sábado, 26 de julio de 2014


Conocimientos inútiles, pero que entretienen



Ciertos apuntes pasan inadvertidos, pero algunos eruditos o acuciosos lectores nos devuelven la frescura de algunos hechos en apariencia inverosímiles.

Enviados por nuestro colaborador, el profesor  Crístian Cárdenas Berrío, uno de los lectores más incisivos que he conocido, desde Buga (Valle del Cauca-Colombia).

 * No ha existido ningún rey Arturo en la historia inglesa.

*Hasta el emperador Teodosio no se consideraron los edificios como objetos dignos de alguna protección.
 *Sarik Junasa, conocido como an-Numayri, entró en el Paraíso según la tradición islámica y volvió de él como una hoja (Yáhiz, Hay, 1, 301). Es el sueño de Coleridge contado por Borges.
 * Stanislav Grof estableció una tipología de seres según el momento del nacimiento.
 * El personaje de Corto viaje sentimental de Italo Svevo, Aghios, se propone no sólo ordenar sus bolsillos, sino también guardar en ellos un registro que contenga el croquis de los bolsillos, junto a la relación de objetos contenidos en ellos.
 *
Claude Adrien Helvétius sostenía en De l'Esprit (1758) sus tesis sobre el genio, según las cuales cualquiera de sus criados podía haber escrito su libro.
 *
Pierre Reverdy imagina en uno de sus poemas un personaje que vaga desolado por el campo. En un llano, ve una puerta, una puerta exenta, colocada sobre la hierba que se levanta sola, sin muros ni arquitectura. Abre la puerta, entra por ella, y la cierra tras de sí, sintiéndose más seguro.
 *André Breton y Benjamin Pèret no permitían que ninguna mujer los viera desnudos si no era en estado de excitación.
 * Simónides de Ceos, quien dijo que "es infinita la estirpe de los necios", no tuvo reparo alguno en poner su pluma al servicio de los intereses más diversos: a veces Atenas, otras Esparta, alguna vez para el pisistrátida Hiparlo, otra en favor de los príncipes sicilianos, y también por encargo de los aristócratas de Tesalia.
 *Heissenbüttel describió una habitación sin puertas ni ventanas.
* Alejandro Dumas (padre) levantó una torre en la que cada una de las piedras llevaba grabado el título de cada uno de sus libros.


 * Uno de los personajes de Generation A, de Douglas Coupland, inventa un sitio web con tonos de llamada de móvil consistentes en el silencio de las habitaciones de famosos.
* Sindéresis equivale para Gracián a ciencia de pensar y de vivir. Para Baroja es sinónimo de conciencia, sabiduría, discernimiento, juicio.
* Los soldados griegos, en sus campañas por latitudes nevadas, se ponían vendas negras ante los ojos para protegerse de la blancura de la nieve.
* Según Plinio el Viejo, el egipcio Mesfres ordenó levantar un obelisco en la ciudad del Sol (Heliópolis para los griegos), obedeciendo una orden recibida en un sueño
  
* Al filósofo Berkeley le bastaba darse la vuelta para negar la existencia de un árbol en el New College de Oxford. Bloom, en el Ulysses, origina un eclipse de sol con su dedo pulgar.
 * El capitán Hatteras, de Verne, caminaba siempre hacia el norte.
 * Cuando José Hierro trabajaba triturando caucho en una fábrica pasaba las horas pensando  poemas; principalmente sonetos, porque le resultaban más fáciles de recordar. 
 * Roger Callois decía que cualquier concepto o sentimiento podría expresarse en una palabra de menos de cuatro sílabas.
 *  Un papiro egipcio, que anunciaba "el conocimiento de todos los secretos del cielo y de la tierra", sólo exponía, al ser descifrado, las ecuaciones de primer grado.


 * Ríos que aparecen y desaparecen: el Guadiana en España, el Aretusa en Sicilia y el Mole en Inglaterra.
* "De cómo es posible por medio de un aparato permanecer algún tiempo debajo del agua; por qué me niego a describir mi procedimiento para permanecer bajo el agua por todo el tiempo durante el cual me es posible prescindir de alimentarme. No lo publico y no quiero explicarlo, temiendo el carácter malvado de los hombres, que aplicarían este dispositivo con fines de destrucción, empleándolo para despedazar desde el fondo del mar el casco de los buques y hundirlos junto con sus tripulaciones"; Leonardo da Vinci, Frammenti.
Según Herodoto, Histaiaeo, quien quería alentar a Aristágoras de Mileto para que se rebelara contra el rey de Persia, hizo transmitir sus instrucciones de una forma segura: afeitó la cabeza de su mensajero, escribió el mensaje en su cuero cabelludo y luego esperó a que le volviera a crecer el pelo para que pudiera llegar sin ser detenido ni causar sospechas a su destino.

Del otro lado, lo inverosímil sigue prevaleciendo en Colombia y en el mundo: el dogma tiene la palabra. Una columna del novelista colombiano Juan Gabriel Vásquez.


La Iglesia y el dolor

La iglesia católica, por boca de monseñor Juan Vicente Córdoba, se acaba de oponer al proyecto de ley que busca legalizar la marihuana con fines terapéuticos.
Por: Juan Gabriel Vásquez

La noticia —que no es noticia: es decir, no tiene nada de novedoso— dice que “a juicio del clérigo, este alucinógeno tampoco es bueno con fines medicinales para poder aliviar los dolores de muchos enfermos”. Y añade monseñor Córdoba: “No podemos combatir a la droga con la misma droga”.

Como digo: nada de esto es nuevo. De nada serviría, por lo tanto, decirle a monseñor que su juicio como clérigo no tiene tanto crédito como el juicio de la ciencia. De nada serviría decirle que el proyecto de ley de Juan Manuel Galán no quiere que se combata la droga con la droga: quiere que se combata el dolor con la droga. De nada serviría decirle que justamente esto, combatir el dolor, ha sido una de las motivaciones principales de los mejores progresos que ha hecho la ciencia médica en la historia de la humanidad; y que esos progresos se han conseguido siempre en contra de lo que ha querido la Iglesia, no sólo por la vieja antipatía que la religión ha tenido hacia la ciencia, sino por razones más profundas que están y siempre han estado en la raíz del cristianismo. Cuando Galán dice que su proyecto de ley es humanitario, se refiere a eso: se trata de reducir el dolor de los enfermos (de cáncer, de sida). En una entrevista reciente, Galán cita el caso de un conocido cuyos últimos días de dolor y sufrimiento fueron menos graves gracias a unas gotas de cannabis; yo mismo asistí a los últimos días de la madre de una buena amiga, que sólo podía encontrar un poco de apetito (y paliar su sufrimiento físico) gracias a la marihuana legal que se podía conseguir en Barcelona.

Pero es ocioso invocar estos argumentos frente a las razones de la Iglesia católica. Para la Iglesia, el dolor ha sido siempre un curioso aliado: o bien como sinónimo de virtud o bien como expresión física de males espirituales. Pío V ordenaba a los médicos que contaran siempre con un “médico del alma”, pues “la enfermedad del cuerpo surge con frecuencia del pecado”. Me dirán ustedes: bueno, pero eso fue hace más de 300 años. Y yo recordaré entonces la carta apostólica Salvifici doloris, en la cual Juan Pablo I —que a muchos les sigue pareciendo el más moderno de los papas— decía sin rubor alguno que el sufrimiento es bueno porque hace posible la caridad: cuando alguien sufre, nos obliga a actos de amor; si el sufrimiento desapareciera, el acto de amor desaparecería y el mundo sería más pobre. Dice también que el sufrimiento es bueno porque nos recuerda que no somos dioses. De hecho, el sufrimiento es la manera que tiene Dios de recordarnos que somos débiles: “En Cristo, Dios ha confirmado su deseo de actuar especialmente a través del sufrimiento, el cual es debilidad humana”, escribe Juan Pablo I. En su carta, el sufrimiento es una vocación: “Toma parte a través de tu sufrimiento en esta obra de salvar el mundo”, nos exhorta el papa (o Cristo a través del papa).

A los congresistas les pediré, cuando consideren la propuesta de Juan Manuel Galán y la oposición de la Iglesia, que piensen en esto: en esta lógica retorcida e inhumana que hace del dolor algo deseable. Ya tendríamos que dejar esos días atrás.

http://www.elespectador.com/opinion/iglesia-y-el-dolor-columna-506543


martes, 22 de julio de 2014

PALABRAS EN TRÁNSITO
NOTICIAS DE COLOMBIA Y DEL PLANETA TIERRA
Un homenaje internacional al investigador, escritor y activista por los derechos de los afroamericanos Manuel Zapata Olivella. Noticia enviada por el profesor William Mina. Ver el link



Un canto en medio de la incertidumbre: América, de Tracy Chapman

Homenaje de Pablo Milanés a Nelson Mandela, el líder surafricano que el 18 de julio pasado habría cumplido 96 años. https://mail.google.com/mail/u/0/#inbox/1474a1743998eddf?projector=1





Una película sobre Mandela:

Y por último, una campaña contra el genocidio en Palestina, en el que ya van más de 500 muertos palestinos y miles de refugiados

Tras el estallido de la última ola de violencia en Israel y Palestina y la muerte de más niños y niñas, no basta con pedir otro alto al fuego. Llegó el momento de emprender contundentes acciones no violentas que pongan fin a esta pesadilla que dura décadas.

Nuestros gobiernos han fracasado. Mientras hablaban de paz y aprobaban resoluciones de la ONU, han seguido comerciando, invirtiendo y contribuyendo a perpetuar la violencia junto a numerosas empresas.

Solo hay una manera de frenar este ciclo infernal de colonización israelí sobre tierras palestinas, acabar con el castigo colectivo a familias palestinas inocentes y poner fin al lanzamiento de proyectiles de Hamás y al bombardeo sobre Gaza: hacer que el coste económico de este conflicto sea tan alto que resulte insostenible. 

Sabemos que funciona. Cuando los países de la UE acordaron unas directrices para no financiar los asentamientos ilegales, el gobierno israelí tembló. Y, cuando los ciudadanos persuadieron con éxito al fondo de pensiones holandés PGGM para que se retirara de Israel, hubo una auténtica tormenta política. 


Puede que no parezca una forma directa de terminar con las actuales matanzas, pero la historia nos dice que incrementar el costo económico de la opresión puede forjar el camino hacia la paz. Firma para exigir a 6 bancos, fondos de pensiones y empresas clave que retiren sus inversiones de la ocupación israelí de Palestina. Si todos actuamos ahora de forma estratégica y calentamos la presión pública, podemos conseguir que la economía israelí sufra un duro revés y darle así la vuelta al juego que permite que los extremistas sigan sacando provecho político.


En las últimas semanas, 3 jóvenes israelíes han sido asesinados en Cisjordania, un niño palestino ha sido quemado vivo, un adolescente estadounidense ha sido brutalmente golpeado por la policía de Israel y ya van más de 40 niños y niñas muertos en los ataques aéreos israelíes sobre Gaza. Esto no es el “Conflicto del Medio Oriente”, esto se está convirtiendo en una guerra contra los niños. Y nosotros estamos contemplando indiferentes esta vergüenza que sonroja al planeta.

Los medios nos hacen creer que este es un conflicto sin solución entre dos partes iguales, pero no es así. Los ataques de extremistas palestinos contra civiles inocentes deben ser condenados y eliminados, pero la raíz del conflicto está en otro lado -- en la expoliación sufrida por el pueblo palestino. Israel ocupa, coloniza, bombardea, ataca y controla el agua, el comercio y las fronteras de una nación legalmente libre que ha sido reconocida por Naciones Unidas. En Gaza, Israel ha creado la cárcel al aire libre más grande del mundo, y luego ha establecido un brutal bloqueo sobre ella. Mientras las bombas caen, las familias literalmente no tienen adónde escapar.

Estos son crímenes de guerra que no se aceptarían en ninguna otra parte del mundo. ¿Por qué en Palestina sí? Hace medio siglo, Israel y sus vecinos árabes estuvieron en guerra e Israel ocupó Gaza y Cisjordania. Ocupar territorio después de una guerra es habitual, peroninguna ocupación militar debería convertirse en una tiranía de décadas que solamente alimenta y beneficia a los extremistas que utilizan el terror contra la gente inocente. ¿Al final quiénes sufren? La mayor parte de las familias que, a ambos lados del muro y lejos de albergar ese odio, solo desean paz y libertad.

Para muchas personas, especialmente en Europa y Estados Unidos, pedirle a las empresas que retiren los fondos que promueven la ocupación israelí en Palestina podría sonar tendencioso, pero no lo es. Esta es la estrategia más potente para terminar con la violencia sistematizada y para lograr la seguridad de Israel y la libertad de Palestina. El poder y la riqueza de Israel aplasta a Palestina y, si continúa negándose a terminar con la ocupación ilegal, el mundo debe actuar para que el coste sea inasumible.

El fondo de pensiones holandés ABP invierte en los bancos israelíes que apoyan la colonización de Palestina. Bancos enormes como Barclays invierten en proveedores de armas para Israel y otros negocios relacionados con la ocupación. El gigante de los ordenadores Hewlett-Packard provee sofisticados sistemas de vigilancia para controlar los movimientos de los palestinos. Y Caterpillar proporciona las excavadoras que se usan para destruir las casas y campos de los palestinos.

Si lanzamos el llamamiento más grande en la historia exigiéndole a estas compañías que retiren sus inversiones que financian la guerra, demostraremos que el mundo no está dispuesto a convertirse en cómplice de esta matanza. Tanto los palestinos como israelíes progresistas están pidiendo al mundo que apoye esta estrategia. Sumémonos para que lo consigan.

Nuestra comunidad ha trabajado para construir paz y esperanza y lograr el cambio en muchos de los conflictos más complicados del planeta, y muchas veces esto implica tomar posiciones difíciles para trabajar en las raíces del conflicto. Durante años, nuestra comunidad ha buscado una solución política a esta pesadilla pero, con esta nueva ola de horror cubriendo Gaza, ha llegado el momento de recurrir a las sanciones y al retiro de inversiones para ayudar a que esta espiral de violencia entre palestinos e israelíes termine de una vez por todas.

de Avaaz.org




PALABRA POÉTICA EN TRÁNSITO
Nidaa Khoury 

Muerte es ondulación

La muerte viene a mí
Me saluda con besos
Nunca suficientes
Me besa hasta la muerte
Planta mil besos en mi cuerpo
En mi cintura y mi pecho
En mi espalda planta sus semillas
Mi enajenada amante
Con ella, bebo la calle de besos
A escondidas de las miradas de la gente
Atrás de las bombas de gas lacrimógeno
La muerte arriba a puerto de nuevo flirteando entre olas
La muerte es el cereal que yo muelo
En mi tormento
Y me encamino al horno de la revolución
Y a los arcos de la prisión

Una estación

Parada en la estación
Cazando mi hambre
Mis manos son bosques sin trigo
Sin pedazo de pan

Mis muslos son palmeras devoradas por fechas de Diáspora
Mi pecho está lleno de peces hambrientos
Y un campo de miseria es mi frente
Ellos me cazan…
Ni bosque, ni desierto, ni mar, ni campo
Esta es mi nueva patria para los tiempos nuevos.

(Tomado de la página web del Festival de Poesía de Medellín.
Traducción del inglés de Rafael Patiño)





Nació en la Alta Galilea, en la provincia de Fassouta, Palestina, en 1959. Ha publicado siete libros de poesía en lengua árabe, los cuales han sido traducidos a diferentes lenguas extranjeras. Obtuvo un grado en Filosofía. The Barefoot River (El río descalzo), 1990, fue publicado en árabe y hebreo. The Bitter Crown (La amarga corona) 1997, fue censurado por los jordanos y reeditado como Rings of Salt(Anillos de sal), en 1998. Su poesía ha sido ampliamente difundida en la prensa árabe. Ha participado en diversos encuentros internacionales, entre ellos en la Conferencia de Poetas Árabes, realizada en Ámsterdam y en la Conferencia de Derechos Humanos y Solidaridad con el Tercer Mundo, en París. Enseña Escritura Creativa en el pueblo de Tarkisha y trabaja para la Asociación de los Cuarenta, una organización por los derechos humanos y la total aceptación de las no reconocidas provincias árabes en Israel. Entre sus últimas actividades políticas se encuentran la formación de la Organización Path to Peace. Es miembro de la Unión General de Autores Árabes en Israel y de la Unión General de Autores de Israel. Es activa en el mantenimiento del Teatro Palestino Mfateeh, en Israel, y trabaja dentro del sistema escolar para mejorar los logros de las escuelas árabes. Otras de sus obras poéticas: The Prettiest of Gods Cry (El más bello de los dioses llora), 2000, The Arabic Civilization Center, Egipto; The Culture of Wine (La cultura del vino), 1993, Al Nahda, Nazareth; The belt of Wind (El cinturón del viento), 1990; Braid of Thunder (Trenza del trueno), 1989 y Declaring My Silence (Declarando mi silencio), 1987.

viernes, 18 de julio de 2014

LA CÁTEDRA DE ESTUDIOS AFROCOLOMBIANOS (CEA)

Manuel Zapata Olivella sigue siendo una voz que orienta  y exige el reconocimiento afrocolombiano


No existe un país de América donde los pueblos de la diáspora africana no tenga presencia o huella cultural, incluso en toda América. En Colombia, el mapa de la diáspora interna cubre el país. Sin embargo, una ideología racista inculcó profundamente -desde las escuelas, principalmente- la idea de que Colombia sólo tenía negros en sus zonas periféricas, sin incidencia en su cultura nacional. Hoy este concepto esta rebatido, pero persiste un racismo -consciente e inconsciente, estructural o espontáneo- que sigue considerando que los aportes afros no son visibles o carecen de importancia. 
Un artículo de Elizabeth Castillo sobre la obligatoriedad de la Cátedra de Estudios Africanos en todos los planteles educativos de Colombia, algo que ya empezó en Cali, al menos con una Sentencia.

La voz precursora de Zapata Olivella y la Cátedra de Estudios Afrocolombianos

Elizabeth Castillo Guzmán 
Universidad del Cauca

Apenas hace dos semanas un tribunal de Cali emitió una sentencia que obliga a todos sus establecimientos educativos a implementar la Cátedra de Estudios Afrocolombianos (CEA). Esto ya se había regulado en 1998, cuando el propio Ministerio de Educación Nacional en atención a lo establecido en la Ley 70 de 1993 junto con la Comisión Pedagógica Colombiana promulgó el decreto 1122, con el cual se determina que todos los establecimientos educativos que integran el sistema nacional deben impartir la enseñanza de la historia y la cultura afrocolombiana, negra, raizal y palenquera. Sin embargo, la norma quedó supeditada a la buena voluntad de rectores, mandatarios locales y docentes. 

Muchas de las investigaciones realizadas en Cali, Bogotá y Medellín sobre este proceso de implementación de la CEA, han mostrado que una de las razones más frecuentes para explicar porqué no se promueve esta propuesta curricular, reside en la falsa idea de que se trata de un asunto "exclusivamente" responsabilidad de los docentes y las docentes afro, o de los planteles donde hay una presencia significativa de estudiantes afrocolombianos, negros, raizales y/o palenqueros. En esto el Ministerio tiene una enorme responsabilidad, pues hasta la fecha ninguna institución ha sido sancionada por no cumplir con el decreto 1122, mientras que en otros temas como el de las competencias ciudadanas, existe presión efectiva sobre directivos y docentes para llevar a cada aula las determinaciones oficiales. En materia educativa en Colombia es más grave obtener bajos puntajes en las pruebas Pisa, que presenciar actos de racismo escolar cotidianamente a manos de niños, niñas, adolescentes y jóvenes.  
María Isabel Mena y el colectivo Red Eleguá en Bogotá, han mostrado que el problema no solamente es del orden normativo, pues reside en la base del fenómeno la prolongación de un racismo que resiste la llegada de la Cátedra de Estudios Afrocolombianos al campo de los saberes escolares.
En Cali se han realizado unos cinco diplomados durante la vigencia desde el 2008 de los concursos docentes para etnoeducadores afrocolombianos. Esto quiere decir que existe una comunidad  "ilustrada" al respecto, y que siendo esta la segunda ciudad en América Latina con población afrodescendiente, debería ser la cuna de los procesos etnoeducativos y de CEA. 
En Puerto Tejada varias instituciones educativas como San pedro Claver, La Milagrosa y el Sagrado Corazón de Jesús entre otras, desarrollan proyectos de CEA desde hace una década. A pesar de que normativamente en estas localidades rige el principio de la etnoeducación (decreto 804)    -pues se trata de entidades territoriales mayoritariamente étnicas- los docentes y las directivas han considerado que la ruta pedagógica más acertada para enfrentar la tarea de fortalecer el autorreconocimiento y mejorar los problemas endorraciales, son los que resultan de implementar la CEA en el aula.     
En Antioquia se ha promovido un importante trabajo de CEA, que bajo la denominación de etnoeducación ha logrado  sensibilizar a comunidades educativas sobre la urgencia de incorporar en la enseñanza de la historia, la literatura y las ciencias sociales, la perspectiva afrocolombiana.
En Medellín y Bogotá las docentes y los colectivos pedagógicos  afrocolombianos han logrado que los propios sindicatos de maestros y las secretarías de educación se involucren en la realización de seminarios y talleres de CEA.
En Cartagena los equipos del Instituto Zapata Olivella y de la Secretaría de Educación vienen en una importante trabajo de lucha contra el racismo e impulso a la etnoeducación y la Cátedra de Estudios Afrocolombianos.  
En ciudades menos nombradas como Armenia, Cucúta, Bucaramanga, Barranquilla e incluso Tunja y Pasto, se camina hacia la sensibilización de los docentes mestizos respecto de la importancia de implementar la CEA en sus instituciones educativas. Incluso se reporta una experiencia en curso, en un centro de educación indígena del norte del Cauca, donde un etnoeducador mestizo propuso poner en marcha la CEA al lado de la enseñanza del idioma nasa yuwe y los planes de vida.   

Son muchas las rutas emergentes, muchos los trazos que se han perfilado en estos años. Por esta razón  no es aconsejable pretender homogenizar   -como lo hace el Ministerio de Educación- los modos de encarar la tarea pedagógica, curricular  y política de educar sin racismo y formar para el pleno ejercicio de los derechos y la dignificación afrodescendiente. Cada vez es más claro que la CEA en un país como el nuestro se expresa en una amplia, compleja y dispersa diversidad de enfoques y abordajes pedagógicos. Lo verdaderamente importante es que con hechos como  la Sentencia 109 de 2014, se produce un estímulo para seguir en la empresa de erradicar el racismo que resulta de la invisibilidad y/o la reductibilidad esterotipada de lo afrocolombiano y la afrocolombianidad en el sistema escolar. 
Quiero dejar un pequeño aporte,  a manera de "memoria viva" para recordar que fue Manuel Zapata Olivella quien en 1977 planteó por primera vez en este continente, la necesidad de incluir los estudios de las culturas negras en los currículos de nuestros países. A casi cuarenta años del evento de Cali en el cual él hizo esta propuesta, todavía queda mucho por hacer. Por esta razón debemos reconocer y destacar  a quienes desde su trabajo pedagógico y organizativo del día a días en aulas y escuelas urbanas, cimentaron el camino que hoy se ha recorrido, y que hizo posible entre otras cosas, esta nueva sentencia.

La impostergable inclusión del estudio de la cultura negra en los pénsumes educativos…
(Tomado de La letra con Raza entra, Castillo E. Revista Pedagogía y Saberes No 34, 2011, Bogotá, UPN)

La preocupación por la educación hace parte sustantiva del telón de fondo que acompañó los debates y las luchas políticas de líderes y organizaciones negras y/o afrocolombianas a lo largo del siglo XX. Como lo señalan Castillo y Caicedo (2010), el racismo y la segregación racial son elementos constitutivos de las “primeras intervenciones públicas de las poblaciones negras en relación con la educación”, pues en regiones como el Chocó, hasta mediados de los años treinta, operaban prácticas de segregación racial. A pesar de las adversidades y la escasa oferta escolar para las zonas rurales del Pacifico, la educación sería vista, con el paso del tiempo, como el camino más eficaz para superar los problemas de pobreza y marginalidad; es decir, como un medio de ascenso social (Villa, 2001). Hacia mediados de esta década hizo presencia en la arena política nacional una generación de políticos negros, de filiación liberal y provenientes en su gran mayoría del Pacifico, quienes tendrían un papel central en la expansión de la escuela en sus regiones, así como en la destinación de apoyos parlamentarios para los estudios universitarios de muchos jóvenes oriundos de estas poblaciones. Fundamentalmente, la figura de Diego Luis Córdoba encarna una postura emblemática respecto de la educación de los chocoanos.

Para la década de los años cincuenta, Colombia experimenta una importante etapa de modernización económica, con lo cual tiene lugar un proceso de expansión educativa a lo largo y ancho del país. Una minoría de la población negra se escolarizó durante estas primeras décadas[1]; este evento derivó en el surgimiento de intelectuales, políticos, maestros, poetas y escritores, cuyas trayectorias se convertirán, con el paso del siglo, en referencia obligada en la literatura, la antropología y la historia colombiana[2]. Esta generación letrada de gente negra representa el antecedente más relevante respecto del episodio de los textos escolares afrocolombianos, al cual se hará referencia más adelante y que, sin lugar a dudas, dejó sentadas las bases de una escritura afirmada en la condición racial como icono de afirmación y dignificación.

Para mediados de los años setenta vendría un hito fundamental en la historia de los procesos organizativos de las poblaciones negras en Colombia: la realización del Primer Congreso de la Cultura Negra de las Américas, celebrado en Cali en 1977. El encuentro contó con la participación de destacadas figuras de África, América y Europa y su apertura estuvo a cargo de Manuel Zapata Olivella, quien planteará en su discurso inaugural: “en nuestras escuelas y colegios no se enseña la historia del África; la participación creadora del negro en la vida política, económica, cultural, religiosa y artística se soslaya, minimizándola” (1988, p. 19). De manera consecuente, señaló la necesidad de oficializar los estudios de la cultura negra en los siguientes términos: “La delegación colombiana presentará una proposición para que oficialmente se incorpore la enseñanza de la Historia de África en la escuela primaria y secundaria, a la par de que se exija por parte de los profesores un mayor análisis del significado de la presencia negra en nuestra comunidad a través del proceso histórico desde su arribo e integración en la vida económica, social y cultural” (Zapata Olivella 1988, p. 19-21).

Como lo ha referido Garcés (2008), durante las décadas de los años 70 y 80 del siglo XX, este movimiento de las negritudes se expande por las regiones y plantea “un nuevo discurso y una crítica severa al sistema educativo”. En 1986, Sancy Mosquera, director del Centro de Estudios Franz Fanón, propuso, en el marco del Seminario Internacional La participación del negro en la formación de las sociedades latinoamericanas, celebrado en 1986, “el replanteamiento del sistema educativo, incluyendo la historia, el aporte y la presencia del negro en la formación de la vida nacional”. De este modo, se retoma la vieja solicitud de cursos referidos a la historia del negro en Colombia como alternativa concreta a su invisibilidad histórica. Posteriormente, el Movimiento Cimarrón, en cabeza de Juan de Dios Mosquera, va a plantear en 1987 una aguda crítica al sistema educativo colombiano y su impacto en los procesos de inferiorización psicológica del negro.

El modelo educativo que existe en las comunidades negras es productor de maestros y es reproductor de la ideología dominante. No es un modelo que nos permita habilitarnos para explotar racionalmente nuestros recursos y desarrollar nuestra identidad, y en este campo de la identidad la educación es reproductora de prejuicios raciales, es reproductora de una sicología social que inferioriza y subvalora a las comunidades negras al no reconocerlas como sujetos protagonistas de la historia y de la construcción nacional de estas naciones, sino solamente objetivizarlas como esclavas; ahí empieza y termina la historia de nuestras comunidades. Nosotros, dentro del campo de la educación, estamos reivindicando una nueva historia, estamos reivindicando una nueva concepción geográfica y geopolítica de lo que es la comunidad negra nacional (Mosquera 1987, p. 17).

En un pronunciamiento hecho en 1988, el Movimiento Nacional Cimarrón reclama para las comunidades negras de Colombia: “El derecho a ejercer y asumir la Identidad Étnica, la Cultura y la Historia Afrocolombiana, en los programas educativos y mediante la fundación y sostenimiento de museos de cultura afrocolombiana, casas de la cultura afrocolombiana, grupos folclóricos y festivales regionales y nacionales de cultura afrocolombiana […] El derecho a programas de estudios afrocolombianos en las instituciones educativas de las comunidades y en las universidades de la Nación” (Movimiento Nacional Cimarrón 1988, p. 45).
Estos trazos superficiales esbozados a manera de semblanza histórica, son esenciales para comprender las insistencias de intelectuales y organizaciones negras y/o afrocolombianas en la segunda mitad del siglo XX, respecto de lo que Manuel Zapata Olivella denominó, en 1977, “la impostergable inclusión del estudio de la cultura negra en los pénsumes educativos en aquellos países donde la etnia nacional tenga el aporte africano como una de sus tres más importantes raíces” (Zapata Olivella 1988, p. 20).

Estas demandas educativas recobran voz propia en la década de años noventa, cuando, como consecuencia de la reforma constitucional de 1991, se promovieron dos grandes propuestas, la competente a la etnoeducación afrocolombiana como una política cultural de las comunidades negras, raizales y palenqueras –orientada fundamentalmente a fortalecer sus procesos identitarios, culturales y comunitarios– y la de implementación de la Cátedra de Estudios Afrocolombianos (CEA), como un mecanismo para erradicar el racismo y la invisibilidad producidos en el sistema educativo nacional[3]. Se trata, entonces, de un trayecto a lo largo de tres décadas en el cual se pueden reconocer los bordes de un pensamiento educativo negro y/o afrocolombiano que hizo parte de la reforma educativa de finales del siglo XX en Colombia, y cuyos efectos de orden político, institucional, cultural, pedagógico y organizativo constituyen un vasto campo de procesos que incluyen desde la formación de etnoeducadores hasta las demandas contemporáneas por una educación propia y, por tanto, no pueden leerse como hechos puntuales.



[1]Se hace necesario recalcar que en este momento de la historia colombiana los manuales escolares de ciencias sociales fungieron como insumo de una identidad nacional fundamentada en la supuesta supremacía racial (blanco-europea) y la “inferioridad del indio y el negro” Herrera (2001), así que estos proceso de escolarización tuvieron lugar bajo este paradigma.
[2]Solo algunos nombres: Diego Luis Córdoba (1907-1964); Rogerio Velásquez (1908-1965); Jorge Artel (1909-1994); Miguel A. Caicedo (1919-1995);Natanael Díaz (1919-1964); Manuel Zapata Olivella (1920-2004); Arnoldo Palacios (1924);; Hugo Salazar Valdés (1926-1977); Delia Zapata Olivella (1926-2000) y Helcías Martán Góngora (1920-1984).

[3]Esta normativa, derivada de la reglamentación de la Ley 70 o de Comunidades Negras de 1993, establece el carácter obligatorio de la CEA en todos los establecimientos educativos de la educación básica y media en Colombia y determina que su ámbito de aplicación opera en el grupo de “áreas obligatorias y fundamentales establecidas en el artículo 23º de la Ley 115 de 1994, correspondiente a Ciencias sociales, historia, geografía, constitución política y democracia” (Decreto 1122, Artículo 2º). Igualmente en 2001, el Ministerio de Educación Nacional publica un documento de lineamientos curriculares para la CEA, el cual es resultado del trabajo de un equipo de líderes afrocolombianos, quienes diseñan una propuesta conceptual y pedagógica para este nuevo campo del saber escolar (Ministerio de Educación Nacional, Decreto 1122 de 1998. Serie Lineamientos Curriculares. Cátedra de Estudios Afrocolombianos).

domingo, 13 de julio de 2014

Billie Holiday


El 17 de julio la cantante Billie Holiday cumplirá 55 años de haber muerto. Nacida en Filadelfia el 7 de abril de 1915, moriría en Nueva York en 1959. Es considerada una de las mayores voces femeninas del jazz. A la par de su talento, creció también su tragedia cotidiana. ¿Quién no recuerda, entre otras piezas famosas, la canción Extraños frutos, en la que se denunciaban los crímenes del KKK? Nuestro homenaje a ella con  un artículo de la gran escritora estadounidense Elizabeth Hardwic, publicado originalmente en 1996, rastreado por el amigo y colaborador Jair Perea Pinilla. La atmósfera jazzística de entonces es evocada por una prosa extraordinaria.


Billie Holiday
Por Elizabeth Hardwick

Este texto fue publicado originalmente el 4 de marzo de 1976.
© The New York Review of Books, 1976 y 2013

Los inenarrables vicios de La Meca son un escándalo para todo el islam y una fuente constante de sorpresas para los peregrinos piadosos”. Como una peregrina en La Meca vivía yo en el Hotel Schuyler, en la calle 45 oeste de Manhattan, junto a un joven homosexual de Kentucky con mejillas sonrosadas. Nos conocíamos de toda la vida. Nuestra amistad era tan violenta, obsesiva, crítica, envidiosa y cruel como la de cualquier pareja. A menudo me despertaba en medio de la noche, rabiosa ante cualquier pequeño delito que él hubiera perpetrado durante el día. Su coercitiva limpieza me irritaba en ocasiones, como si sus costumbres no fueran su derecho sino un veneno peligroso para la vida, como el lento escape de una estufa de hotel. Sus ropas estaban listas en la cama para el día siguiente; y lo peor era su inquebrantable necesidad de limpiarse los dientes inmediatamente después de cenar. Esto significaba que no podía aceptar ninguna invitación fortuita, ninguna propuesta amorosa que apareciese sin anuncio previo, sin experimentar una concentrada desazón. Estas santas costumbres arruinaban su vida sexual, aunque, como un reloj, se le viera cada sábado por la noche en ciertos bares gays, bebiendo su ración de cerveza.

Mi amigo había desarrollado, allá en Kentucky, una pasión por el jazz. Ese estudio se apoderó de su vida, y él lo adaptó a la metódica, intensa, dogmática ansiedad de su naturaleza. Aprendí de él esa pasión. Es una enseñanza curiosa que se graba en tu carne dejando una cicatriz, un deseo nunca satisfecho, una herida en los sentimientos, con la que es difícil vivir. Puede ser perturbador escuchar jazz cuando uno está preocupado, solo, con la persona “equivocada”. Pueden pasar cosas en tu vida que te hagan rendir completamente. Sin embargo, bajo su control, puede decirse que es más fácil que te suicides escuchando “Them There Eyes” que el opus 132. ¿Por qué será? … the sea itself, or is it youth alone? (“¿el mar mismo, o la juventud solitaria?”).
Vivíamos en el centro de Manhattan, creyendo que la ubicación del hotel era una extraordinaria bendición. Vivir en una jungla ensombrecida en medio de las cosas: ¿cerca de qué? A una distancia paseable de todos aquellos lugares a los que nunca íbamos paseando. Pero era historia, ¿no? El enconado anochecer que caía por los huecos entre los edificios grises y rojos. Adentro, el hotel era como la maleza, una pantanosa base irregular. Las taciturnas inconsecuencias de los viejos ocupantes del hotel, sus desilusiones y desapariciones. Vivían como si estuvieran en una casa recién robada, los cables cortados, su mundo saqueado, por ellos mismos, y además alegremente. No imaginen que no recibían nada a cambio. Tenían mucho, se los digo yo. Su insolencia los ponía por encima de sus préstamos automovilísticos, sus amargas deudas impagadas, sus matrimonios malgastados.
Las pequeñas, fútiles tiendas alrededor nos explicaban lo poco que sabemos de nosotros mismos y lo intrigantes que son nuestros recuerdos e íconos. Recuerdo a los extranjeros de la ciudad, asombrados, tomando decisiones, intercambiando monedas y billetes por aquellas nada curiosas curiosidades, aquellas nada excepcionales novedades. La Sexta Avenida yace enterrada en los cajones, mesas de despacho, cajas, áticos y sótanos de muchos nietos. Ahí, ennegreciéndose, están los relojes muertos, los largos anillos ovalados para el meñique, las pulidas piezas de madera talladas hasta llegar a ser cabezas africanas de afilado mentón, los llaveros con el Empire State Building. Y para nosotros estaban las tiendas de música, abiertas durante gran parte de la noche, donde uno podía comprar viejos, rayados, desgastados discos de jazz con las etiquetas de Vocalion, Okeh y Brunswick. Nuestras manos resbalaban en los estuches hasta que la piel alrededor de nuestros dedos sangraba.

Sí, estaban los discos, que por aquel entonces nos parecían de precio incalculable. Y los siniestros clubes de jazz de la calle 52. The Onyx, el Down Beat, The Three Deuces. En la esquina, saliendo de un taxi o bebiendo en el White Rose Bar, estaban “ellos”, los grandes intérpretes, con sus caras gastadas, morenas, enigmáticas a principio de la tarde, su tos, sus labios rotos y sus ojos amarillentos; sus ropas, crujientes y brillantes y tan duras como las fibrosas plumas de un pájaro. Y ahí estaba: la “extraña deidad”, Billie Holiday.
De noche bajo la fría luz de la luna, alrededor de 1943, el boato de la ciudad era benigno. Los jóvenes adolescentes dormían y la única amenaza estaba en el paisaje, estética. Sucias salpicaduras en las alcantarillas, un chanclo negro perdido, un par de bragas blancas, tal vez arrojadas desde un coche en marcha. El libertinaje asesino acompañaba a la música, inseparables, piel y hueso. Y siempre su luminosa autodestrucción.
Estaba gorda la primera vez que la vimos, amplia, brillantemente hermosa, gorda. En aquel momento parecía que nunca volvería a ser una matrona, alguien real y sensible que llevaba dinero al banco, firmaba papeles, tenía cortinas a la medida, trajes colgados y zapatos por pares, dorados y plateados, blancos y negros, listos. Qué extraña y traicionera aparición era esa, una locura, porque nunca fue una mujer menos esposa o madre, menos apegada; ni siquiera podía parecer fácilmente una hija. Poco recordaba la lastimosa dulzura de una jovencita. No, ella era reluciente, sombría y solitaria, aunque desde luego nunca estaba sola, nunca. Señorial, siniestra y absolutamente decidida.

Los labios cremosos, los párpados pesados, el violento perfume –y en su voz eles y erres tropicales–. Su presencia, su canto, creaban una inflamada ansiedad. Largas uñas rojas y el sonido de las guitarras electrificadas. Ahí estaba una mujer que nunca había sido cristiana.
Hablar como parte de una audiencia blanca acerca de “conocer” aquel barroco y misterioso fantasma resulta inmodesto; y sin embargo hay muchas personas, discretas y razonables, que tienen pequeños pedazos de memoria que parecen haber sido personales. A veces recuerdan un intercambio de cualquier tipo. Y siempre la lasciva gardenia, llevada como una grande, blanca, hermosa oreja, la pesada risa, los dientes maravillosos, y la espléndida y arcaica cabeza, sacada del Egeo. A veces teñía su pelo de rojo y los rizos caían lacios sobre su cabeza, como sangre seca.
A principios de semana, los clubes estaban muertos, como ellos decían. Y el escalofrío del fracaso llenaba el lugar, visible en los ojos fríos de sus propietarios. Aquellos hombres, siempre cambiantes, se preocupaban por cálculos fútiles. A menudo mantenían su propiedad tan brevemente que uno a duras penas podía pensar que la tinta se había secado en la licencia. Comenzaban con la esperanza del embaucador y pasaban rápidamente a la torpeza del que quiebra. Los camareros: delgados, vigilantes, testarudamente corruptos, resentidos, ladrones silenciosos. Soldados vagabundos, borrachos y preocupados, músicos y otras personas se miraban espantados a los ojos, como si acabaran de ponerse a salvo.
Mi amigo y yo, peculiares y tensos, experimentábamos durante las noches tranquilas una alegría culpable. Entonces, mostrando nuestra fidelidad, parecía que una especie de tema se revelaba por sí mismo, que bajo el cristal opaco podían descubrirse antiguos diseños de un mundo perdido. La mente se esforzaba por recuperar los espacios en blanco de la historia, y nuestros ojos pálidos gris verdoso se reflejaban en aquellas oscuras e inconstantes piscinas sin recibir nada a cambio.
En su presencia, en aquellas tranquilas noches, era posible experimentar la profundidad de su incredulidad, sentir a veces la despiadada, horrible libertad de quien sospecha el rigor del destino. Y aun así el corazón siempre nos llevaba de vuelta hacia el poder de su voluntad y el compromiso de esa voluntad con el desastre. Una inclinación nacida de las malas experiencias la llevaba a vivir gregariamente y sin afectos. Su talento y el brillo de su mente se enfrentaban a la fuerza del vacío. Nada podía degradar aquel genuino nihilismo; y así, de alguna manera, es casi un deshonor imaginar que vivía en las letras de sus canciones.
Su mensaje era otro. Era estilo. Aquello era su significado desde que comenzó a los quince años. No cambia la victoria de su gran esfuerzo, el milagroso descubrimiento en la oscuridad de un estilo tan puro, saber que se ejercitó con “I love my man, tell the world I do…”. Qué extraño me parecía, casi desconcertante, estar segura de que no amaba a ningún hombre, o a nadie. También, a veces, uno tenía la gélida percepción de que su propia gente, aquellos que la rodeaban, le temían. Una cosa de la que se sentía avergonzada o más bien la confundía: no ser sentimental.

En mi juventud, mientras viví en Kentucky, frecuenté un sitio para bailar en las afueras de la ciudad llamado Joyland Park. Durante el verano llegaban las grandes bandas, Duke Ellington, Louis Armstrong, Chick Webb, a veces un viernes o un sábado, o tan solo por una noche. Cuando hablo de las grandes bandas eso no significa que pensásemos en ellas como tales. No, formaban parte de las noches de verano y los puestos de venta de perros calientes y la piscina fétida por exceso de cloro, la montaña rusa chirriante, las viejas mesas de picnic dañadas por la lluvia, los columpios de hierro rotos. Y las bandas también eran parte de la ebriedad sureña, parejas metiendo coca y whisky, vomitando, siendo infieles, enamorándose, desesperadas. Los músicos negros, con sus pesados instrumentos y sus tuxedos, simplemente estaban allí para dar ritmo a los traspiés abrazados del fox-trot de aquella época.
En los autobuses de las bandas, aparcados en el campo, en las caravanas donde sufrían las montañas de cigarrillos y botellas, los músicos recorrían las hirvientes autopistas en la noche o descansaban unas pocas horas en los barrios negros: la Vía Dolorosa del negocio del espectáculo. Llegaban finalmente a ningún lugar, a grandes o pequeñas audiencias, a menudo con nosotros atentos a la programación del Parque; en otras ocasiones, la masa saltaba al salón de baile. La banda de Ellington. ¿Y qué hacíamos nosotros, tan cerca, murmurando aquellas letras?
En los bailes de invierno de nuestra secundaria, pequeños eventos, baratos, locales. Teníamos rizos, trajes de tafetán rojo, zapatos de satín con el tinte nuevo desvaneciéndose en los charcos; y sobre todo teníamos puesto nuestro feroz deseo de ser populares. Era como una manta que te agobia, como una tienda sin aire; sin aliento, sonrientes, permanecíamos con ojos ansiosos, cerca del piano, rondando a Fats Waller que había acudido desde Cincinnati para la ocasión. Peticiones, miradas pérfidas, adolescentes borrachos, chaperones cabeceando: esto ofrecíamos a la música, mirándola, supongo, como algo inevitable, surgiendo sin esfuerzo del suelo común.
En la calle 52: “Sí, recuerdo tu ciudad”, dijo ella, sin inflexiones.
Y recuerdo su perro, bóxer. Era una de esas mujeres que admiran los perros grandes, abrumadores, impresionantes, y les dan el cuidado y la cortés puntualidad que niegan a todos los demás. Varias veces la esperamos asustados en el bar del Hotel Braddock en Harlem. (Mi amigo, furioso y tenso con su nuevo y odiado trabajo en “relaciones públicas”, intentaba sin éxito que su nombre apareciese en la columna de Winchell). Estábamos esperando para llevarla al centro a que Robin Carson le tomará las que acabarían siendo unas hermosas fotografías. En el Braddock, los porteros subían a su cuarto bandejas de carne para el perro. Más tarde, uno de sus amigos, de apariencia casi infantil (tan fácilmente acababan rotos los demás ante los poderosos, enérgicos horrores de su vida) sacaba el perro a pasear a la calle. Esos animales, dormidos en los camerinos, eran como tesoros esculpidos, dignos de la tumba de una reina.
La increíble enormidad de sus vicios. Lo escandaloso de los mismos. Uno debe merecer una gran destrucción. Su talento implacable y la opulenta devastación. Hasta que llegó su más pesada adicción a la heroína, apiló las piedras de su tumba con cantidades prodigiosas de scotch y brandy. Nunca estaba, en ningún momento del día, libre de ese consumo, nunca excepto cuando dormía. Y no parecía sentir ninguna necesidad de reformarse, de cambiar. Con cólera fría habló de las varias curas que le habían impuesto, y decía, inclinándose, tan segura de sus derechos como si la hubieran robado: “Y tuve que pagar por ellas yo misma”. Recién salida de una condena en la Prisión Federal para mujeres de Virginia Occidental, subió, hinchada por una dieta a base de papas, al escenario del Town Hall para agarrar algo de dinero y comenzar de nuevo el mismo día de su liberación.
Aun así, incluso con ella, la autenticidad se interrumpía ocasionalmente. Una invitacion a comer chili –una orden improbable–. Fuimos hasta una calle en Harlem justo cuando caía el sol del invierno. Ventanas oscurecidas con pequeñas franjas de luces vigilantes encima de los umbrales. Adentro, los recibidores estaban oscuros y vacíos. Nosotros, nuestras caras blanqueadas por el frío, dentro de nuestros delgados abrigos, con guantes negros, llevábamos pegada la falta de confianza de los miembros de una secta yendo de casa en casa, una determinación glacial, tímida y a la vez pedante. Nuestra alarma y fascinación heladas nos llevaron hacia el vacío de un bloque de edificios muerto. La casa estaba cerrada por la policía y cuando entramos, murmurando su nombre, el policía nos miró con furiosa incredulidad. La policía la acosaba, pero por una vez no era su fiesta. En algún lugar, escaleras arriba, tras otra puerta se había presentado una catástrofe.
Sus propios discos sonaban una y otra vez en el tocadiscos; todo lo demás estaba en silencio. Todos los sitios en que vivía eran temporales, en el más puro sentido del término. Pero llenaba incluso una oscura habitación de hotel con un peso mordaz, diabólico. En aquel momento estaba viviendo con un trompetista que comenzaba a ser conocido y que poco después desaparecería por completo. Era delgado como un palo, y su adorable, redonda cara clara, de asustados, brillantes ojos redondos, parecía un sacrificio empalado encima de la caña de su cuello. Su hermano menor salió de la habitación. Permaneció de pie delante nuestro, indeciso entre varias confusas posibilidades. Pequeño, delgado, tal vez de unos veintipocos, el joven estaba absorto en numerosas funciones. Era una especie de Hermes agitado, que lo mismo compraba cigarrillos, corría rápido hacia la habitación o, casi inaudible en el teléfono, ordenaba o disponía algo con una voz ligera, temblorosa.
“La señora está un poco atrasada. Ha adquirido demasiados compromisos”. Gruñidos y toses desde el cuarto, en la luz amelocotonada, la pálida colofonia de un sofá acabado era visible. Una concha, recién arrancada de cualquier crustáceo, estaba llena de colillas. Una media en el suelo. Y el disco, una y otra vez, con la brillante claridad de sus canciones. Humo y perfume y en algún lugar un corazón batiente.
Un invierno llevó un magnífico abrigo de lince, y con él puesto andaba, bella y amenazadora como un cosaco, arriba y abajo, atrapada en su vitalidad. A veces en su discurso irrumpían sueños pendencieros, historias de heridas que ella había infligido con un vaso roto. Y en el White Rose Bar, mil cigarrillos interrumpían sus apariciones, apariciones que, no solo por su esplendor, sino también por el mero hecho de producirse, parecían tener algo de magia. Esperar y esperar: en eso consistía perseguirla. Te sentías como un viejo caballo de tiro, parado en la entrada, listo para la gélida carrera de medianoche a través del parque. Ella siempre estaba tras una puerta cerrada: la suerte de los adictos, sea cual sea su adicción. Y luego, por fin, ella debía salir, emerger entre polvos y vaselina, con el pelo ondulado con un rizador de hierro, guantes de satín, jersey de seda, flores: el costoso martirio de la “artista”.
Por aquel entonces no había grabado muchos discos, y sonaba poco en la radio porque su voz no correspondía a los gustos populares de la época. Sus actuaciones en clubes nocturnos eran una necesidad. Estar ahí noche tras noche era una carga; lo que no suponía una carga era, cuando se disponía a hacerlo, cantar a su manera. Sabía que podía, que dominaba el escenario, pero ¿por qué no hacerse la pregunta? ¿Eso es todo? Su trabajo, como tan a menudo les sucede a las personas de talento, fue adquiriendo gradualmente un tinte destructivo: están condenadas a repetir eternamente los momentos álgidos de su inspiración.
Llegó tarde al funeral de su madre. Al menos llegó, ferozmente correcta con un turbante negro. Algunos músicos de jazz estaban allí. La luz de la última hora de la mañana caía implacablemente sobre sus rostros nocturnos e inseguros. Durante el día aquella gente, todos menos Billie, tenían un aspecto furtivo, suburbano, como hombres de familia que trabajan en el turno de la noche. Las marcas de una vida doméstica fracturada, las señales de una vida real que es en sí misma casi secreta para el artista, flotaban sobre la pequeña iglesia, uniéndose a la incómoda irrealidad.
Su madre, Sadie Holiday, era bajita y sentimental, sorprendida de ser la portadora de tales noticias al mundo. Hizo esfuerzos por meterse en la vida de Billie, pero no había lugar para ella ni era necesaria. De cuando en cuando creaba pequeños restaurantes que dirigía sin ningún talento y que fracasaban rápidamente. Nunca alcanzó el objetivo de su vida, el sueño profesional, que era ser la “ayudante de camerino de Billie”. Las dos mujeres no se parecían, ni en el carácter ni en el rostro. La hija era profundamente inteligente y encontró un trágico uso de ello en su astuta destrucción. La madre parecía enfrentarse cada día con la clara esperanza de un niño y acabar cada tarde con un desconcertado gemido de desilusión. Sadie y Billie Holiday eran una violación, una grieta en la estadística de la vida. La gran cantante era una de aquellas para las que se inventó la palabra “changelling” [niño cambiado por otro]. Compartía su espectacular destino y estaba familiarizada con las fuerzas del mal.
Billie vivió hasta los 44; o sería mejor decir que murió a los 44. De “enormes complicaciones”. ¿Fue una vida larga o corta? Los “puntos altos” que buscó con tanta concentración desde luego siguen siendo un misterio. “Ah, yo culpo a Jimmy por todo”, dijo alguien una vez en un taxi, citando a su primer esposo, Jimmy Monroe, el dueño de un fabuloso club de Harlem cuando ella era joven.
Una vez vino a vernos al Hotel Schuyler, acompañada por alguien. Nos sentamos en aquella clara sordidez y no había nada que hacer y nada que decir y ella no quería comer. En medio del ansioso mutismo, sentí la más profunda melancolía en sus ojos negros, un abismo en el que cada pregunta caía sin respuesta. Murió en la miseria debido a las erosiones y los venenos de su ferviente, felón narcotismo. La policía estaba junto a su cama en el hospital, vigilando para que ella, en coma, no consiguiese un último viaje interior químico.
Toda su vida había transcurrido en la oscuridad. La luz caía sobre el negro, silencioso círculo de un café; la luna se deslizaba lentamente sobre las nubes. Trabajar de noche, sonreír, maquillada, en largos, sedosos trajes, cantando una y otra vez. El objetivo de todo aquello no era sino vagar hasta acostarse cuando los primeros rayos del sol amenazaban los párpados teatrales.