente, en una ciudad que son muchas ciudades al mismo tiempo.

         Recuerdo en los iniciales años setenta, años de la televisión en blanco y negro, cuando le preguntaron a un transeúnte de saco y corbata, de mirada afilada,  qué le parecía la Bogotá que se estaba ampliando, embelleciendo. El hombre respondió con prontitud y agudeza: “Será la ciudad más bonita del mundo, cuando la terminen”.


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