LAS OFENSAS MUNDIALISTAS
Colombia ha protestado en el Mundial Brasil 2014 ya
tres veces contra tres mensajes considerados ofensivos por nuestros
compatriotas. El primero fue un montaje gráfico enviado por Nicolette Van Dam, actriz
holandesa y embajadora de buena voluntad de la Unicef. En su tweet aparecían dos jugadores colombianos
aspirando cocaína en el campo de juego. El segundo fue un chiste radial en una emisora de Australia
protagonizado por dos periodistas. Y acaba de llegarnos el tercero, quizá con
mayor ingenio, en donde tres jugadores aspiran con total concentración, como si
fuera cocaína, la espuma que utilizan
los árbitros para delimitar el sitio de cobro de los tiros libres. La imagen
fue publicada por el caritcaturista Pad´r
en la cadena de televisión RTBF de Bélgica, francófona por más señas. En
el primer caso, la actriz fue despedida de su cago de Embajadora de buena
voluntad de la Unicef. En el Segundo caso las disculpas no se hicieron esperar,
y en el tercer caso hubo también disculpas y también la confesión de que no se
pretendía ofender la dignidad nacional, tan maltrecha en los últimos tiempos.
Los
tres hechos, atribuidos por los colombianos en parte a la “envidia “ que
despierta nuestra selección, y en parte a la mala imagen que tenemos en el
exterior, han exacerbado como siempre nuestro trasnochado nacionalismo. Y por
supuesto han causado secretas hilaridades en muchas comunidades no colombianas,
donde somos considerados unos parias, pero no solo por nuestra desgracia al
habernos convertido en primeros productores mundiales de cocaína y por todo el
despolete de país que tenemos con la corrupción y la violencia, sino que esto
es una historia que viene desde lejos. Que lo digan nuestros soberbios
burgueses que eligieron como estilo de vida la imitación del estilo de vida de los
anglosajones. Hemos hecho el ridículo durante siglos, rindiendo nuestros
capitales a los pies de las grandes potencias modernas, Francia, Inglaterra y
luego Estados Unidos, obedeciendo además todos sus mandatos, como consta en la
historia colombiana y se prolonga todavía en las extradiciones aberrantes. Nuestra
mirada siempre ha estado puesta hacia afuera. Lo decía William Ospina alguna
vez: un país donde la clase alta se siente identificada con Inglaterra, la
clase media con Estados Unidos y el
pueblo pueblo con México y sus rancheras. Y lo que tenemos dentro es visto solo
como un trastorno: hay negros, hay indígenas, hay pobres a montón. Para nada
queremos identificarnos con lo que somos. Para nada.
Y desde
afuera, en general nos nos miran con buenos ojos, salvo unos románticos que se
enamoran tanto del país, de su embrujo natural, de la moldeabilidad de nuestra
gente, de su buena fe, y terminan con restaurantes, academias, e incluso de
guerrilleros, como Tania.
Para
que podamos ser vistos con mayor seriedad, deberíamos portarnos con mayor
seriedad. Hasta hace unos años, una encuesta revelaba que los colombianos eran
considerados los hermanos de segunda en países como Ecuador y Venezuela (ojo:
antes de Chávez y Correa). Esto porque somos un país en el que tan pronto como
llega la más mínima noticia de una bonanza en otro país, salimos disparados
para allá, abandonamos nuestro barco como los tripulantes filipinos en el
naufragio de hace meses. Lo atestiguan las bonanzas de Venezuela en los años 70,
las promesas de una vida sin contratiempos en Estados Unidos, a costa de lo que
sea. Y la lista sigue. Loable empeño el de mejorar las vidas, porque
nuestro país ofrece poco para mucha gente, y ofrece demasiado para poca gente.
Pero nuestras migraciones las hacemos
masivamente, de manera oportunista,
arreados por las circunstancias que parecen contagiar como la peste.
Nuestro romántico patriotismo solo tiene las
euforias del fútbol como escape, las borracheras monumentales y la capacidad
permanente de matar si alguien nos contraría. No tenemos límite si alguien
hiere nuestro orgullo patrio, pero tampoco tenemos límites para herirnos,
discriminarnos, maltratar al otro, en nuestro suelo patrio. No nos queremos.
Somos un país donde cada uno cree que debe trepar sobre el otro, y por lo tanto
perpetuar los preconceptos de inferioridad por razones étnicas, de color de
piel, de género, de apellidos, de regiones. Cualquier motivo sigue siendo propicio para administrar
nuestra ofensa contra todo lo que juzguemos diferente. Y algo peor: lo consideramos
como culpable de lo que ocurre, por eso es necesario linchar al otro verbal, social o físicamente. Matar, rematar
y contramatar, esa síntesis siniestra que la periodista María Victoria Uribe logró
en el título de un libro.
Es nuestra tragedia. Nos odiamos de manera
inconsciente y esto aflora en cualquier momento. La conquista, la colonia y la
república estuvieron montadas sobre el saqueo, la desaparición social y humana
y el odio al otro. El fútbol es para
muchos un espacio sagrado. Nosotros ni eso respetamos. El jugador Eduardo Escobar
fue asesinado por ser el autor de un autogol que nos sacó de juego muy temprano
en el Mundial de Estados Unidos 2006 y con ello barajó las apuestas de las
mafias del juego.
No respetamos nada de lo más auténtico que tenemos,
y sólo cuando hablamos de lo más genérico de nosotros se nos llena de agua la
boca. O los ojos. Allí somos la berraquera
( no la verraquera). Nunca nos equivocamos, solo la embarramos, como dice
una caricatura hecha en Colombia, que circula masivamente por allí. Y
embarrarla significa ser un berraco
(no un verraco). De antemano, toda acción injustificada, criminal, no es un
error, es berraquera (no verraquera). De allí que desde el más desconocido capo
hasta el más encumbrado ex presidente
pueda mostrar con orgullo las cicatrices de otros; con orgullo, porque significa
que ellos si supieron sacarle buen partido a la vida, al país, dándole a todos
en la cara, amontonando los cadáveres de las masacres y de los falsos positivos,
o descalabrando al país con los robos más grandes de los que se tenga noticia
en un país civilizado.
Sin pretender justificarlas, las ofensas que nos llegan tienen el mismo sello de
nuestra desgracia. Y eso debe invitarnos
no sólo a autodestruirnos con la celebración de un triunfo merecido, con la
indignación máxima contra las ofensas, sino también a plantearnos los errores
nuestros y los deberes que tenemos con nuestro país que juramos querer tanto. Y uno de esos deberes es admitir nuestras diferencias como constitututivas y enriqeucedoras del país, y no seguir creyendo en los falsos nacionalismos impregnados de fanatismos religiosos, clasistas y racistas, ni en las ya impracticables y desastrosas vías armadas, como tampoco en las terceras vías, que continúan ahondando nuestra desgracia histórica.
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