domingo, 13 de julio de 2014

Billie Holiday


El 17 de julio la cantante Billie Holiday cumplirá 55 años de haber muerto. Nacida en Filadelfia el 7 de abril de 1915, moriría en Nueva York en 1959. Es considerada una de las mayores voces femeninas del jazz. A la par de su talento, creció también su tragedia cotidiana. ¿Quién no recuerda, entre otras piezas famosas, la canción Extraños frutos, en la que se denunciaban los crímenes del KKK? Nuestro homenaje a ella con  un artículo de la gran escritora estadounidense Elizabeth Hardwic, publicado originalmente en 1996, rastreado por el amigo y colaborador Jair Perea Pinilla. La atmósfera jazzística de entonces es evocada por una prosa extraordinaria.


Billie Holiday
Por Elizabeth Hardwick

Este texto fue publicado originalmente el 4 de marzo de 1976.
© The New York Review of Books, 1976 y 2013

Los inenarrables vicios de La Meca son un escándalo para todo el islam y una fuente constante de sorpresas para los peregrinos piadosos”. Como una peregrina en La Meca vivía yo en el Hotel Schuyler, en la calle 45 oeste de Manhattan, junto a un joven homosexual de Kentucky con mejillas sonrosadas. Nos conocíamos de toda la vida. Nuestra amistad era tan violenta, obsesiva, crítica, envidiosa y cruel como la de cualquier pareja. A menudo me despertaba en medio de la noche, rabiosa ante cualquier pequeño delito que él hubiera perpetrado durante el día. Su coercitiva limpieza me irritaba en ocasiones, como si sus costumbres no fueran su derecho sino un veneno peligroso para la vida, como el lento escape de una estufa de hotel. Sus ropas estaban listas en la cama para el día siguiente; y lo peor era su inquebrantable necesidad de limpiarse los dientes inmediatamente después de cenar. Esto significaba que no podía aceptar ninguna invitación fortuita, ninguna propuesta amorosa que apareciese sin anuncio previo, sin experimentar una concentrada desazón. Estas santas costumbres arruinaban su vida sexual, aunque, como un reloj, se le viera cada sábado por la noche en ciertos bares gays, bebiendo su ración de cerveza.

Mi amigo había desarrollado, allá en Kentucky, una pasión por el jazz. Ese estudio se apoderó de su vida, y él lo adaptó a la metódica, intensa, dogmática ansiedad de su naturaleza. Aprendí de él esa pasión. Es una enseñanza curiosa que se graba en tu carne dejando una cicatriz, un deseo nunca satisfecho, una herida en los sentimientos, con la que es difícil vivir. Puede ser perturbador escuchar jazz cuando uno está preocupado, solo, con la persona “equivocada”. Pueden pasar cosas en tu vida que te hagan rendir completamente. Sin embargo, bajo su control, puede decirse que es más fácil que te suicides escuchando “Them There Eyes” que el opus 132. ¿Por qué será? … the sea itself, or is it youth alone? (“¿el mar mismo, o la juventud solitaria?”).
Vivíamos en el centro de Manhattan, creyendo que la ubicación del hotel era una extraordinaria bendición. Vivir en una jungla ensombrecida en medio de las cosas: ¿cerca de qué? A una distancia paseable de todos aquellos lugares a los que nunca íbamos paseando. Pero era historia, ¿no? El enconado anochecer que caía por los huecos entre los edificios grises y rojos. Adentro, el hotel era como la maleza, una pantanosa base irregular. Las taciturnas inconsecuencias de los viejos ocupantes del hotel, sus desilusiones y desapariciones. Vivían como si estuvieran en una casa recién robada, los cables cortados, su mundo saqueado, por ellos mismos, y además alegremente. No imaginen que no recibían nada a cambio. Tenían mucho, se los digo yo. Su insolencia los ponía por encima de sus préstamos automovilísticos, sus amargas deudas impagadas, sus matrimonios malgastados.
Las pequeñas, fútiles tiendas alrededor nos explicaban lo poco que sabemos de nosotros mismos y lo intrigantes que son nuestros recuerdos e íconos. Recuerdo a los extranjeros de la ciudad, asombrados, tomando decisiones, intercambiando monedas y billetes por aquellas nada curiosas curiosidades, aquellas nada excepcionales novedades. La Sexta Avenida yace enterrada en los cajones, mesas de despacho, cajas, áticos y sótanos de muchos nietos. Ahí, ennegreciéndose, están los relojes muertos, los largos anillos ovalados para el meñique, las pulidas piezas de madera talladas hasta llegar a ser cabezas africanas de afilado mentón, los llaveros con el Empire State Building. Y para nosotros estaban las tiendas de música, abiertas durante gran parte de la noche, donde uno podía comprar viejos, rayados, desgastados discos de jazz con las etiquetas de Vocalion, Okeh y Brunswick. Nuestras manos resbalaban en los estuches hasta que la piel alrededor de nuestros dedos sangraba.

Sí, estaban los discos, que por aquel entonces nos parecían de precio incalculable. Y los siniestros clubes de jazz de la calle 52. The Onyx, el Down Beat, The Three Deuces. En la esquina, saliendo de un taxi o bebiendo en el White Rose Bar, estaban “ellos”, los grandes intérpretes, con sus caras gastadas, morenas, enigmáticas a principio de la tarde, su tos, sus labios rotos y sus ojos amarillentos; sus ropas, crujientes y brillantes y tan duras como las fibrosas plumas de un pájaro. Y ahí estaba: la “extraña deidad”, Billie Holiday.
De noche bajo la fría luz de la luna, alrededor de 1943, el boato de la ciudad era benigno. Los jóvenes adolescentes dormían y la única amenaza estaba en el paisaje, estética. Sucias salpicaduras en las alcantarillas, un chanclo negro perdido, un par de bragas blancas, tal vez arrojadas desde un coche en marcha. El libertinaje asesino acompañaba a la música, inseparables, piel y hueso. Y siempre su luminosa autodestrucción.
Estaba gorda la primera vez que la vimos, amplia, brillantemente hermosa, gorda. En aquel momento parecía que nunca volvería a ser una matrona, alguien real y sensible que llevaba dinero al banco, firmaba papeles, tenía cortinas a la medida, trajes colgados y zapatos por pares, dorados y plateados, blancos y negros, listos. Qué extraña y traicionera aparición era esa, una locura, porque nunca fue una mujer menos esposa o madre, menos apegada; ni siquiera podía parecer fácilmente una hija. Poco recordaba la lastimosa dulzura de una jovencita. No, ella era reluciente, sombría y solitaria, aunque desde luego nunca estaba sola, nunca. Señorial, siniestra y absolutamente decidida.

Los labios cremosos, los párpados pesados, el violento perfume –y en su voz eles y erres tropicales–. Su presencia, su canto, creaban una inflamada ansiedad. Largas uñas rojas y el sonido de las guitarras electrificadas. Ahí estaba una mujer que nunca había sido cristiana.
Hablar como parte de una audiencia blanca acerca de “conocer” aquel barroco y misterioso fantasma resulta inmodesto; y sin embargo hay muchas personas, discretas y razonables, que tienen pequeños pedazos de memoria que parecen haber sido personales. A veces recuerdan un intercambio de cualquier tipo. Y siempre la lasciva gardenia, llevada como una grande, blanca, hermosa oreja, la pesada risa, los dientes maravillosos, y la espléndida y arcaica cabeza, sacada del Egeo. A veces teñía su pelo de rojo y los rizos caían lacios sobre su cabeza, como sangre seca.
A principios de semana, los clubes estaban muertos, como ellos decían. Y el escalofrío del fracaso llenaba el lugar, visible en los ojos fríos de sus propietarios. Aquellos hombres, siempre cambiantes, se preocupaban por cálculos fútiles. A menudo mantenían su propiedad tan brevemente que uno a duras penas podía pensar que la tinta se había secado en la licencia. Comenzaban con la esperanza del embaucador y pasaban rápidamente a la torpeza del que quiebra. Los camareros: delgados, vigilantes, testarudamente corruptos, resentidos, ladrones silenciosos. Soldados vagabundos, borrachos y preocupados, músicos y otras personas se miraban espantados a los ojos, como si acabaran de ponerse a salvo.
Mi amigo y yo, peculiares y tensos, experimentábamos durante las noches tranquilas una alegría culpable. Entonces, mostrando nuestra fidelidad, parecía que una especie de tema se revelaba por sí mismo, que bajo el cristal opaco podían descubrirse antiguos diseños de un mundo perdido. La mente se esforzaba por recuperar los espacios en blanco de la historia, y nuestros ojos pálidos gris verdoso se reflejaban en aquellas oscuras e inconstantes piscinas sin recibir nada a cambio.
En su presencia, en aquellas tranquilas noches, era posible experimentar la profundidad de su incredulidad, sentir a veces la despiadada, horrible libertad de quien sospecha el rigor del destino. Y aun así el corazón siempre nos llevaba de vuelta hacia el poder de su voluntad y el compromiso de esa voluntad con el desastre. Una inclinación nacida de las malas experiencias la llevaba a vivir gregariamente y sin afectos. Su talento y el brillo de su mente se enfrentaban a la fuerza del vacío. Nada podía degradar aquel genuino nihilismo; y así, de alguna manera, es casi un deshonor imaginar que vivía en las letras de sus canciones.
Su mensaje era otro. Era estilo. Aquello era su significado desde que comenzó a los quince años. No cambia la victoria de su gran esfuerzo, el milagroso descubrimiento en la oscuridad de un estilo tan puro, saber que se ejercitó con “I love my man, tell the world I do…”. Qué extraño me parecía, casi desconcertante, estar segura de que no amaba a ningún hombre, o a nadie. También, a veces, uno tenía la gélida percepción de que su propia gente, aquellos que la rodeaban, le temían. Una cosa de la que se sentía avergonzada o más bien la confundía: no ser sentimental.

En mi juventud, mientras viví en Kentucky, frecuenté un sitio para bailar en las afueras de la ciudad llamado Joyland Park. Durante el verano llegaban las grandes bandas, Duke Ellington, Louis Armstrong, Chick Webb, a veces un viernes o un sábado, o tan solo por una noche. Cuando hablo de las grandes bandas eso no significa que pensásemos en ellas como tales. No, formaban parte de las noches de verano y los puestos de venta de perros calientes y la piscina fétida por exceso de cloro, la montaña rusa chirriante, las viejas mesas de picnic dañadas por la lluvia, los columpios de hierro rotos. Y las bandas también eran parte de la ebriedad sureña, parejas metiendo coca y whisky, vomitando, siendo infieles, enamorándose, desesperadas. Los músicos negros, con sus pesados instrumentos y sus tuxedos, simplemente estaban allí para dar ritmo a los traspiés abrazados del fox-trot de aquella época.
En los autobuses de las bandas, aparcados en el campo, en las caravanas donde sufrían las montañas de cigarrillos y botellas, los músicos recorrían las hirvientes autopistas en la noche o descansaban unas pocas horas en los barrios negros: la Vía Dolorosa del negocio del espectáculo. Llegaban finalmente a ningún lugar, a grandes o pequeñas audiencias, a menudo con nosotros atentos a la programación del Parque; en otras ocasiones, la masa saltaba al salón de baile. La banda de Ellington. ¿Y qué hacíamos nosotros, tan cerca, murmurando aquellas letras?
En los bailes de invierno de nuestra secundaria, pequeños eventos, baratos, locales. Teníamos rizos, trajes de tafetán rojo, zapatos de satín con el tinte nuevo desvaneciéndose en los charcos; y sobre todo teníamos puesto nuestro feroz deseo de ser populares. Era como una manta que te agobia, como una tienda sin aire; sin aliento, sonrientes, permanecíamos con ojos ansiosos, cerca del piano, rondando a Fats Waller que había acudido desde Cincinnati para la ocasión. Peticiones, miradas pérfidas, adolescentes borrachos, chaperones cabeceando: esto ofrecíamos a la música, mirándola, supongo, como algo inevitable, surgiendo sin esfuerzo del suelo común.
En la calle 52: “Sí, recuerdo tu ciudad”, dijo ella, sin inflexiones.
Y recuerdo su perro, bóxer. Era una de esas mujeres que admiran los perros grandes, abrumadores, impresionantes, y les dan el cuidado y la cortés puntualidad que niegan a todos los demás. Varias veces la esperamos asustados en el bar del Hotel Braddock en Harlem. (Mi amigo, furioso y tenso con su nuevo y odiado trabajo en “relaciones públicas”, intentaba sin éxito que su nombre apareciese en la columna de Winchell). Estábamos esperando para llevarla al centro a que Robin Carson le tomará las que acabarían siendo unas hermosas fotografías. En el Braddock, los porteros subían a su cuarto bandejas de carne para el perro. Más tarde, uno de sus amigos, de apariencia casi infantil (tan fácilmente acababan rotos los demás ante los poderosos, enérgicos horrores de su vida) sacaba el perro a pasear a la calle. Esos animales, dormidos en los camerinos, eran como tesoros esculpidos, dignos de la tumba de una reina.
La increíble enormidad de sus vicios. Lo escandaloso de los mismos. Uno debe merecer una gran destrucción. Su talento implacable y la opulenta devastación. Hasta que llegó su más pesada adicción a la heroína, apiló las piedras de su tumba con cantidades prodigiosas de scotch y brandy. Nunca estaba, en ningún momento del día, libre de ese consumo, nunca excepto cuando dormía. Y no parecía sentir ninguna necesidad de reformarse, de cambiar. Con cólera fría habló de las varias curas que le habían impuesto, y decía, inclinándose, tan segura de sus derechos como si la hubieran robado: “Y tuve que pagar por ellas yo misma”. Recién salida de una condena en la Prisión Federal para mujeres de Virginia Occidental, subió, hinchada por una dieta a base de papas, al escenario del Town Hall para agarrar algo de dinero y comenzar de nuevo el mismo día de su liberación.
Aun así, incluso con ella, la autenticidad se interrumpía ocasionalmente. Una invitacion a comer chili –una orden improbable–. Fuimos hasta una calle en Harlem justo cuando caía el sol del invierno. Ventanas oscurecidas con pequeñas franjas de luces vigilantes encima de los umbrales. Adentro, los recibidores estaban oscuros y vacíos. Nosotros, nuestras caras blanqueadas por el frío, dentro de nuestros delgados abrigos, con guantes negros, llevábamos pegada la falta de confianza de los miembros de una secta yendo de casa en casa, una determinación glacial, tímida y a la vez pedante. Nuestra alarma y fascinación heladas nos llevaron hacia el vacío de un bloque de edificios muerto. La casa estaba cerrada por la policía y cuando entramos, murmurando su nombre, el policía nos miró con furiosa incredulidad. La policía la acosaba, pero por una vez no era su fiesta. En algún lugar, escaleras arriba, tras otra puerta se había presentado una catástrofe.
Sus propios discos sonaban una y otra vez en el tocadiscos; todo lo demás estaba en silencio. Todos los sitios en que vivía eran temporales, en el más puro sentido del término. Pero llenaba incluso una oscura habitación de hotel con un peso mordaz, diabólico. En aquel momento estaba viviendo con un trompetista que comenzaba a ser conocido y que poco después desaparecería por completo. Era delgado como un palo, y su adorable, redonda cara clara, de asustados, brillantes ojos redondos, parecía un sacrificio empalado encima de la caña de su cuello. Su hermano menor salió de la habitación. Permaneció de pie delante nuestro, indeciso entre varias confusas posibilidades. Pequeño, delgado, tal vez de unos veintipocos, el joven estaba absorto en numerosas funciones. Era una especie de Hermes agitado, que lo mismo compraba cigarrillos, corría rápido hacia la habitación o, casi inaudible en el teléfono, ordenaba o disponía algo con una voz ligera, temblorosa.
“La señora está un poco atrasada. Ha adquirido demasiados compromisos”. Gruñidos y toses desde el cuarto, en la luz amelocotonada, la pálida colofonia de un sofá acabado era visible. Una concha, recién arrancada de cualquier crustáceo, estaba llena de colillas. Una media en el suelo. Y el disco, una y otra vez, con la brillante claridad de sus canciones. Humo y perfume y en algún lugar un corazón batiente.
Un invierno llevó un magnífico abrigo de lince, y con él puesto andaba, bella y amenazadora como un cosaco, arriba y abajo, atrapada en su vitalidad. A veces en su discurso irrumpían sueños pendencieros, historias de heridas que ella había infligido con un vaso roto. Y en el White Rose Bar, mil cigarrillos interrumpían sus apariciones, apariciones que, no solo por su esplendor, sino también por el mero hecho de producirse, parecían tener algo de magia. Esperar y esperar: en eso consistía perseguirla. Te sentías como un viejo caballo de tiro, parado en la entrada, listo para la gélida carrera de medianoche a través del parque. Ella siempre estaba tras una puerta cerrada: la suerte de los adictos, sea cual sea su adicción. Y luego, por fin, ella debía salir, emerger entre polvos y vaselina, con el pelo ondulado con un rizador de hierro, guantes de satín, jersey de seda, flores: el costoso martirio de la “artista”.
Por aquel entonces no había grabado muchos discos, y sonaba poco en la radio porque su voz no correspondía a los gustos populares de la época. Sus actuaciones en clubes nocturnos eran una necesidad. Estar ahí noche tras noche era una carga; lo que no suponía una carga era, cuando se disponía a hacerlo, cantar a su manera. Sabía que podía, que dominaba el escenario, pero ¿por qué no hacerse la pregunta? ¿Eso es todo? Su trabajo, como tan a menudo les sucede a las personas de talento, fue adquiriendo gradualmente un tinte destructivo: están condenadas a repetir eternamente los momentos álgidos de su inspiración.
Llegó tarde al funeral de su madre. Al menos llegó, ferozmente correcta con un turbante negro. Algunos músicos de jazz estaban allí. La luz de la última hora de la mañana caía implacablemente sobre sus rostros nocturnos e inseguros. Durante el día aquella gente, todos menos Billie, tenían un aspecto furtivo, suburbano, como hombres de familia que trabajan en el turno de la noche. Las marcas de una vida doméstica fracturada, las señales de una vida real que es en sí misma casi secreta para el artista, flotaban sobre la pequeña iglesia, uniéndose a la incómoda irrealidad.
Su madre, Sadie Holiday, era bajita y sentimental, sorprendida de ser la portadora de tales noticias al mundo. Hizo esfuerzos por meterse en la vida de Billie, pero no había lugar para ella ni era necesaria. De cuando en cuando creaba pequeños restaurantes que dirigía sin ningún talento y que fracasaban rápidamente. Nunca alcanzó el objetivo de su vida, el sueño profesional, que era ser la “ayudante de camerino de Billie”. Las dos mujeres no se parecían, ni en el carácter ni en el rostro. La hija era profundamente inteligente y encontró un trágico uso de ello en su astuta destrucción. La madre parecía enfrentarse cada día con la clara esperanza de un niño y acabar cada tarde con un desconcertado gemido de desilusión. Sadie y Billie Holiday eran una violación, una grieta en la estadística de la vida. La gran cantante era una de aquellas para las que se inventó la palabra “changelling” [niño cambiado por otro]. Compartía su espectacular destino y estaba familiarizada con las fuerzas del mal.
Billie vivió hasta los 44; o sería mejor decir que murió a los 44. De “enormes complicaciones”. ¿Fue una vida larga o corta? Los “puntos altos” que buscó con tanta concentración desde luego siguen siendo un misterio. “Ah, yo culpo a Jimmy por todo”, dijo alguien una vez en un taxi, citando a su primer esposo, Jimmy Monroe, el dueño de un fabuloso club de Harlem cuando ella era joven.
Una vez vino a vernos al Hotel Schuyler, acompañada por alguien. Nos sentamos en aquella clara sordidez y no había nada que hacer y nada que decir y ella no quería comer. En medio del ansioso mutismo, sentí la más profunda melancolía en sus ojos negros, un abismo en el que cada pregunta caía sin respuesta. Murió en la miseria debido a las erosiones y los venenos de su ferviente, felón narcotismo. La policía estaba junto a su cama en el hospital, vigilando para que ella, en coma, no consiguiese un último viaje interior químico.
Toda su vida había transcurrido en la oscuridad. La luz caía sobre el negro, silencioso círculo de un café; la luna se deslizaba lentamente sobre las nubes. Trabajar de noche, sonreír, maquillada, en largos, sedosos trajes, cantando una y otra vez. El objetivo de todo aquello no era sino vagar hasta acostarse cuando los primeros rayos del sol amenazaban los párpados teatrales.



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