domingo, 28 de febrero de 2021

 

Islario del sur

El blog de Alfredo Vanínromero

 

ESTE ARRABAL AMARGO

Por Alfredo Vanín

 

   Hace algunos años, dos colombianos estudiosos de las expresiones artísticas conversaban por radio. El  crítico de cine Alberto Duque López, desde su programa Nocturna RCN, al escuchar el disco del inmortal  Gardel, “Arrabal amargo”, le preguntaba al crítico musical Álvaro Gartner por qué en Colombia perduraba tanto la memoria de Gardel. Porque no es sólo un fenómeno de Medellín -donde murió el cantante junto a su gran amigo y creador Alfredo Lepera- dado que en Cali, afirmaba Gartner, el culto al tango era tan igual como en Medellín, porque existían también  clubes, coleccionistas y academias de baile que incluso todavía se mantienen junto a la fama salsera de Cali. La conversación fue larga, pero apuntaba a esa especie de gusto por la fatalidad que ronda a América Latina y en especial a Colombia, nuestro país desangrado en guerras sucesivas tan solo por impedir que la tierra le pertenezca al campesino y la mayoría de un pueblo tenga acceso a mejores condiciones de vida. Unas castas caudillistas han hecho lo necesario para que el desarrollo de nuestras sociedades y sus instituciones sea siempre un sabotaje a las posibilidades de inclusión y vida digna.

    Pese a la pretendida fama de felices, en medio de las  tragedias de las regiones y comunidades marginalizadas, al relajo y mamadera de gallo, un destino desgraciado parece haberse abatido sobre la conciencia de los colombianos. Nos gustan demasiado las canciones que expresan la desgracia o nos invitan a la autodestrucción. Hay una extraordinaria vocación de derrota y amargura que circunda a nuestros pueblos. El lento suicidio o la muerte violenta parecen ser nuestros signos. Gardel, el tango, la música de despecho, están clavadas en la raíz anímica de un pueblo aparentemente tan alegre, rodeado de festividades durante todo el año, al que inclusive el gobierno se siente con derecho a prohibirle la fumada de un porro porque eso significa una libertad que no debemos tener,  porque eso significa -en el concepto medieval del país conservador y fascista- un problema “moral” y no un problema de salud, mientras los crímenes más atroces se suceden frente a la indiferencia institucional y de sus más acendrados dirigentes.

    

Músicos y cantoras del Pacífico (Foto A. V.R.)

 Un pueblo aparentemente alegre, digo,  porque celebra todas las fiestas, carnavales y reinados habidos y por haber, convirtiéndose en uno de los países con mayor número de festividades. Es como si –dada la diversidad que jamás logró consolidarse como país- cada grupo humano ostentara su reinado o su fiesta como muestra orgullosa de su origen, en el mayor de los casos bendecida o emparentada con figuras del Cristianismo.

      Bajo esa capa de aparente alegría subyace un pueblo que, como ninguno, celebra la tragedia. Basta detenerse en los poemas sepulcrales de Julio Flórez y en numerosos versos de la lista de vates llegados de los cementerios que nuestros mayores recitaban, y más cerca todavía, en las canciones sepulcrales de un Darío Gómez, de un Caballero Gaucho, de un Charrito Negro,  y las canciones llamadas norteñas que proliferan en nuestras barriadas y no solo sirven para cubrir la programación de algunas emisoras, para dar rienda suelta al lagrimeo o al rencor,  sino también para despedir a los muertos. En pueblos y ciudades se volvió costumbre  acompañar los entierros con un aparato que emite canciones pornográficamente lúgubres, entre ellas, la más sonada hasta hace un tiempo: “Nadie es eterno en el mundo”, de Darío Gómez. En esto los pandilleros son más festivos: sus canciones favoritas para “el camino sin regreso” provienen del rap, de la lírica del hip hop, y en casos más extremos del tristemente famoso regaeton en boga. Esta costumbre de acompañar el recorrido final de amigos y parientes con alguna música estereofónica se afianza en tiempos recientes de las costumbres mafiosas, en especial de aquel legendario capo caleño que fue enterrado con mariachis. Nuestro pueblo lo copia todo. El reggaeton, que se impuso bajo la sombra de la nueva generación de traquetos, seduce a los jóvenes tanto por sus letras y jadeos porno como por sus videoclips de bailes definitivamente sexuales. Detrás de esa imposición, como la otra, la mortecina de la canción impulsada por paracos (esa palabreja lúgubre que se incrustó definitivamente en el léxico nacional), que hablan de droga y de muerte, se visualiza la tragedia.

      Nos aferramos a  la desgracia como si fuera nuestra mayor esencia. Aunque por encima de ella, nuestro malogrado país subsiste, así sus mejores destinos parezcan inalcanzables. Mientras en la Constitución de 1896 el país le pertenecía claramente a una minoría blanca y cristiana, durante  el Frente Nacional de los años 60-90 le perteneció a dos bandos políticos representados también por minorías que nos hicieron creer en las irrebatibles virtudes populares de sus propuestas y sus triunfos, cuando los había; y de sus derrotas, cuando llegaban. Pero en el fondo, los triunfos eran de unos pocos y las derrotas quedaban para el frustrado populacho, situado por fuera del reparto del gran botín político y también económico, como ha ocurrido desde los tiempos de las élites republicanas del siglo XIX que poseían sus propios ejércitos, y hasta llegaban a conformar su propio estado[1].

       La exclusión de la mayoría, representada sobre todo en los históricamente explotados y marginados  afros, indígenas y campesinos pobres, hace parte  de este sentimiento trágico, de haber nacido derrotado de antemano. Pensemos en México, que tuvo la oportunidad histórica de una revolución a comienzos del siglo XX. Es el ejemplo más palpable, uno de los sucesos que abre la modernidad y las posibilidades de reivindicación para la América Nuestra. Y es en el pueblo de los corridos revolucionarios de donde provendrá la música para la tragedia cantada, individual o colectiva, lo que impresionó a Jean-Paul Sartre: que en un pueblo tan expresivo y vital como el mexicano una de sus canciones- himno expresara que “la vida no vale nada”. De allí derivará la tradición mariachi que se instala en Colombia con el cine, a la que sucederá la perversión cantada que ahora se llama música norteña, con su apología del narcotráfico y las fuerzas  nocivas capaces incluso de desviar el impulso ideológico de guerrillas surgidas del campesinado.

El bolero nos  llegó con sus raíces cubano-hispánicas y se convirtió en otra forma del canto a la tragedia amorosa, a menudo matizado con cierta picardía frente al desamor, a lo largo de todo el continente, siendo los mejicanos sus más acendrados intérpretes, después de los cubanos.  Sin embargo, es necesario reconocer que México adoptó y transformó el bolero llegado de Cuba, al igual que el danzón, el mambo y el chachachá. Innumerables películas son un homenaje a la música caribeña que entró por el puerto de La Veracruz y se fundió con el legado africano, indígena e hispánico. De allí surgirán Los Panchos y Toña la Negra, Agustín Lara,  Acerina, Melón  y Pedro Infante, para citar algunos nombres.

    De la Argentina llegó el tango, surgido de los arrabales porteños, con claros orígenes afro (incluso por su nombre), en donde intervienen la habanera cubana y el candomblé uruguayo, ambos de procedencia afroamericana. Carlos Gardel y sus inmortales secuaces llevarán el tango a los salones de la burguesía porteña luego de adquirir pasaporte en la sociedad parisina. Si Borges afirmó que el tango es un pensamiento triste que se baila, también es cierto que las tragedias del tango son más intimistas que las de la ranchera, y será tal vez por eso más apto para explicar su arraigo en una clase media derrotada. Lo que expresa el tango es la soledad y el anonimato que rodean al ser humano en una urbe en expansión, cuyo rumbo nadie conocía, y donde se mezclaba toda suerte de aventuras e historias, de injusticias, de bravuconadas y de pírricas victorias cotidianas.

Carnaval en Barranquilla (Colombia) - Foto A.V.R.

 Ecuador y Perú expresan en suspasillos y valses los sueños inconclusos, el desmoronamiento de culturas ancestrales, el destierro y el despojo. Como siempre, como en toda música popular,  el amor y el conflicto son los temas preferidos para representar la expulsión del paraíso, la ingratitud, la traición, la deslealtad, y en general  la frágil y cambiante condición humana. No por algo, en Colombia, “el vallenato de quinientas  páginas” que es Cien años de soledad, dicho por el mismísimo autor G. García Márquez,  es la lenta evolución de una tragedia colectiva que se anuncia  desde sus inicios.

     Las llamadas “canciones  sociales”, surgidas entre los años setentas y noventas, al calor de la revolución cubana y la insurgencia de los nacionalismos contra los poderes transnacionales y las dictaduras internas (chilena, argentina, por ejemplo), aunados a la nueva trova cubana, representan uno de los remansos renovadores más importantes de la música americana al sur del río Bravo, una música que nos dio un nuevo soplo, sobre todo a las juventudes de entonces, para cantarle a personajes revolucionarios, especialmente a las gestas rebeldes de América, a la revolución española, al sandinismo de entonces, a los héroes de las zafras cubanas, a las memoria de las guerrillas liberales del Llano, colmando de optimismo transformador nuestros lánguidos bambucos. Hasta los viejos valses del Perú y Ecuador se llenaron de renovado aliento revolucionario. Con la presencia inigualable de cantores españoles como Serrat, Ana Belén y otros, el continente pareció hervir de buen humor combatiente: que lo digan las canciones de Piero, de Soledad Bravo, de Mercedes Sosa, de la inigualable Violeta Parra, autora de  “Alfonsina y el mar”, una canción que lo sumerge a uno en los acantilados donde Alfonsina abrazó la muerte. De Colombia no podemos dejar de citar los cantos de Pablus Gallinazo y de Ana y Jaime.


Día de los muertos (Oaxaca, México) Foto A.V.R. 

         Por fortuna, en América latina hemos tenido a la par la contagiosa alegría del son cubano, la samba brasilera, la cumbia, el porro y el currulao colombianos, con sus mensajes extrovertidos en medio de cualquier desastre, que muestran claramente los ethos regionales. Mientras el bambuco, que surgió de voces y tambores de descendientes de africanos en el norte del Cauca que tomaría dos rumbos: hacia los placeres mineros del Pacífico conde surgiría el bambuco viejo, el currulao y otros ritmos; y hacia la zona andina, llevado por las tropas libertadoras,  donde aparecería el bambuco y el bunde despojado de su percusión. A la vez  de él se apodera una burguesía del campo que compone sus letras “al paso alegre del campesino”, pero también empieza a mostrar letras contestatarias de gran simpleza o esa nostalgia dulzona de un campo a veces idílico pero siempre violentado. Las músicas más alegres o desaprensivas de nuestro cancionero popular provienen de los clásicos del Caribe, de la costa pacífica y de los llaneros, con algunas muestras del Huila y el Tolima (el rajatabla, por ejemplo), porque incluso el tan cacareado neovallenato nueva ola es parte de una industria artificial que  sirve para expresar una pretendida juventud que lloriquea en esos versos y en esas voces tediosas con una nostalgia light salida de rescoldos urbanos,  salida  de un mundo rural destrozado.

      Colombia, país de tragedias, donde los proyectos populares han sido aplastados con sevicia, pero cuyo vigor sigue latente, pese a las desorientaciones electorales y el afán de una rápida  comodidad económica; donde una población como Buenaventura está destinada a que desaparezca su gente para poder ampliar sin límites un puerto; donde todos los líderes que  han representado alguna alternativa popular han sido asesinados o sacados de lidia mediante tretas mediáticas, acogió tanto a la ranchera como al tango. Un viajero me diría hace años que aquí se escuchaba ahora más rancheras que en México, más pasillos que en Perú y Ecuador y  más tango que en la propia Argentina. Lo sé porque desde niño, en las victrolas ribereñas, en el Pacífico sur, escuché a Julio Jaramillo.

    A esta constante  sensación de exclusión y despojo, se suma el inconsciente edípico, que parece un mal de América latina, de herencia feudal-terrateniente, donde el padre es el patrón y la mujer –pese a sufrir exclusión y maltrato- es idealizada, ocupando el centro de un imaginario, como esposa, como madre, tal como lo hizo la Edad Media europea en los cantos y leyendas de caballería, hasta llegar a convertir a la Virgen María en el soporte de la cristiandad, en el más acendrado símbolo de pureza. La madre se convierte en icono y a la vez en fetiche, en nombre de quien los sicarios de Medellín de los tiempos de Pablo Escobar ejecutaron sus peores crímenes y por quien juraban que matarían o se harían matar. No es extraño que el famoso poema del romántico mexicano Juan de Dios Pesa terminara: “Y en medio de nosotros mi madre como un Dios”.  El mismo Beny Moré le hizo un guiño a nuestra cursilería edípica, recordemos su famosa canción “Por una mujer he llorado…. Esa mujer es mi madre”.

Pero esta idealización ha cobrado su precio, porque se ha tratado de un símbolo construido de manera patológica, bajo las peores frustraciones, bajo una estructura socio-familiar que nació destrozada por querer convertir en sagrada una imposición occidental, en medio de nuestro mundo movedizo. De allí que la mujer sea, en nuestras canciones populares, bajo figura de madre, el símbolo acendrado de la pureza, y bajo la figura de amante callejera, el símbolo de la más letal y desalmada prostituta.

Son las letras de la música las portadoras de un mensaje popular, de unos indicios y a la vez de un credo que se repite de esquina en esquina hasta volverse una verdad de a puño, la misma que funciona en los barrios y veredas, con menos poder ahora que las llamadas redes sociales donde  las fakenews permiten tanto ayudar a despejar un crimen, como a elegir a un presidente.

El arrabal amargo es una de las grandes contradicciones de un país que proclama su adhesión  al cristianismo y donde se ha matado por rencor o diversión de ver caer al enemigo; que reza de continuo pero le importa un rábano si asesinan a un dirigente comunitario o una mujer indefensa. Seguimos gobernados por los prejuicios supremacistas  étnicos y políticos, por los prejuicios de considerar inferiores a grupos humanos forjadores del país como los negros y los indígenas;  crímenes de líderes comunitarios que no les duelen a sus dirigentes políticos de la más absurda derecha;  masacres con explosivos a una escuela militar por parte de la guerrilla que perdió el norte; la  destrucción desproporcionada de la vida de la gente y de la naturaleza como sigue ocurriendo con la deforestación del Pacífico y de la Amazonía, con proyectos como el de Hidroituango en el Cauca Medio, un río destruido donde un dirigente llegó a expresar con indecente oportunismo lo que otros responsables  directos o indirectos de esta tragedia hubieran querido decir: que se debía aprovechar la catástrofe para limpiar el río Cauca, aprovechando el bajo nivel de sus aguas.

Este arrabal amargo sigue sus despropósitos, sumiso a un liderazgo político lleno de contradicciones y de plenos poderes para destruir un país y satanizar y bloquear en alianza con los poderes del norte a quienes no siguen el juego o trabajan bajo otro norte y no el nuestro, el sur, donde se le canta a la muerte sonriéndole de manera morbosa, pero donde también se han escrito grandes hazañas libertarias, fecundadoras de la vida y de la historia.

El tema musical de hoy

 “Convergencia”, un bolero, enviado desde Cali por el melómano Hernán Figueroa Ospina, nacido en San Pedro.

 https://www.facebook.com/waldo.amezquitatascon/videos/10220303570242995/



[1] Cf. Ospina, William. La franja amarilla. Editorial Mondadori 2012.

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