lunes, 10 de marzo de 2014

La estrategia sin fin
Alfredo Vanín

Cuando a finales de los años 80 se consolida el auge de los llamados “tigres asiáticos”, por la pujante economía de algunos países, entre ellos Taiwán, Colombia empezó a predicar por boca de sus gobernantes que el Pacífico se convertiría automáticamente en el Mar del siglo XXI. Así lo proclamó el presidente Belisario Betancurt en el islote de Malpelo, un discurso al que me referí en un texto llamado La Estrategia del Mar, que leí por primera vez en el II Festival del Currulao de Tumaco, en 1988, si no me falla la memoria y en el que advertía la falacia de la retórica política nuestra, que erigía castillos de naipes que muy pronto se derrumban o descubren su cara menos pródiga. El texto fue publicado después, de manera artesanal, por Tercer Milenio, y recogido en casetes a manera de material didáctico para motivar e ilustrar las luchas del naciente Artículo Transitorio 55, del que derivaría la Ley 70 de Comunidades negras de Colombia.
Zonas francas, libre comercio, grandes movimientos de exportación e importación, que según los abanderados del desarrollismo convertirían al Pacífico en el epicentro comercial del mundo, y por supuesto a la región pacífica colombiana en el punto de contacto con la gran industria del mundo. Y entonces  el atraso y la miseria serían cosa del pasado.
El  discurso del desarrollo había tenido otras sustancias a finales de los años 50, cuando se hablaba de la Tierra de Promisión, y del desarrollo que se le imprimiría al Pacífico, para que dejara de ser el Litoral Recóndito del que había hablado Sofonías Yacup. Pero a cambio llegaba la era de la gran explotación de la selva tropical húmeda por parte de transnacionales de Norteamérica, y luego los aserraderos florecerían como verdolaga a lo largo de la llanura húmeda.  El Inderena (Instituto Nacional de los Recursos Renovables) llegó a hablar de más de 1.500 aserraderos a mediados de la década de los 70, de los cuales casi la mitad  estaban en el Chocó. El resultado fue terrible: la deforestación, el poco valor agregado a la madera, la pérdida de biodiversidad galopante, la disolución de las economías locales, la visión de los ecosistemas, el tejido social, todo empezó a cambiar de manera degradante. A finales de los años 90 del pasado siglo se calculaba que la deforestación ya había llegado a unas 60.000 hectáreas por año, lejos, pero muy lejos de las cifras que se manejaban cuando el hombre solo tenía un hacha, pero no le faltaba ni la cacería, ni la madera, ni la pesca. Y tampoco le faltaba la vida más tranquila, más centrada en su propia cultura.
Foto Armando 
Ahora llega la minería, “recargada”, “legal” o “ilegal”, armada de enormes retroexcavadoras que han continuado con la tarea devastadora de no dejar un árbol de pie ni un lecho de río sobreviviente, sin mercurio, y todo manejado de manera rampante por grupos armados, por transnacionales como la Ashanti, que bajo ese nombre tan caro a la historia africana, ha desencadenado la destrucción de territorios y la expulsión de indígenas y afrocolombianos.


“La coca amarilla”, escuché llamarle al oro en del Pacífico, cuya búsqueda se ha desencadenado ante el aumento de su valor internacional y la necesidad de acumularlo ante la depreciación del dólar. Lo grave es que las consecuencias las pagan los que en su territorio tienen oro y lo han explotado artesanalmente. Una vez que el desierto pantanoso quede, y los ríos queden envenenados, las dragas se irán, los dueños se irán a disfrutar de la riqueza, tal como la Chocó Pacífico construyó el Yankee Stadium y otras obras suntuarias, a costa del sudor y sangre de hombres que trabajaban desnudos, semiesclavizados,  en las charcas del río San Juan.

Pasó el auge de la madera, ahora es de nuevo el turno del oro. De la antigua selva, va quedando poco. Y mientras, el antiguo hogar que eran los ecosistemas del Pacífico, pródigo en comida, se acaba. La vida se acaba rápido en este escenario donde muchos afirman que el progreso trae empleos y desarrollo, que son necesarios. Pero no a costa de la destrucción de hábitats y de sociedades construidas durante siglos, de crímenes contra hombres y mujeres, de reclutamiento de niños, como viene ocurriendo hace años en en Buenaventura, Tumaco, Guapi, Quibdó (y de lo que apena ahora parece darse cuenta Colombia).  Y, al contrario, el desarrollo se da para quienes se llevan el botín. Acá queda la destrucción, la muerte, la fatiga, la falta de proyecto de vida. La estrategia es finalmente esa: se promete el desarrollo pero llega la violencia. Y aún nos falta la explotación de otros minerales y otras maneras de imponer el desarrollo (léase desalojo) en estas tierras que jamás pensaron que les llegaría el conflicto.
Por eso celebramos la postura de los consejos comunitarios del río Cauca, en el norte del Cauca, que se han plantado frente a la minería destructiva jalonada por los grandes capitales y por los grupos ilegales. La estrategia del poder del capital armado vs la estrategia de la comunidad unida.

¿Caminos? Uno de ellos, entender que la soberbia del capital y de las armas puestas al servicio de la sevicia y de la lujuria del capital, puertas al servicio de la explotación y de la neoesclavización, no permiten siquiera gozarse el producto de la actividad humana ni dignificar la vida, cuando está cimentada en la destrucción de los otros y de la naturaleza.  Todavía tenemos una segunda oportunidad.


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