La
estrategia sin fin
Alfredo Vanín
Cuando
a finales de los años 80 se consolida el auge de los llamados “tigres asiáticos”,
por la pujante economía de algunos países, entre ellos Taiwán, Colombia empezó
a predicar por boca de sus gobernantes que el Pacífico se convertiría
automáticamente en el Mar del siglo XXI. Así lo proclamó el presidente Belisario
Betancurt en el islote de Malpelo, un discurso al que me referí en un texto
llamado La Estrategia del Mar, que leí
por primera vez en el II Festival del Currulao de Tumaco, en 1988, si no me
falla la memoria y en el que advertía la falacia de la retórica política
nuestra, que erigía castillos de naipes que muy pronto se derrumban o descubren
su cara menos pródiga. El texto fue publicado después, de manera artesanal, por
Tercer Milenio, y recogido en casetes a manera de material didáctico para
motivar e ilustrar las luchas del naciente Artículo Transitorio 55, del que
derivaría la Ley 70 de Comunidades negras de Colombia.
Zonas
francas, libre comercio, grandes movimientos de exportación e importación, que según
los abanderados del desarrollismo convertirían al Pacífico en el epicentro
comercial del mundo, y por supuesto a la región pacífica colombiana en el punto
de contacto con la gran industria del mundo. Y entonces el atraso y la miseria serían cosa del pasado.
El discurso del desarrollo había tenido otras
sustancias a finales de los años 50, cuando se hablaba de la Tierra de Promisión,
y del desarrollo que se le imprimiría al Pacífico, para que dejara de ser el
Litoral Recóndito del que había hablado Sofonías Yacup. Pero a cambio llegaba
la era de la gran explotación de la selva tropical húmeda por parte de
transnacionales de Norteamérica, y luego los aserraderos florecerían como
verdolaga a lo largo de la llanura húmeda.
El Inderena (Instituto Nacional de los Recursos Renovables) llegó a
hablar de más de 1.500 aserraderos a mediados de la década de los 70, de los
cuales casi la mitad estaban en el
Chocó. El resultado fue terrible: la deforestación, el poco valor agregado a la
madera, la pérdida de biodiversidad galopante, la disolución de las economías
locales, la visión de los ecosistemas, el tejido social, todo empezó a cambiar
de manera degradante. A finales de los años 90 del pasado siglo se calculaba
que la deforestación ya había llegado a unas 60.000 hectáreas por año, lejos,
pero muy lejos de las cifras que se manejaban cuando el hombre solo tenía un
hacha, pero no le faltaba ni la cacería, ni la madera, ni la pesca. Y tampoco
le faltaba la vida más tranquila, más centrada en su propia cultura.
Foto Armando
Ahora
llega la minería, “recargada”, “legal” o “ilegal”, armada de enormes
retroexcavadoras que han continuado con la tarea devastadora de no dejar un
árbol de pie ni un lecho de río sobreviviente, sin mercurio, y todo manejado de
manera rampante por grupos armados, por transnacionales como la Ashanti, que
bajo ese nombre tan caro a la historia africana, ha desencadenado la
destrucción de territorios y la expulsión de indígenas y afrocolombianos.
“La
coca amarilla”, escuché llamarle al oro en del Pacífico, cuya búsqueda se ha
desencadenado ante el aumento de su valor internacional y la necesidad de
acumularlo ante la depreciación del dólar. Lo grave es que las consecuencias
las pagan los que en su territorio tienen oro y lo han explotado
artesanalmente. Una vez que el desierto pantanoso quede, y los ríos queden
envenenados, las dragas se irán, los dueños se irán a disfrutar de la riqueza,
tal como la Chocó Pacífico construyó el Yankee Stadium y otras obras
suntuarias, a costa del sudor y sangre de hombres que trabajaban desnudos,
semiesclavizados, en las charcas del río
San Juan.
Pasó el
auge de la madera, ahora es de nuevo el turno del oro. De la antigua selva, va
quedando poco. Y mientras, el antiguo hogar que eran los ecosistemas del
Pacífico, pródigo en comida, se acaba. La vida se acaba rápido en este
escenario donde muchos afirman que el progreso trae empleos y desarrollo, que
son necesarios. Pero no a costa de la destrucción de hábitats y de sociedades
construidas durante siglos, de crímenes contra hombres y mujeres, de
reclutamiento de niños, como viene ocurriendo hace años en en Buenaventura,
Tumaco, Guapi, Quibdó (y de lo que apena ahora parece darse cuenta Colombia). Y, al contrario, el desarrollo se da para
quienes se llevan el botín. Acá queda la destrucción, la muerte, la fatiga, la
falta de proyecto de vida. La estrategia es finalmente esa: se promete el
desarrollo pero llega la violencia. Y aún nos falta la explotación de otros
minerales y otras maneras de imponer el desarrollo (léase desalojo) en estas
tierras que jamás pensaron que les llegaría el conflicto.
Por eso
celebramos la postura de los consejos comunitarios del río Cauca, en el norte
del Cauca, que se han plantado frente a la minería destructiva jalonada por los
grandes capitales y por los grupos ilegales. La estrategia del poder del
capital armado vs la estrategia de la comunidad unida.
¿Caminos?
Uno de ellos, entender que la soberbia del capital y de las armas puestas al
servicio de la sevicia y de la lujuria del capital, puertas al servicio de la
explotación y de la neoesclavización, no permiten siquiera gozarse el producto
de la actividad humana ni dignificar la vida, cuando está cimentada en la
destrucción de los otros y de la naturaleza. Todavía tenemos una segunda oportunidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario