¡Mandinga sea!
MEDELLÍN EN IMPLOSIONES
Rostros en la orilla
urbana
Sobre un muro de la
Avenida La Playa, en Medellín, grafiteros y pintores anónimos dibujaron varios
rostros de hombres, de mujeres y de niños; rostros resaltados por las
expresiones de dolor, de muerte o simplemente por esa expresión que el
anonimato dibuja en las caras de la gente que poco importa para un país donde
el reconocimiento siempre está ligado a los eventos mediáticos, al poder, a la
moda o a la espuria riqueza.
Mientras el taxi rodaba
sin remedio hacia “el tapón” de la calles del centro, me impresionó un rostro
que surgía luminoso de entre las líneas y colores aparentemente caóticos de las pinturas callejeras. Era un rostro de una mujer llegada tal vez del
Chocó, o de un pueblo de Antioquia; tal vez una víctima, una líder afro sacrificada
o simplemente un rostro que representa la dignidad en medio del caos.
Ni una fotografía, ni una
solicitud para mirar detenidamente el mural. Como en “Autopista del Sur”, el
cuento de Cortázar, no había marcha atrás porque el vehículo entraba de lleno a
la turbulencia de la ciudad que como cualquier otra es el caos. Pese a que
Medellín tiene servicio de Metro y articulados de Metroplus, Metrocable y en
breve tranvía, parece ser que nuestras ciudades están condenadas al atafago de
sus zonas centrales por el dominio exclusivo del automóvil, esa adoración
moderna a la que los colombianos en especial parecemos rendirnos de manera incondicional.
El taxista parecía
enorgullecerse a medida que enumeraba los avances del transporte público en su
ciudad. Pero a la vez se quejaba de los motociclistas, de los buses y de los
taxis que paraban a recoger pasajeros en cualquier punto, aun en mitad de una
bocacalle. Ningún avance parece ser perfecto, siempre surge el lunar que lo
demerita y a veces lo anula, parecía decirme en su lenguaje callejero. Le dije
que Bogotá era peor.
La implosión se llama Space
La ciudad estaba
pendiente de la implosión de un edificio del condominio Space, un nombre que tiene la frivolidad suficiente como para generar semejante esperpento del afán de
lucro, capaz de saltarse las normas. Pero los hechos les cobraron caro a los
protagonistas, a los empresarios y sobre todo a las familias que perdieron lo
que en el lenguaje de los lugares comunes llamamos siempre como parte de “el
sueño de la vida”.
Algunos periodistas se
unieron a las voces de protesta de quienes vieron derrumbarse todo –según
decían- sin respetar el protocolo. Primero, adelantaron la explosión 8 minutos.
Segundo, no hubo aviso previo. Tercero, dijeron algunos expertos, las torres
están amarradas estructuralmente y es posible que las que quedan en pie hayan
sufrido daños y representen un peligro a mediano plazo.
Mientras la ciudad se
polarizaba en torno a la implosión de la torre 5 del conjunto Space, al día siguiente dos presencias
surgirían de la ciudad y de la historia del departamento de Antioquia.
“No somos violentos ni lo seremos”
La primera presencia, una
manifestación de al menos 50 hombres y mujeres afros, escoltados por algunos policías, cruzaba con pancartas y
consignas orales el centro de Medellín, en protesta por los actos violentos que
se repiten cada vez con mayor sevicia y sangre fría en el Chocó. Esta vez una
joven madre cabeza de familia de Quibdó
recibió al parecer de las Farc, 50.000 pesos para que dejara una bomba en un
paquete en el interior de Mercames,
uno de los modernos supermercados de la ciudad atrateña. Pocos días antes, en
Guapi (Cauca), dos jóvenes habían sido contratados, al parecer también por las
Farc, para que arrojaran unas bombas al cuartel de la Policía. Y si continuamos
retrocediendo, nos encontraremos con
atentados en Tumaco, en la también más que sitiada Buenaventura (Valle
del Cauca), como para no dejar un solo departamento costero del Pacífico
colombiano sin su dosis de guerra, una guerra llevada hasta lo profundo de la
selva, a flor de orilla de los ríos, a los barrios centrales y sobre todo
periféricos de pueblos que no conocían la guerra después de haberse liberado de
la esclavitud colonial. Y ahora las atrocidades no tienen cuento. Van dirigidas
contra líderes, contra mujeres cuyos cuerpos siguen siendo el otro territorio
de la guerra, con reclutamiento de niños que aceptan como forma de poder en su
pobreza el arma, la delación y el tiro
de gracia.
El segundo evento había
empezado un mes antes y finalizaría hoy 3 de marzo: la exposición Mandiga Sea - África en Antioquia, en el Museo de Antioquia, frente a las voluminosas esculturas de Botero, con la curaduría de
la historiadora y profesora de la Universidad de los Andes, Adriana Maya, y el profesor de la Universidad Nacional
Agustín Cristancho. Con el título de Mandinga Sea, los autores quisieron brindar un reconocimiento al
grupo mandinga, con una expresión muy entronizada en el habla cotidiana paisa, en el Pacífico y en media
Colombia más, como un eufemismo para no maldecir de una vez.
Esta larga travesía
condensada en tres salas, con muestras de cultura material africana y
afroantioqueña, con fotografías, pinturas, esculturas, retazos de crónicas y de
libros de viajes, reafirma en Antioquia lo que el empuje “paisa” y en general
las sociedades mestizas colombianas quisieron sepultar para siempre,
porque la estructura económica impone el modo de pensar y recordar, y por
eso se olvida que todos somos producto del mestizaje triénico de América, como
lo dijo tantas veces Manuel Zapata Olivella. Y que los aportes de los
esclavizados y sus descendientes libres son más fuertes de lo que se pensaba,
algo que advertía sin parar don Tomás Carrasquilla en sus novelas y cuentos,
algo que pintoras como Débora Arango asumieron, algo que no se quedó en el
tintero sino que se muestra de manera dialéctica en la exposición, que empieza
en el África de los bambara, los yoruba, los fon, los balanta y tantos otros
grupos étnicos que fueron llamados con el trato homogeneizante y despectivo de negros, y finaliza en los trabajos
artísticos de fotografías, pinturas y collages de una generación de artistas
afros que asumieron el reto de mirarse y mostrarse desde adentro, una juventud
que no cree en lágrimas y parte de la
despersonalización y colonización para subjetivarse, para renombrarse, en una
búsqueda que dará mucho que decir en pocos años.
La antesala tiene cientos
de machetes, bambas y otras herramientas que sirvieron para el laboreo pero
también para las batallas rebeldes. La primera sala se abre con mapas de África
y los grupos étnicos que mayor población aportaron a América. Se muestran planos
de la Cartagena colonial y decimonónica. Otra de las salas se abre con los
retratos del político Luis A. Robles (primer parlamentario afrocolombiano) y el
poeta Candelario Obeso (primer poeta afro impreso), ambos del Caribe, un
mensaje que implica empezar a abrir las
puertas del siglo XX.
Abundan los testimonios
de los viajeros en el río de La Magdalena, en la provincia sureña de Barbacoas,
en los ríos Atrato y San Juan. Se
muestran los trazos de plumillas o de acuarelas de viajeros famosos como Alphonse
de Neuville, los cuadros de Enrique Grau, Pedro Alcántara, Lucy Tejada y otros
artistas colombianos que pintaron “de negro”, en fases y posturas diversas, en
contra del canon artístico colonial y cuasi moderno de Colombia.
Las máscaras africanas contemporáneas
están allí cargadas de siglos, con su maestría superior a muchas realidades
inmediatas, como pioneras del arte
contemporáneo universal. Y no faltan los instrumentos musicales que parecen
sonar en ese recinto cargado de señales, de indicaciones hacia el futuro y el
pasado. Hay vacíos en algunos espacios, que se llenan con el sentido de la
historia narrada, pero no de manera común. Por eso lo más interesante es la manera como se
enfrentó el desafío de decir tanto en tan poco espacio: acudiendo a una mirada,
a una semantización que de alguna manera va en contravía de una museología de
lo muerto. Su intención es contemporizar lo antiguo y mostrar los antecedentes
de lo nuevo.
África con todas sus
reelaboraciones está más adentro de Antioquia y de Colombia de lo que se piensa
o se siente en nuestro afortunado (aunque poco autorreconocible) país de la
diversidad, que si pudiéramos montar una exposición semejante en cada
departamento o subregión, se encontrarían vertientes comunes, raíces tan
válidas y tan vigentes, que ya no se seguiría hablando únicamente de puñados de
pioneros y de científicos españoles y criollos blancos, de héroes y precursores de la Independencia centrados en
pocos nombres criollos, sino que se empezarían a fundir en las memorias
colombianas los aportes artísticos, industriales, ganaderos y de luchas
independentistas de los esclavizados desde los cimarronajes, los palenques
precursores de la libertad, y los aportes económicos que ignora la mayoría del
pueblo colombiano, como legados ciertos de un país que fue construido también
con el alma y el cuerpo de todos los hombres y mujeres que llegaron forzados de
África, crearon territorio y cultura y se incrustaron en los genes y en la vida
simbólica y cotidiana de todos los países americanos, especialmente el de Colombia.
Por fortuna, sin el espíritu de la venganza, pero sí decididos ahora a
fortalecer derechos que aunque establecidos por la ley, a veces se ignoran,
porque se desconoce o se oculta la
historia, y quienes no padecen el efecto de esta negación, no se sienten
aludidos. ¡Mandinga sea!
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