miércoles, 30 de abril de 2014

Gabriel García Márquez y su testimonio de  los primeros años de la revolución cubana.                         

   PALABRAS EN TRÁNSITO



Recibimos este texto de Gabriel García Márquez, publicado en 1978 en la revista Proceso. En él, con la maestría acostumbrada, el Gabo recrea sus impresiones de los primeros años del bloqueo de Estados Unidos a Cuba. 
CubaDebate lo comparte, en su honor y por la óptica con que aborda el tema.
Aquí se muestra  que García Márquez no fue solo un artífice de fábulas maravillosas sino también de crónicas que se parecían a sus cuentos; que la mentalidad colonialista de los dirigentes de América latina lo adulan por sus triunfos literarios, pero jamás mencionan sus despiadadas denuncias contra el neocolonialismo y la explotación de nuestra América por los europeos y la América del Norte, ni la soberbia proverbial de una oligarquía criolla que no cede un solo punto en su avaricia ante el progresivo empobrecimiento de unas comunidades, especialmente en la natal Colombia de GGM, donde los TLC tienen al borde del colapso las economías campesinas y la desmesurada sed de poder se traslada incluso al control de las basuras, una lucha que tiene en entredicho a un alcalde que se plantó frente al monopolio en Bogotá.

¿Cómo se asfixia a un pueblo sin tirar un cañonazo?

Por Gabriel García Márquez

Aquella noche, la primera del bloqueo, había en Cuba unos 482,560 automóviles, 343,300 refrigeradores, 549,700 receptores de radio, 303,500 televisores, 352,900 planchas eléctricas, 286,400 ventiladores, 41,800 lavadoras automáticas, 3,500,000 relojes de pulsera, 63 locomotoras y 12 barcos mercantes. Todo eso, salvo los relojes de pulso, que eran suizos, había sido hecho en los Estados Unidos. 
         Al parecer, había de pasar un cierto tiempo antes de que la mayoría de los cubanos se dieran cuenta de lo que significaban en su vida aquellos números mortales. Desde el punto de vista de la producción, Cuba se encontró de pronto con que no era un país distinto sino una península comercial de los Estados Unidos. Además de que la industria del azúcar y el tabaco dependían por completo de los consorcios yanquis, todo lo que se consumía en la isla era fabricado por los Estados Unidos, ya fuera en su propio territorio o en el territorio mismo de Cuba.
  La Habana y dos o tres ciudades más del interior daban la impresión de la felicidad de la abundancia, pero en realidad no había nada que no fuera ajeno, desde los cepillos de dientes hasta los hoteles de 20 pisos de vidrio del Malecón. Cuba importaba de los Estados Unidos casi 30 mil artículos útiles e inútiles para la vida cotidiana. Inclusive los mejores clientes de aquel mercado de ilusiones eran los mismos turistas que llegaban en el Ferry boat de West Palm Beach y por el Sea Train de Nueva Orléans, pues también ellos preferían comprar sin impuestos los artículos importados de su propia tierra. Las papayas criollas, que fueron descubiertas en Cuba por Cristóbal Colón desde su primer viaje, se vendían en las tiendas refrigeradas con la etiqueta amarilla de los cultivadores de las Bahamas. Los huevos artificiales que las amas de casa despreciaban por su yema lánguida y su sabor de farmacia tenían impreso en la cáscara el sello de fábrica de los granjeros de Carolina del Norte, pero algunos bodegueros avispados los lavaban con disolvente y los embadurnaban de caca de gallina para venderlos más caros como si fueran criollos. No había un sector del consumo que no fuera dependiente de los Estados Unidos. Las pocas fábricas de artículos fáciles que habían sido instaladas en Cuba para servirse de la mano de obra barata estaban amontonadas con maquinaria de segunda mano que ya había pasado de moda en su país de origen. Los técnicos mejor calificados eran norteamericanos, y la mayoría de los escasos técnicos cubanos cedieron a las ofertas luminosas de sus patrones extranjeros y se fueron con ellos para los Estados Unidos. Tampoco había depósitos de repuestos, pues la industria ilusoria de Cuba reposaba sobre la base de que sus repuestos estaban sólo a 90 millas, y bastaba con una llamada telefónica para que la pieza más difícil llegara en el próximo avión sin gravámenes ni demoras de aduana.
  A pesar de semejante estado de dependencia, los habitantes de las ciudades continuaban gastando sin medida cuando ya el bloqueo era una realidad brutal. Inclusive muchos cubanos que estaban dispuestos a morir por la Revolución, y algunos sin duda que de veras murieron por ella, seguían consumiendo con un alborozo infantil. Más aún: las pioneras medidas de la Revolución habían aumentado de inmediato el poder de compra de las clases más pobres, y estas no tenían entonces otra noción de felicidad que el placer simple de consumir. Muchos sueños aplazados durante media vida y aun durante vidas enteras se realizaban de pronto. Sólo que las cosas que se agotaban en el mercado no eran repuestas de inmediato, y algunas no serían repuestas en muchos años, de modo que los almacenes deslumbrantes del mes anterior se quedaban sin remedio en los puros huesos.
  Cuba fue por aquellos años iniciales el reino de la improvisación y el desorden. A falta de una nueva moral –que aún habrá de tardar mucho tiempo para formarse en la conciencia de la población– el machismo Caribe había encontrado una razón de ser en aquel estado general de emergencia.
  El sentimiento nacional estaba tan alborotado con aquel ventarrón incontenible de novedad y autonomía, y al mismo tiempo las amenazas de la reacción herida eran tan verdaderas e inminentes, que mucha gente confundía una cosa con la otra y parecía pensar que hasta la escasez de leche podía resolverse a tiros. La impresión de pachanga fenomenal que suscitaba la Cuba de aquella época entre los visitantes extranjeros, tenía un fundamento verídico en la realidad y en el espíritu de los cubanos, pero era una embriaguez inocente al borde del desastre.
  En efecto, yo había regresado a La Habana por segunda vez a principios de 1961, en mi condición de corresponsal errátil de Prensa Latina, y lo primero que me llamó la atención fue que el aspecto visible del país había cambiado muy poco, pero que en cambio la tensión social empezaba a ser insostenible. Había volado desde Santiago hasta La Habana en una espléndida tarde de marzo, observando por la ventanilla los campos milagrosos de aquella patria sin ríos, las aldeas polvorientas, las ensenadas ocultas, y a todo lo largo del trayecto había percibido señales de guerra. Grandes cruces rojas dentro de círculos blancos habían sido pintadas en los techos de los hospitales para ponerlos a salvo de bombardeos previsibles. También en las escuelas, los templos y los asilos de ancianos se habían puesto señales similares. En los aeropuertos civiles de Santiago y Camagüey había cañones antiaéreos de la Segunda Guerra Mundial disimulados con lonas de camiones de carga, y las costas estaban patrulladas por lanchas rápidas que habían sido de recreo y entonces estaban destinadas a impedir desembarcos. Por todas partes se veían estragos de sabotajes recientes: cañaverales calcinados con bombas incendiarias por aviones mandados desde Miami, ruinas de fábricas dinamitadas por la resistencia interna, campamentos militares improvisados en zonas difíciles donde empezaban a operar con armamentos modernos y excelentes recursos logísticos los primeros grupos hostiles de la revolución. En el aeropuerto de La Habana donde era evidente que se hacían esfuerzos para que no se notara el ambiente de guerra, había un letrero gigantesco de un extremo a otro de la cornisa principal: “Cuba, territorio libre de América”. En lugar de los soldados barbudos de antes, la vigilancia estaba a cargo de milicianos muy jóvenes con uniforme verde olivo, entre ellos algunas mujeres, y sus armas eran todavía las de los viejos arsenales de la dictadura. Hasta entonces no había otras. El primer armamento moderno que logró comprar la Revolución a pesar de las presiones contrarias de los Estados Unidos había llegado de Bélgica el 4 de marzo anterior, a bordo del barco francés Le Coubre, y este voló en el muelle de La Habana con 700 toneladas de armas y municiones en las bodegas por causa de una explosión provocada. El atentado produjo además 75 muertos y 200 heridos entre los obreros del puerto pero no fue reivindicado por nadie, y el gobierno cubano lo atribuyo a la CIA. Fue en el entierro de las víctimas cuando Fidel Castro proclamó la consigna que habría de convertirse en la divisa máxima de la nueva Cuba: “Patria o Muerte”. Yo la había visto por primera vez en las calles de Santiago, la había visto pintada a brocha gorda sobre los enormes carteles de propaganda de empresas de aviación y pastas dentífricas norteamericanas en la carretera polvorienta del aeropuerto de Camagüey, y la volví a encontrar repetida sin tregua en cartoncitos improvisados en las vitrinas de las tiendas para turistas del aeropuerto de La Habana, en las antesalas y los mostradores, y pintada con albayalde en los espejos de la peluquería y con carmín de labios en los cristales de los taxis. Se había conseguido tal grado de saturación social, que no había ni un lugar ni un instante en que no estuviera escrita aquella consigna de rabia, desde las pailas de los trapiches hasta el calce de los documentos oficiales, y la prensa, la radio, y la televisión la repitieron sin piedad durante días enteros y meses interminables, hasta que se incorporó a la propia esencia de la vida cubana.
  En La Habana, la fiesta estaba en su apogeo. Había mujeres espléndidas que cantaban en los balcones, pájaros luminosos en el mar, música por todas partes, pero en el fondo del júbilo se sentía el conflicto creador de un modo de vivir ya condenado para siempre, que pugnaba por prevalecer contra otro modo de vivir distinto, todavía ingenuo, pero inspirado y demoledor. La ciudad seguía siendo un santuario de placer, con máquinas de lotería hasta en las farmacias y automóviles de aluminio demasiado grandes para las esquinas coloniales, pero el aspecto y la conducta de la gente estaba cambiando de un modo brutal. Todos los sedimentos del subsuelo social habían salido a flote, y una erupción de lava humana, densa y humeante, se esparcía sin control por los vericuetos de la ciudad liberada, y contaminaba de un vértigo multitudinario hasta sus últimos resquicios. Lo más notable era la naturalidad con que los pobres se habían sentado en la silla de los ricos en los lugares públicos. Habían invadido los vestíbulos de los hoteles de lujo, comían con los dedos en las terrazas de las cafeterías del Vedado, y se cocinaban al sol en las piscinas de aguas de colores luminosos de los antiguos clubes exclusivos de Siboney.
  El cancerbero rubio del hotel Habana Hilton, que empezaba a llamarse Habana Libre, había sido reemplazado por milicianos serviciales que se pasaban el día convenciendo a los campesinos de que podían entrar sin temor, enseñándoles que había una puerta de ingreso y otra de salida, y que no se corría ningún riesgo de tisis aunque se entrara sudando en el vestíbulo refrigerado. Un chévere legítimo del Luyanó, retinto, y esbelto, con una camisa de mariposas pintadas y zapatos de charol con tacones de bailarín andaluz, había tratado de entrar al revés por la puerta de vidrios giratorios del hotel Riviera, justo cuando trataba de salir la esposa suculenta y emperifollada de un diplomático europeo. En una ráfaga de pánico instantáneo, el marido que la seguía trató de forzar la puerta en un sentido mientras los milicianos azorados trataban de forzarla desde el exterior en sentido contrario. La blanca y el negro se quedaron atrapados por una fracción de segundo en la trampa de cristal, comprimidos en el espacio previsto para una sola persona, hasta que la puerta volvió a girar, y la mujer corrió confundida y ruborizada, sin esperar siquiera al marido, y se metió en la limusina que la esperaba con la puerta abierta y que arrancó al instante. El negro, sin saber muy bien lo que había pasado, se quedó abochornado y trémulo.
        - ¡Coño! -suspiró- ¡Olía a flores!
  Eran tropiezos frecuentes. Y comprensibles, porque el poder de compra de la población urbana y rural había aumentado de un modo considerable en un año. Las tarifas de la electricidad, del teléfono, del transporte y de los servicios públicos en general, habían sufrido reducciones drásticas, y se organizaban excursiones especiales del campo a la ciudad y de la ciudad al campo que en muchos casos eran gratuitos. Por otra parte, el desempleo se estaba reduciendo a grandes pasos, los sueldos subían, y la Reforma Urbana había aliviado la angustia mensual de los alquileres, y la educación y los útiles escolares no costaban nada. Las 20 leguas de harina de marfil de las playas de Varadero, que antes tenían un solo dueño y cuyo disfrute estaba reservado a los ricos demasiado ricos, fueron abiertas sin condiciones para todo el mundo, inclusive para los mismos ricos. Los cubanos, como la gente del Caribe en general, habían creído desde siempre que el dinero sólo servía para gastárselo, y por primera vez en la historia de su país lo estaban comprobando en la práctica.
         Creo que muy pocos éramos conscientes de la manera sigilosa pero irreparable en que la escasez se nos iba metiendo en la vida. Aún después del desembarco en Playa Girón los casinos continuaban abiertos, y algunas putitas sin turistas rondaban por los contornos en espera de que un afortunado casual de la ruleta les salvara la noche. Era evidente que a medida que las condiciones cambiaban, aquellas golondrinas solitarias se iban volviendo lúgubres y cada vez más baratas. Pero de todos modos las noches de La Habana y de Guantánamo seguían siendo largas e insomnes, y la música de las fiestas de alquiler se prolongaba hasta el alba. Esos rezagos de la vida vieja mantenían una ilusión de normalidad y abundancia que ni las explosiones nocturnas, ni los rumores constantes de agresiones infames, ni la inminencia real de la guerra conseguían extinguir, pero que desde hacía mucho tiempo habían dejado de ser verdad. A veces no había carne en los restaurantes después de la media noche, pero no nos importaba, porque tal vez había pollo. A veces no había plátano, pero no nos importaba porque tal vez había boniato. Los músicos de los clubes vecinos y los chulos impávidos que esperaban las cosechas de la noche frente a un vaso de cerveza, parecían tan distraídos como nosotros ante la erosión incontenible de la vida cotidiana.
  En el centro comercial habían aparecido las primeras colas y un mercado negro incipiente pero muy activo empezaba a controlar los artículos.



  Yo tomé conciencia del bloqueo de una manera brutal, pero a la vez un poco lírica, como había tomado conciencia de casi todo en la vida. Después de una noche de trabajo en la oficina de Prensa Latina me fui solo y medio entorpecido en busca de algo para comer. Estaba amaneciendo. El mar tenía un humor tranquilo y una brecha anaranjada lo separaba del cielo en el horizonte. Caminé por el centro de la avenida desierta, contra el viento de salitre del malecón, buscando algún lugar abierto para comer bajo las arcadas de piedras carcomidas y rezumantes de la ciudad vieja. Por fin encontré una fonda con la cortina metálica cerrada pero sin candado, y traté de levantarla para entrar, porque dentro había luz y un hombre estaba lustrando los vasos en el mostrador. Apenas lo había intentado cuando sentí a mis espaldas el ruido inconfundible de un fusil al ser montado, y una voz de mujer muy dulce pero resuelta.
  –Quieto compañero –dijo– Levanta las manos. Era una aparición en la bruma del amanecer. Tenía un semblante muy bello, con el pelo amarrado en la nuca como una cola de caballo, y la camisa de miliciana ensopada por el viento del mar. Estaba asustada sin duda, pero tenía los tacones separados y bien establecidos en la tierra, y agarraba el fusil como un soldado.
  –Tengo hambre –dije.
  Tal vez lo dije con demasiada convicción, porque sólo entonces comprendió que yo no había tratado de entrar a la fonda a la fuerza, y su desconfianza se convirtió en lástima.
  –Es muy tarde –dijo.
  –Al contrario –le repliqué–: el problema es que es demasiado temprano. Lo que quiero es desayunar.
  Entonces hizo señas hacia adentro por el cristal, y convenció al hombre de que me sirviera algo aunque faltaban dos horas para abrir. Pedí huevos fritos con jamón, café con leche y pan con mantequilla, y un jugo fresco de cualquier fruta. El hombre me dijo con una precisión sospechosa que no había huevos ni jamón desde hacía una semana ni leche desde hacía tres días, y que lo único que podía servirme era una taza de café negro y pan sin mantequilla, y si acaso un poco de macarrones recalentados de la noche anterior. Sorprendido le pregunté qué estaba pasando con las cosas de comer, y mi sorpresa era tan inocente que entonces fue él quien se sintió sorprendido.
  –No pasa nada –me dijo–. Nada más que a este país se lo llevó el carajo.
  No era enemigo de la Revolución como lo imaginé al principio. Al contrario era el último de una familia de 11 personas que se habían fugado en bloque para Miami. Había decidido quedarse, y en efecto se quedó para siempre, pero su oficio le permitía descifrar el porvenir con elementos más reales que los de un periodista trasnochado. Pensaba que antes de tres meses tendría que cerrar la fonda por falta de comida, pero no le importaba mucho porque ya tenía planes muy bien definidos para su futuro personal.
  Fue un pronóstico certero. El 12 de marzo de 1962, cuando ya habían transcurrido 322 días desde el principio del bloqueo, se impuso el razonamiento drástico de las cosas de comer. Se asignó a cada adulto una ración mensual de tres libras de carne, una de pollo, seis de arroz, dos de manteca, una y media de frijoles, cuatro onzas de mantequilla y cinco huevos. Era una ración calculada para que cada cubano consumiera una cuota normal de calorías diarias. Había raciones especiales para los niños, según la edad, y todos los menores de 14 años tenían derecho a un litro diario de leche. Más tarde empezaron a faltar los clavos, los detergentes, los focos, y otros muchos artículos de urgencia doméstica, y el problema de las autoridades no era reglamentarlos sino conseguirlos. Lo más admirable era comprobar hasta qué punto aquella escasez impuesta por el enemigo iba acendrando la moral social. El mismo año en que se estableció el racionamiento ocurrió la llamada Crisis de Octubre, que el historiador inglés Hugh Thomas ha calificado como la más grave de la historia de la humanidad, y la inmensa mayoría del pueblo cubano se mantuvo en estado de alerta durante un mes, inmóviles en sus sitios de combate hasta que el peligro pareció conjurado, y dispuestos a enfrentarse a la bomba atómica con escopetas. En medio de aquella movilización masiva que hubiera bastado para desquiciar a cualquier economía bien asentada, la producción industrial alcanzó cifras insólitas, se terminó el ausentismo en las fábricas y se sortearon obstáculos que en circunstancias menos dramáticas hubieran sido fatales. Una telefonista de Nueva York le dijo en esa ocasión a una colega cubana que en los Estados Unidos estaban muy preocupados por lo que pudiera ocurrir.
  –En cambio aquí estamos muy tranquilos –replicó la cubana–. Al fin y al cabo, la bomba atómica no duele.
  El país producía entonces suficientes zapatos para que cada habitante de Cuba pudiera comprar un par al año, de modo que la distribución se canalizó a través de los colegios y los centros de trabajo. Sólo en agosto de 1963, cuando ya casi todos los almacenes estaban cerrados porque no había materialmente nada que vender, se reglamentó la distribución de la ropa. Empezaron por raciones de nueve artículos, entre ellos los pantalones de hombre, la ropa interior para ambos sexos y ciertos géneros textiles, pero antes de un año tuvieron que aumentarlos a 15. Aquella Navidad fue la primera de la Revolución que se celebró sin cochinito y turrones, y en que los juguetes fueron racionados. Sin embargo, y gracias precisamente al racionamiento, fue también la primera Navidad en la historia de Cuba en que todos los niños sin ninguna distinción tuvieron por lo menos un juguete. A pesar de la intensa ayuda soviética y de la ayuda de China Popular que no era menos generosa en aquel tiempo, y a pesar de la asistencia de numerosos técnicos socialistas y de la América Latina, el bloqueo era entonces una realidad ineludible que había de contaminar hasta las grietas más recónditas de la vida cotidiana y a apresurar los nuevos rumbos irreversibles de la historia de Cuba. Las comunicaciones con el resto del mundo se habían reducido al mínimo esencial. Los cinco vuelos diarios a Miami y los dos semanales de Cubana de Aviación a Nueva York fueron interrumpidos desde la Crisis de Octubre. Las pocas líneas de América Latina que tenían vuelos a Cuba los fueron cancelando a medida que sus países interrumpían las relaciones diplomáticas y comerciales, y sólo quedo un vuelo semanal desde México que durante muchos años sirvió de cordón umbilical con el resto de América, aunque también como canal de infiltración de los servicios de subversión y espionaje de los Estados Unidos. Cubana de Aviación, con su flota reducida a los épicos Bristol Britannia que eran los únicos cuyo mantenimiento podían asegurar mediante acuerdos especiales con los fabricantes ingleses, sostuvo un vuelo casi acrobático a través de la ruta polar hasta Praga. Una carta de Caracas, a menos de mil kilómetros de la costa cubana, tenía que darle la vuelta a medio mundo para llegar a La Habana. La comunicación telefónica con el resto del mundo tenía que hacerse por Miami o Nueva York, bajo el control de los servicios secretos de los Estados Unidos, mediante un prehistórico cable submarino que fue roto en una ocasión por un barco cubano que salió de la bahía de La Habana arrastrando el ancla que había olvidado levar. La única fuente de energía eran los 5 millones de toneladas de petróleo que los tanqueros soviéticos transportaban cada año desde los puertos del Báltico, a 14 mil kilómetros de distancia, y con una frecuencia de un barco cada 53 horas. El Oxford, un buque de la CIA equipado con toda clase de elementos de espionaje, patrulló las aguas territoriales cubanas durante varios años para vigilar que ningún país capitalista, salvo los muy pocos que se atrevieron, contrariara la voluntad de los Estados Unidos. Era además una provocación calculada a la vista de todo el mundo. Desde el malecón de La Habana o desde los barrios altos de Santiago se veía de noche la silueta luminosa de aquella nave de provocación anclada en aguas territoriales. Tal vez muy pocos cubanos recordaban que del otro lado del mar Caribe, tres siglos antes, los habitantes de Cartagena de Indias habían padecido un drama similar.
 Las 120 mejores naves de la armada inglesa, al mando del almirante Vernon, habían sitiado la ciudad con 30 mil combatientes selectos, muchos de ellos reclutados en las colonias americanas que más tarde serían los Estados Unidos. Un hermano de George Washington, el futuro libertador de esas colonias, estaba en el estado mayor de las tropas de asalto. Cartagena de Indias, que era famosa en el mundo de entonces por sus fortificaciones militares y la espantosa cantidad de ratas de sus albañales, resistió el asedio con una ferocidad invencible, a pesar de que sus habitantes terminaron por alimentarse con lo que podían, desde las cortezas de los árboles hasta el cuero de los taburetes. Al cabo de varios meses, aniquilados por la bravura de guerra de los sitiados, y destruidos por la fiebre amarilla, la disentería y el calor, los ingleses se retiraron en derrota. Los habitantes de la ciudad, en cambio, estaban completos y saludables, pero se habían comido hasta la última rata.
  Muchos cubanos, por supuesto, conocían este drama. Pero su raro sentido histórico les impedía pensar que pudiera repetirse. Nadie hubiera podido imaginar, en el incierto Año Nuevo de 1964, que aún faltaban los tiempos peores de aquel bloqueo férreo y desalmado, y que había de llegarse a los extremos de que se acabara hasta el agua de beber en muchos hogares y en casi todos los establecimientos públicos.

Publicado en Proceso No. 0090- 01. 24 de julio de 1978

domingo, 27 de abril de 2014

EL LUTO DE CHEO
Rendimos homenaje al gran Ceho Feliciano. Su camino se interrumpió en la madrugada del Miércoles Santo, mientras concudía hacia su casa. Buen viaje mi gente... Buen viaje

El luto de Juan Albañil
Elizabeth Castillo Guzmán
Popayán, abril 24 de 2014

Hace cuarenta y cuatro años, en 1980, la fantástica voz de Cheo Feliciano dio a conocer la historia de “Juan Albañil”, una sentida crónica compuesta por don “Tito” Curet Alonso, ese gran compositor del siglo XX, quien diera las mejores canciones a la pléyade de músicos caribeños de la Fania All Star.  

Cheo Feliciano perteneció a esa generación de artistas que hizo de lo Latino un sello de dignidad en las calles neoyorkinas del tiempo de la llegada del hombre a la luna, el movimiento por los derechos civiles de Martin Luther King Jr., la muerte de Kennedy y la revolución cubana.

Al lado de músicos como Larry Harlow, Richie Ray, Papo Lucca, Monguito Santamaría,Yomo Toro,Bobby Valentin, Ray Barreto, Roberto Roena, Johnny Pacheco, Louie Ramirez, Willie Colón y cantantes como Héctor Lavoe, Ismael Miranda, Santo Colón, Adalberto Santiago, Pete Rodríguez,Celia Cruz  y Rubén Blades, las estrellas de la Fania y su majestuosidad salsera deslumbraron a 50.000  africanos reunidos en el estadio Statu Hai, Kinshasa, Zaire (África)  hace cincuenta años. Ese día de 1974, la versión de “El Ratón” interpretada por Cheo Feliciano, se volvió inmortal y global.

Este capítulo de la música y la cosa latina, constituye un acontecimiento transcultural del cual hace parte la biografía de Jose Luis Feliciano Vega, el hijo del carpintero que aprendió a cantar boleros en su natal Puerto Rico, y luego como muchos y tantos emprendió rumbo a Nueva York rastreando los pasos de las grandes orquestas de la época. Eran los años cincuenta y la suerte de los boricuas estaba echada. Empezó como mensajero y atrilero en la orquesta de Tito Rodríguez. Luego vendría la revelación de su talento que ocurrió a  finales de la década.

El lamento de "Anacona" y el tributo a la gente humilde de "Los Entierros" con flores de papel y lágrimas de verdad, hacen parte del repertorio extenso y prolifero que Cheo Feliciano acumuló en más de cincuenta años de vida artística.  

Juan Albañil soñaba en los andamios con el día de la igualdad

Los coros del Cheo en su pregón sobre el obrero que construía condominios para otros, pero no tenía casa propia, contienen la memoria de un género musical y una generación de músicos que  hizo de la salsa un modo de existencia sentipensante, una manera de contar la vida.

A su manera, estos latinos hicieron su propio “Woodstock” un año antes del renombrado encuentro de hippies rockeros. En 1968 empezó la historia, y solo se detuvo cuando la ambiciosa furia de los empresarios terminó por apoderarse - tal y como ha sucedido con tantas de nuestras riquezas- de las voces, los contratos y las letras que hicieron de la salsa un patrimonio de los latinos.     

Polémico y humano, demasiado humano, él como muchos otros probó el dolor de la fama que se acompaña de excesos y soledades. Eso no lo hizo inferior, por el contrario mostró la densidad de su existencia en un mundo de contrastes y mercaderías para ansiedades del alma.

Hace una semana, pocas horas antes de la muerte de nuestro nobel costeño, la voz del Cheo quedó detenida en el verso de la muerte. A sus 78 años dejó para el patrimonio de sus seguidores y de todo el continente, cientos de hermosas versiones de salsa y bolero.

Con la muerte de Cheo se va cerrando una época no solo musical sino cultural, el tiempo de las identidades en conflicto que resultaron de migraciones cuya prosperidad fundó el mito del barrio latino y el verano en Nueva York. Un tiempo vertiginoso y acelerado del “spanglish” altivo e indocumentado.
17 de abril de 2014. Dos muertes. Dos hombres del Caribe. La voz de uno, la escritura del otro. Inolvidables, entrañables y hermanos de la misma soledad de América Latina. Cheo Feliciano y García Márquez en dos orillas del mar, Puerto Rico y México.     

“En los entierros de mi pobre gente pobre
cuando se llora es porque se siente de verdad”

Habrá que recabar en la historia de cada canción, de cada pregón del cantante distinguido...

¡Familia¡ se soltaron los caballos


Y Juan Albañil todavía no tiene casa.



lunes, 21 de abril de 2014

A PROPÓSITO DE LA MUERTE DE GABO
SEGUIDO DE UN GRAZNIDO

Los funerales de Gabo han atraído a los sepultureros de la historia, han declarado abiertos los lugares comunes que surgen como homenaje en estos casos sobre todo para tan grande personaje literario, que no solo logró una de las creaciones más importantes de la literatura castellana sino que generó personajes y títulos de su obra que se volvieron indispensables para nombrar los hechos de  un país que se debate entre la lucidez y la desgracia.
A partir de su vida y su obra, se empiezan a crear otras novelas. Desde ese rostro asustadizo de la primera foto de niño, hasta el hombre plácido -aunque enfermo- que muestra una flor amarilla en su solapa el día de su último cumpleaños.  La palabra realismo mágico vuela como mariposas amarillas de boca en boca, sin percatarse de que ese término no cobija toda la obra del escritor;  indudablemente Cien años de soledad, Los funerales de la mamá Grande; Isabel viendo llover en Macondo (un relato poco nombrado), sobre todo. Gran parte de su obra, desde La mala hora, pasando por El coronel no tiene quien le escriba, El amor en los tiempos del cólera , Crónica de una muerte anunciada, Del amor y otros demonios, Memorias de mis putas tristes, y sus libros de crónicas y reportajes, entre  otras, salen de esa órbita.  En el Caribe insular, Alejo Carpentier quien propuso el término “lo real maravilloso”, para referirse a una tendencia literaria  tan cara a la América Nuestra (Indoafrolatinoamérica), desde cuando los mitos indígenas fueron conocidos por los hispanos, las mismas crónicas de algunos cronistas españoles, hasta consagrados escritores como él mismo. Sin que sean términos equivalentes.
El autor fue directo, cuando se refirió a Cien años: para él esa novela era un vallenato de más de 300 páginas.


Se olvida también que la llegada de Cien años de soledad  significó una conmoción porque el boom latinoamericano venía en el tren de las innovaciones: lingüísticas, de estructuras narrativas, de manejo del tiempo, en fin, de una vanguardia que parecía sacudir  los cimientos de la literatura y había superado en mucho al criollismo del pasado reciente. Fuentes había publicado La muerte de Artemio Cruz, Cortázar había publicado su Rayuela, Vargas Llosa La ciudad y los perros. El mundo había empezado a interesarse en nuestra literatura  por las páginas de Carpentier y de Borges, la vida literaria en América era de nuevo contemporánea del mundo, como lo fue con el Modernismo de Rubén Darío. Y en medio de esas transformaciones, surge Cien años como una manera de retroceder de manera maravillosa en el tiempo: una extraordinaria fábula que se parecía demasiado a las crónicas de un mundo recién descubierto, que seguía en ese mundo cerrado de Juan Rulfo, en lugar de seguir los pasos de los transgresores.

        Del hombre que murió este pasado Jueves Santo hemos escuchado su biografía vuelta a contar por Plinio Apuleyo Mendoza, por radio y televisión, hemos escuchado datos y entrevistas de manera maratónica.  Hemos sentido la ausencia de Álvaro Mutis quien lo precedió poco tiempo en la muerte y quien habría añadido otros sucesos. Hemos visto al Gabo que escribió las extraordinarias fábulas que tocan incluso la biografía escrita por él mismo, y sus vínculos cercanos con hombres como Fidel Castro. Hemos asistido a la merecida glorificación de un hombre que se jugó la vida en la literatura.
Desde ahora, para honrar su memoria como debe ser, se prohíbe:
a)   Titular cualquier columna o noticia periodísticas con alguna alusión o copia de un título garciamarquezco, como el coronel que no tiene quien le escriba, como “eso es la crónica de una muerte anunciada”, etcétera, etcétera.
b)  Repetir a cada momento “que esto es macondiano”, para salir por la vía fácil de las definiciones que nada definen.
c)   Repetir a cada instante el término “realismo mágico” sin esculcar a fondo de qué realismo mágico se habla.
d)  Que las reinas de belleza citen  a GGM como su autor preferido sin haber leído al menos  el primer capítulo de Cien años de soledad.
e)          Por último, se prohíbe que a nuestro premio Nobel le deseen el infierno junto con Fidel Castro, porque en primer lugar eso haría que el infierno existiera, y si ya existe, que se transformara hasta volverse deseable solo por escuchar a estos personajes.

Un graznido

Sobre este último punto,  reproducimos el texto escrito por Fredy González Zubiría, enviado por el amigo y antropólogo guajiro Wilder Guerra,  a raíz de la torpe salida de una neocongresista del Centro Democrático, quien soltó un graznido contra Gabo. Ahora ha pedido disculpas, pero alega sin embargo que la gloria de Gabo no puede ocultar que fue amigo del castrismo,  y que
 sí cuestiono la manera como García Márquez y muchos otros artistas olvidan su responsabilidad social. Como respaldan y promueven a los dictadores que oprimen a sus pueblos y tienen sumergida a la gente en la más profunda miseria y atraso, olvidando a aquellos que necesitan el respaldo de los países demócratas de América Latina. Lamentablemente en nuestro país los artistas, los políticos y hasta los mismos ciudadanos muchas veces también lo olvidan”., (http://www.semana.com/nacion/articulo/la-disculpa-de-la-congresista-que-le-deseo-el-infierno-gabo/384315-3http://www.semana.com/nacion/articulo/la-disculpa-de-la-congresista-que-le-deseo-el-infierno-gabo/384315-),
olvidando ella de paso, desde su privilegiada situación de clase, el infierno de pobreza y violencia al que han sido sometidos los colombianos pobres, campesinos, obreros, los indígenas y los afros, las mujeres y niños desplazados por la sangrienta dictadura de los terratenientes que empezaron esta guerra interminable antes del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, para no ir tan lejos. Y olvidándose de que la intolerancia que ella demuestra con Gabo muerto la tuvieron con Gabo en vida  quienes lo hicieron salir corriendo de Colombia, amenazado por el Estatuto de Seguridad, bajo la acusación de ser miembro del M-19.


EL INFIERNO DE MARIA FERNANDA CABAL
Por Fredy Gonzalez Zubiría
Yo nunca he podido entender a los ricos de Colombia. Viven muy bien, se dan la gran vida en paseos, mansiones, carros lujosos, haciendas, estudian en colegios bilingües, luego pasan a una universidad prestigiosa, posteriormente van a los Estados Unidos a un postgrado de cualquier cosa y finalmente consiguen una pareja de varios ceros en su chequera, se casan, comen perdices y siguen siendo infelices.
Es el caso de doña María Fernanda Cabal que con su desafortunada frase contra el genio de la literatura García Márquez, estando aún fresco su cadáver, esconde un resentimiento de alguien que lo ha tenido todo pero continúa infeliz. Escribió "Pronto estarán juntos en el infierno" y adjuntó una fotografía de Gabriel García Márquez con Fidel Castro.
Lo menos que se ha dicho de ella por las redes sociales, que es una mujer inculta y mal educada, insensata, imprudente etc. etc., no me parece. Ella sabe perfectamente quien era Gabo y lo que representa para la literatura universal, pero es una mujer infeliz, precisamente porque carece de algo que tuvo mucho el escritor: prestigio.
Doña María Fernanda viene la nada, era invisible, una rica anónima, simplemente la esposa de alguien con poder en el gremio de ganaderos, dedicada a ir de compras y regalar vacas desde una fundación. Pero obsequiar mil vacas tampoco la hizo feliz y escuchando en la sombra de su esposo día por día, año tras año, las homilías de Álvaro Uribe en la radio, televisión, en las reuniones, en los cocteles, terminó contagiada de su odio, sin tener sus motivos.  La rabia es una enfermedad que le produce a los caninos deseos de morder sin motivos. En el ser humano, la infelicidad produce ataques de odios y genera impulsos de atacar a cualquiera de manera verbal o física.
En la política parece que la señora Cabal encontró el camino para subsanar su inconformidad, para curar su infelicidad: La actuación mesiánica, ser libertadora. Muchos ricos piensan que ellos son ricos por decisión de Dios, y son una especie de elegidos, predestinados a solucionar los problemas de los humanos comunes y corrientes. Así doña María Fernanda en un arranque de filantropía, se aleja de clubes y centros comerciales, y se embarca en la lucha para liberar a Colombia. Empezó por poner en su lugar al gran traidor de Colombia, aquél que en vez de ponerse a escribir pendejadas debió integrarse a autodefensas para salvar a la patria: Gabriel García Márquez.
El trino de la congresista Cabal, es una gran enseñanza histórica para Colombia. Cito textualmente una frase de Rosa Sala Rose en internet, hablando del fascismo: "El nazismo no fue obra de monstruos, sino de seres humanos como nosotros, y eso es precisamente lo que lo vuelve tan temible."  La frase de esta mujer no debe provocar indignación, ni burla, debería producir preocupación. Si quienes tienen todo para ser felices, son infelices, quizás la felicidad que buscan está en arrasar con todo lo que se sospeche como amenaza para conservar aquello que ni siquiera les da felicidad.
La congresista María Fernanda Cabal armó su propio infierno. Qué triste es iniciar una carrera política de esa manera. Los epítetos, agravios e insultos que se ha ganado en 24 horas avergonzarían a cualquier rufián de barrio. Ya es famosa, quizás no como lo esperaba. Sospecho que continuará infeliz.
Rescatamos también el artículo de la gran columnista Martha Ruiz en Semana.com del 20-04-2014:
http://www.semana.com/opinion/articulo/otras-razones-para-querer-gabo-por-marta-ruiz/384291-3

Compartimos el  separador en homenaje a GGM que nos hizo llegar Carlos Alberto valencia, del Festival de Poesía La idea que verdece, desde Armenia. Un Festival al que estamos invitados, del 23 al 25 de abril de este año.




viernes, 18 de abril de 2014

El Viacrucis de César, una denuncia contra el racismo en las escuelas colombianas (por Elizabeth Castillo).

Buenaventura concentra toda la maldad de la nación: obispo de Buenaventrua, Héctior Epalza (Semana.Com)

Monseñor Héctor Epalza, obispo del primer puerto colombiano, se pronuncia de nuevo contra las atrocidades que se cometen en Buenaventura: Buenaventura concentra toda la maldad de la nación. 


El viacrucis de César

Por Elizabeth Castillo
 Hace apenas unos días el papa Francisco I, pedía perdón por las atrocidades cometidas por cardenales y obispos pedofílicos, quienes protegidos por su condición de intermediarios de Dios en la tierra, abusaron durante años y años de ingenuos y sometidos creyentes.  Sin embargo, el perdón está todavía ausente en esta nación creyente.

El pasado viernes 4 de abril, murió envenenado César Jonhatan Alegría en Bogotá. Lo envenenaron porque su condición racial lo hizo víctima del odio y desprecio de unos de sus compañeros de clase. Eso no es matoneo, eso claramente se llama racismo.
Hace poco más de un año un joven afrocolombiano fue asesinado en un barrio del sur de Bogotá, a causa de la santa ira de un vecino que no soportaba a los “negros” en el umbral de su casa. El hombre no era un asesino, pero su racismo lo llevo a empuñar un arma y acabar con la vida de una persona.

El racismo se ha convertido en una violencia silenciosa y despiadada que transcurre todo el tiempo en las escuelas, en los buses, en las calles, en las discotecas, en los hospitales, en los medios… Opera de forma tan natural y compacta, que ya se volvió parte del humor de sábados felices y los comediantes de la noche.

Los niños y las niñas afrodescendientes en ciudades como Bogotá, deben pagar muy alto el costo de su condición racial y de minoría cultural.  Las familias de ellas y ellos padecen a diario las consecuencias de burlas, chistes, apodos, golpes, desprecio y maltrato físico.
En el año 2011 un funcionario afrocolombiano de la Secretaria de Educación Distrital de Bogotá denunciaba en un evento sobre racismo escolar, el caso de un chico de la localidad de Kennedy, quien había perdido uno de sus riñones debido a la golpiza que uno de sus compañeros le había propinado en uno de los baños de su institución educativa, en razón de que el chico era  un buen futbolista pero sobre todo “un negro”.
Es probable que todas las acciones y las luchas que organizaciones, intelectuales y líderes afrodescendientes, palenqueros y raizales han emprendido para encarar el absurdo fenómeno del racismo en Colombia, no alcancen a dar siquiera un segundo de sosiego al padre, a la madre y a los hermanos de Cesar Jonhatan Alegría.
Todavía falta mucho camino por recorrer para que lleguemos al noble acto de pedir perdón a todos y cada una de las personas que han debido sufrir en su humanidad los estragos del racismo.
El primer gran paso y tal vez el más difícil,  es aceptar -con vergüenza  pero con honestidad- que somos una nación profundamente racista. Que los noticieros le dan más centralidad a los partidos de futbol que a la noticia de César Jonhatan;  que Buenaventura le ha dolido más a sus paisanos que al resto del país que vive de la riqueza que ingresa por su muelle; que la iglesia guarda silencio frente al racismo que hoy tiene en el cementerio a César Jonhatan.
Los pecados de omisión como el silencio, como la invisibilidad de las víctimas y como la naturalización del racismo, no son menos graves que los del chico que decidió envenenar a César. 
El perdón es un acto pendiente con las familias de los niños y jóvenes que en las escuelas y centros educativos colombianos han sido maltratados en su dignidad y en su humanidad por el hecho de ser afrodescendientes, palenqueros y/o raizales.  
Los maestros y las maestras colombianas no pueden alegar que esto sucede a sus espaldas. Basta solo con mirar qué lugar ocupa la historia y la cultura afrodescendiente en el sofisticado currículo oficial, en los lineamientos y en las competencias que trasnochan a rectores y secretarios de educación. Mientras las políticas del conocimiento que dominan el sistema educativo colombiano, propicien esa ignorancia que niega o estigmatiza  la condición afrodescendiente, el sector educativo es también corresponsable de que el racismo crezca con sus “computadores para educar”,  pero sin exigir que la Cátedra de Estudios Afrocolombianos se imparta en todos los establecimientos educativos, tal como reza el decreto 1122 de 1998.
Respeto entrañable para César Jonhatan y su familia.
Duelo perpetuo en el patio de su escuela donde ya no volverá a jugar nunca más...
Y perdón público para él y todas las víctimas del racismo, por nuestros pecados de omisión.



Buenaventura concentra toda la maldad de la nación.
Declaraciones del obispo de Buenaventura, Héctor Epalza, en:
http://www.semana.com/nacion/articulo/en-plata-blanca-con-hector-epalza/383432-3

miércoles, 16 de abril de 2014

UN MAR PARA HELCIAS MARTÁN GÓNGORA

Y hasta su nombre me da el mar.  (H.M.G.)

Hoy, 16 de abril, el poeta caucano Helcías Martán Góngora cumple 30 años de haber zarpado para siempre. Queda su poesía, su inmensa humanidad y su amor por el Pacífico.
                                                                                      Alfredo Vanín                                                                
Lo conocí, obviamente, en el pueblo de Guapi, que para entonces parecía el pueblo más remoto del mundo, porque entonces se soñaba con una carretera, y no había ni un asomo de lo que sería la actual violencia ni la pobreza que lo constriñe, como a casi todos los pueblos del Pacífico colombiano, entre otras razones por la  imposición de economías extractivistas, la destrucción de sus ecosistemas y de los proyectos de vida comunitarios,  la corrupción de la mayoría de sus dirigentes políticos, y la poca importancia que el estado le concede a las regiones que sólo le producen sin recibir nada a cambio.  Aunque el mundo ahora es menos remoto, todavía se sueña con una vía que comunique al pueblo con las ciudades, desde donde Helcías Martán concibió  sus versos de poderosa y festiva nostalgia:

Cuando arribaste a mi comarca sola
hablaste en el lenguaje de la ola
que ciñe un litoral desconocido.

Y el día tuyo se fundió en secreta
Claridad de amatista y de violeta
En la última orilla del olvido.

Nostalgia porque no solamente su litoral desconocido está  inserto en sus versos, sino que recorre como una suerte de alquimia el mar universal que había bebido en los versos de Rafael Alberti, el imprescindible autor de los hermosos poemas de Marinero en Tierra.

Helcías había nacido en el año de 1920, en una familia de vocación naval. Su padre Helcías Martán Arroyo, "pastor de anclas", como el mismo poeta lo nombra  en el poema "Mar en la Noche", procedía de la vecina Iscuandé. A  su madre, Enriqueta Góngora, le cantaría hermosas nanas. La familia tenía ancestros franceses y afrocolombianos. En Guapi, conformó una economía cuyo eje central fue la hechura de barcos, prolongándose a dos generaciones. Pero el poeta de mar y marinerías, solo tuvo el título de propiedad de un barco cuando le fue traspasado por un sobrino para evitar un embargo. Entonces, en la Notaría Única de Buenaventura me dijo alborozado: "Poeta, yo poeta del mar, por fin tengo mi buque".

Una de las cualidades humanas que más sorprendía en Helcías Martán era su capacidad para el fino humor. Parecía una caja radiante de música. En las tertulias y bohemias llevaba la batuta en los lances verbales, haciendo gala de su erudición comn anécdotas literarias que contaba -al igual que recitaba su última producción- con su voz ronca de gaviero. Lo otro era la calidez con que alentaba a los nuevos poetas. Lo tercero era su gran fertilidad verbal para la producción poética. El maestro seguía la veta de grandes poetas hispanos, como un continuador de dos grandes líneas: el clásico español y el negrismo de Pales Matos y Guillén. En el primero escribió sonetos impecables. En el segundo, “Loa del currulao”, por ejemplo, o las jitanjáforas de sus poemas más "negristas", evidencian su arte. Pero por encima de todo, le cantó al litoral,  a sus hombres y mujeres, al que denominó “El mar negro”.
En su más famoso poema, “Declaración de amor”, conocido y reconocido, el que todos solicitaban en sus recitales y cuya dedicación se atribuyen varias mujeres,  empieza uno a entender su vocación marinera y el influjo de  Marinero en tierra.
        Lo que se intuye es que Alberti marcó a una generación de vates en España y América con su tierna poética del mar y sus marinerías, influjo que incluso se puede prolongar en algunos baladistas modernos de la península. Pero Martán, nacido apenas cuando se publicaba este libro, no tiene "el corazón partido en agua y tierra". Su vida es el agua, aunque un sicoanalista (Fredo Arias de la Canal) lo llegó a definirlo como "el poeta de la sed". En su pueblo y en Colombia se le sigue llamando "el poeta del mar", quien junto con el tumaqueño Payán Archer, representan la más alta voz poética de su generación en el Pacífico colombiano. Martán busca la marinería pura en su Océano, en Diario Fluvial, en los que inserta sonetos clásicos.   Y en Humano litoral, entre la resaca y el barro, entre las formas dialectales, dialoga con el mundo que aterriza en sus ojos luego del vuelo bíblico-tropical de su  libro Evangelios del Hombre y del paisaje. Para él entonces no hay discordias, porque "hasta su nombre me da el mar".
Helcías fue -como dije- bastante pródigo. Más de sesenta libros de poemas, una novela y una serie de relatos quedaron impresos. Los inéditos suman casi veinte. Sus ediciones fueron  siempre cerradas, hechas en las imprentas departamentales del Cauca o del Valle, salvo la publicación que Colcultura hizo de sus cuentos. Ganó un segundo premio en el concurso de Novela Esso, con Socavón, un concurso administrado por el poeta Álvaro Mutis que acaba de fallecer. Su prosa era la de un poeta, vale la pena recordarlo.
 Libros como La siesta del ruiseñor, Humano Litoral, Encadenado a las palabras, Summa Poética, Tiempo de gesta y otros, fueron una carta de navegación lírica del Pacífico y siguen siéndolo para las nuevas generaciones que sintieron su palabra clásica pero enjundiosa, juntando los mares de la Tierra. Eduardo Carranza, entre otros, fue un gran admirador de su obra; Neruda dijo que había leído en su obra al mayor poeta del mar. Era un hombre acaballado entre siglos y culturas. Un hombre de buen romance y de buena juglaría. De entender a su “pariente”  Góngora y Argote y de trenzarse en la manglería con el mejor berejú.
Estudió Derecho en el Externado de Colombia, pero sólo se graduó "ya de viejo", y además decía disimular muy bien su abogacía. Tanto, que contaba que un ilustre abogado lo declaró violador del Derecho por decir en su célebre poema “Y las islas del sur que fueron mías”. “Las islas son del Estado”, le dijo el colega abogado. En el decurso de su vida ocupó cientos de cargos burocráticos; fue parlamentario, Secretario de Cultura en el Cauca, entre otras posiciones que sacó adelante sin perder el genio poético. En Buenaventura, como alcalde, (“mediante una alcaldada”, me confesó), creó el Festival Folclórico del Pacífico, y decidió que el carro de la Administración fuera negro, “por si alguien le enviaba un madrazo le cayera al carro y no a él”.  De Bogotá,  donde residió mucho tiempo, y donde recibió mis primeros poemas para publicarlos en su revista Esparavel,  debió emigrar a Cali por prescripción médica.
Años después, el 16 de abril de 1984, luego de incontables bohemias, algunas de las cuales me tocaron en suerte, moriría en Cali, en el barrio Bosque Norte,  custodiado por su esposa Adelaida, una menuda mujer de Vijes (Valle del Cauca) que fue capaz de soportar su vida desbordante y cuidarlo hasta el último momento, y a quien le tocaría después  soportar sola la muerte de Martín Martán, el hijo, cuyo nombre fue otra broma lingüística de Helcías.
El mar que le dio la poesía, que le enseñó sus infinitos ritmos, en el que pudo entender a Valery o a los juglares de la orilla, también empezó a brindarle la caída. En una Semana Santa, en viaje hacia la isla Gorgona resbaló por la escalerilla del barco y rodó a cubierta. Comenzaría a partir de allí una serie de complicaciones que desembocarían en el recrudecimiento de su asma crónica. Recluido en la sala de cuidados intensivos, todavía tuvo tiempo para el humor: "Quíteme esa catedral sumergida", le pidió a la enfermera de turno, porque la botella de oxígeno producía un ruido monótono cuando él respiraba. El buque Oriente, en el que empezó su caída, era el buque que le había pertenecido mediante una venta ficticia. Hasta en eso su muerte nos pareció un irónico poema  marinero.
Su sobrino Alfonso Martán Bonilla, escribió para su biografía:
Martán Góngora fue miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua, Caballero de la Orden de Alfonso X el Sabio, Grand' Croix d'Honneur de la Orden Imperial Bizantina de Constantino el Grande, Profesor Honorario de la Cátedra Guillermo Valencia de la Facultad de Humanidades de la Universidad del Cauca, miembro de la Academia de Historia de Popayán y de la Sociedad Bolivariana de Colombia, miembro del Grupo Esparavel, cofundador de la Revista Vanguardia de Guapi, director y fundador de Esparavel (revista internacional de poesía), colaborador en periódicos y revistas nacionales e internacionales. Desempeñó cargos públicos, como: Personero de Popayán, Alcalde de Buenaventura, Diputado a la Asamblea del Cauca, Secretario de Educación del Cauca, Director del Teatro Colón de Bogotá y Representante a la Cámara por la Circunscripción del Cauca.
En 1980 el Frente de Afirmación Hispanista de México le otorgó el Premio Vasconcelos; en este mismo año fue condecorado con la Cruz al Mérito Cívico de Santiago de Cali, por ser el autor de la letra del himno a la ciudad; en 1982 con la Medalla Cívica Pascual de Andagoya del Municipio de Buenaventura, y el 3 de julio de 1984, en homenaje póstumo rendido a su memoria, el Concejo Municipal de Cali, con ocasión del Segundo Congreso de las Ciudades Confederadas del Valle del Cauca, le confiere la Orden de la Independencia de Santiago de Cali en el Grado de Caballero.
http://www.helciasmartangongora.org/bio.html
La Biblioteca de autores afrocolombianos, del  Ministerio de Cultura (2010), publicó dos poemarios en uno, que puede leerse en el siguiente link:

Declaración de amor


Las algas marineras y los peces
testigos son de que escribí en la arena
tu bienamado nombre muchas veces.

Testigos, las palmeras litorales,
porque en sus verdes troncos melodiosos
grabó mi amor tus claras iniciales.

Testigos son la luna y los luceros
que me enseñaron a escribir tu nombre
sobre la proa azul de los veleros.

Sabe mi amor la página de altura
de la gaviota en cuyas grises alas
definí con suspiros tu hermosura.

Y los cielos del Sur que fueron míos
y las islas del sur donde a buscarte
arribaba mi voz en los navíos.

Y la diestra fatal del vendaval
y todas las criaturas del Océano
y el paisaje total del litoral.

Tú, sola entre la mar, niña a quien llamo:
ola para el naufragio de mis besos,
puerto de amor, no sabes que te amo.

Para que tú lo sepas yo lo digo
y pongo al mar inmenso por testigo!

(Helcías Martán Góngora De: Océano, 1950)

Loa del currulao

Me hacía guiños tu fugaz cintura,
negra, negrura de la negrería.
Era en Buenaventura
y una salvaje melodía
trenzaba mi amargura
y destrenzaba tu alegría.

En la noche, la Vía
Láctea de tu perfecta dentadura
al sonreírme tú, resplandecía
Te me ibas, corza herida,
perseguida gacela,
dejando en pos la estela
de la marimba ardiente
y los roncos tambores.

Con tu vestido de colores
y tu blanco pañuelo
eras alas de un vuelo,
pétalo en la corriente.
Crecía tu cadera,
curva de sombra plena.
En tu cuerpo bailaba una palmera
esta danza morena
hecha de gozo y pena.
La enamorada esfera
vibrátil de tus senos,
era una ronda de constelaciones.
Toda era curva, menos
la desgarrada voz de las canciones.

Ardías con el fuego
de los hondos ancestros abismales
y era tu cuerpo un ruego apasionado... Los rituales
tambores iniciaron su agonía.
Era en Buenaventura y todavía
en la noche, la Vía
Láctea, de tu perfecta dentadura,
al sonreírme tú, resplandecía



(Helcías Martán Góngora, de Humano Litoral, 1954)