ISLARIO DEL SUR
El blog
de Alfredo Vaninromero
LEER PARA
SIEMPRE: LA LECTURA EN UN CONTEXTO ÉTNICO
Lo
primero que recuerdo de mi experiencia como alfabetizado, en la lejana escuela
primaria,
es la voz de los maestros recordándonos no cancanear, una palabra que en el Pacífico todavía
significa leer de manera entrecortada, repetitiva, sobreponiendo las sílabas o
los fonemas. Querían enseñarnos a leer de corrido, el ideal de los
maestros y las directivas del colegio. Aunque yo desde el primer grado podía
leer ya sin cancanear, me asaltaba
siempre el temor de equivocarme, porque las equivocaciones en la “lectura de
corrido” mermaban el puntaje. La lectura tenía una calificación, como cualquier asignatura, y
existía un único texto durante el año para la clase de lectura..
Quiero
resaltar el desplazamiento semántico de la palabra cancanear, que volví a encontrar con su grafía y su significado
propios en la biblioteca de la Escuela
etnopedagógica de San Basilio de Palenque (Cartagena), en 2012, como asesor de
la Dirección de Poblaciones del Ministerio de Cultura. Allí decía textualmente en lengua palenquera: Kankania ku boka selao, que traduce: Lea en silencio, tal como me lo tradujo
un poeta palenquero. La lengua palenquera, creada durante la resistencia militar, y política, y cultural de los esclavizados, con elementos
lingüísticos bantúes y peninsulares, fue posiblemente una lengua hablada en
diversos lugares de los afroamericanos de la Nueva Granada, incluyendo el
Pacífico colombiano actual, a juzgar por los restos de palabras que recuerdo se
dicen todavía en el litoral occidental colombiano y las palabras encontradas en
el habla palenquera. Lo anterior debería ser objeto de un trabajo de
investigación a fondo. Pero en el Pacífico los grupos humanos tuvieron una gran
movilidad: la minería forzada los dispersaba, y los palenques fueron tan
móviles como la vida de los enmontados solitarios, pues aunque hubo palenques,
como El Castigo, sobre el río Patía, el cimarronismo o el asentamiento en
líneas de parentescos fue la forma
prevalente de poblamiento de las orillas, a lo largo del tiempo.
La
palabra cancanear, en español, es una voz onomatopéyica que significa errar o vagar sin término fijo; en algunos países centroamericanos significa
tartamudear, y en otros actuar con vacilación,
de acuerdo con la RAE. Pero en lengua
palenquera significa leer. Peyorativamente
los gramáticos españoles la definieron como leer sin
rumbo, desacertadamente, como un semianalfabeta, siendo entonces
desvirtuada una palabra que para los hombres y mujeres afros debió haber tenido
un significado demasiado importante, si se tiene en cuenta que las comunidades
ágrafas han tenido inicialmente una lectura que se inicia con sus lenguajes
propios frente a realidades visibles o invisibles.
Porque
para un indígena o afro de Colombia, en sus tierras de origen, leer no es
solamente la capacidad de descifrar un alfabeto creado en siglos de migraciones
y dominaciones; leer es principalmente una interpretación de la naturaleza y de sus mutaciones, de los
sueños, de los espíritus que pueblan de manera invisible el mundo visible, de
las relaciones interpersonales, de su historia interpretada en otros signos.
Esa lectura los ha acompañado como punto de partida hacia la sabiduría de los antepasados
y como una manera de sobrevivir en un medio de múltiples señales y peligros.
Me alegró
sobre manera encontrar hace poco -en un libro poco mencionado de Paulo Freire-
esta observación, donde él cuenta el regreso a su natal Recife, a la casa que
lo albergó de niño, y pudo volver a leer las señales del mundo, de los árboles,
de los pájaros que marcan el amanecer:
Al ir escribiendo este texto, iba yo “tomando distancia” de los diferentes
momentos en que el acto de leer se fue dando en mi experiencia existencial.
Primero, la “lectura” del mundo, del pequeño mundo en que me movía; después
la lectura de la palabra que no siempre, a lo largo de mi escolarización, fue la
lectura de la “palabra-mundo”.
(…) Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban
en el canto de los pájaros: el del sanbaçu, el del olka-pro-caminho-quemvem,
del bem-te-vi, el del sabiá; en la danza de las copas de los árboles sopladas por
fuertes vientos que anunciaban tempestades, truenos, relámpagos; las aguas de
la lluvia jugando a la geografía, inventando lagos, islas, ríos, arroyos. Los “textos”,
las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban también en el silbo
del viento, en las nubes del cielo, en sus colores, en sus movimientos; en el color
del follaje, en la forma de las hojas, en el aroma de las hojas –de las rosas, de los
jazmines–, en la densidad de los árboles, en la cáscara de las frutas. En la
tonalidad diferente de colores de una misma fruta en distintos momentos: el
verde del mango-espada hinchado, el amarillo verduzco del mismo mango
madurando, las pintas negras del mango ya más que maduro. La relación entre
esos colores, el desarrollo del fruto, su resistencia a nuestra manipulación y su
sabor. Fue en esa época, posiblemente, que yo, haciendo y viendo hacer, aprendí
la significación del acto de palpar.
(Paulo Freire. La importancia de leer y el proceso de liberación,
México, Siglo XXI Editores, 1991, pp. 6-7.)
Las anteriores palabras, escritas como un acto de magia en la búsqueda de una
verdadera significación del acto de leer, traducido en un acto de conocimiento
propio y en un acto político de emancipación social a la vez, me reforzó lo que
quería expresar como la verdadera lectura
en un contexto de culturas y sociedades minorizadas. En un texto mío, que fue leído en 1987 en el
Primer Festival del Currulao de Tumaco y en el 1er Congreso de la Cultura Negra
(Popayán 1993) y luego publicado en el
Magazín dominical de El Espectador, que entonces dirigía Marisol Cano y acompañaba el poeta Juan Manuel Roca. En él iniciaba contando la manera en que mujeres del Pacífico, demasiadas
serias, ordenaban silencio y empezaban a
hablar de una manera que no he vuelto a escuchar desde entonces, cuando era
niño. En las voces de ellas transcurrían cataclismos bestiales, hundimientos y
resurgimientos de pueblos, desapariciones y transmutaciones que configuran el
verdadero encantamiento de la vida, la razón por la que un niño de cualquier país
o etnia adquiere la curiosidad
suficiente para explorar el mundo. Pero los textos de mi clase de lectura era una reelaboración de pasajes del Viejo
y el Nuevo Testamento, textos que
atrapaban nuestra atención, o de muchachos sonrosados en ciudades y campos de
un mundo remoto.
Siguiendo
esas dos líneas, la de leer en el contexto y la de sentirse encantado por lo
que se lee o escucha, retomo dos
categorías indispensables en la manera de acompañar el proceso de leer y
propiciar el tránsito a la escritura creativa, tanto en niños como en adultos,
especialmente en grupos étnicos, algo que
ya se tiene en cuenta en algunas escuelas étnicas, pero que no fue el caso en mi infancia, de la
que recuerdo la imposición tenaz de
textos nada significativos en esos
entornos culturales. La enseñanza partía
del mandato de “evangelizar a los bárbaros”, como reza el contrato de la Nación
con la Iglesia, hasta las primeras décadas del siglo XX, en zonas indígenas y
afros. Por fortuna, habría después nuevos sacerdotes que propiciaron procesos
de emancipación y descolonización al interior de las comunidades.
Puedo afirmar
entonces que una primera manera de definir el proceso de lectura impuesto en
los currículos fue el de continuar la
colonización, de preparar a los estudiantes para el desplazamiento físico de
sus territorios o el desencuentro cultural
de los niños con ellos mismos y su territorio. Ahora se cuenta con mejores
herramientas e ideas, a veces de manera contradictoria, contra el pasado que
desconocía –y no era total culpa de los profesores- los procesos de una lectura
de la naturaleza y del cuerpo, de las historias verdaderamente significativas
de las comunidades. Existen textos como La clase con raza entra (Elizabeth
Castillo Guzmán: https://revistas.pedagogica.edu.co/index.php/PYS/article/view/779), Racismo e infancia,
aproximaciones a un debate en el decenio de los pueblos negros
afrodescendientes. María Isabel Mena García. Bogotá: Docentes editores. (2016).
Y “Educación propia, educación
liberadora o pedagogía de la desobediencia en las comunidades afro del Pacífico
sur colombiano”. En: P. Medina Melgarejo (coord.). Pedagogías
insumisas. Movimientos políticos pedagógicos y memorias colectivas de
educaciones otras de América Latina. México: Juan Pablos, Centro de
Estudios Superiores de México y Centroamérica-UNICACH, pp. 73-91. García
Rincón, J. E. (2015).
Traigo a
colación un ejemplo. A un joven del las orillas del río Guapi, para su ingreso
a sexto grado en el colegio masculino del casco urbano le preguntaron cuáles
eran los enemigos del hombre, y él respondió en su cabal entendimiento, a
partir de su realidad, que eran “el mundo, el demonio y la culebra”. El Catecismo del Padre Astete, leído por
niños de casi toda Colombia hasta los años 70, enseñaba que los enemigos del
hombre eran “el mundo, el demonio y la carne”.
El joven fue descalificado por trastrocar la doctrina. Pero no estaba equivocado: su acto
de lectura cultural era otro, otro su contexto.
En
experiencias de promoción de lectura en las que he participado, especialmente
en el Pacífico colombiano, he podido constatar que la necesidad de la “lectura
oral” sigue siendo de primerísima importancia, tanto para niños como para
adultos. No porque la letra escrita deba desaparecer de la enseñanza, sino que
deben ser complementarias. Ni pensarlo. Pero
Los pueblos de fuerte oralidad se reflejan en ella, construyen en ella significados
y son capaces de leer el mundo de acuerdo a códigos ancestrales, muchas veces
traslapados con otras culturas. Cuando uno menciona a Tío Conejo, o la araña
Ananse (o Miss Nancy en San Andrés Islas) siglos de ancestralidad, de
resistencia, de temores vencidos y de significantes vigentes se agolpan en esos
relatos, en esos versos que contienen multitud de legados y heroísmos secretos,
muchas veces desvirtuados ahora por una apropiación parcial o acrítica de “lo
moderno”.
Confío
entonces que todos los esfuerzos sirvan para enrumbar saberes de pueblos que no deben seguir los
estándares de lectura ocultando los propios. Se trata no de crear barreras o
islas, de quedarse “en los siglos superados”, sino de establecer puntos de
partida diferentes pero convergentes. José Saramago advertía en una conferencia
que la lectura a menudo defraudaba a muchos hombres y mujeres porque se tomaba
como un punto de llegada, cuando en realidad lo que debe establecer la lectura
son puentes para llegar al otro lado, a la transformación de realidades, a la
transformación de sí mismos, como acto político y emocional, para reescribir el
mundo, para la reexistencia. Es decir, para no perder el encantamiento de la vida.
Notas
en tránsito
Buenaventura en pie de lucha
No se podrá resolver
el conflicto, ni las desigualdades regionales, mientras los gobernantes y los poderosos
inversionistas piensen como piensan: que es necesario generar riqueza, mientras
la gran población de Buenaventura, sufre más del 80% de pobreza. Fue en
síntesis la respuesta del líder social Leonard Rentería, en pleno paro cívico, ante
los reclamos de periodistas radiales que como muchos otros periodistas y
políticos, sobreponen las ganancias de unos a pocos a costa de la muerte de
millones de colombianos. Una lucha que viene de lejos, desde los tiempos del
sacrificado Monseñor Gerardo Valencia Cano, con ejemplos vivos en el actual
Obispo.
Aparte de la consigna
de extraerle todo al Pacífico y devolverle miserias, la corrupción interna de muchos
dirigentes políticos del Distrito ha
sido proverbial a lo largo de años. Pero lo cierto es que existe ya una
dirigencia joven que ha podido enfrentarse de tú a tú con el Estado, incluso
elegir un alcalde. Sin embargo, luego de los compromisos, la mayor parte de los
acuerdos se diluyen. Se han propuesto cambios, “soluciones estratégicas” desde los primeros
movimientos cívicos de Buenaventura, pero la violencia empotrada en la ciudad sigue
martirizándola, con sus barrios
estigmatizados, mientras la falta de ingresos, la oferta del narcotráfico para
los jóvenes, y el riesgo de morir o ser desplazado sigue latente.
HOMENAJE A UNA PORTADORA DEL PATRIMONIO GASTRONÓMICO
PAULA DÍAZ: La imagen del chontaduro
en Buga
Por:
Elizabeth Holguín
La
señora Díaz, oriunda de Istmina (Chocó). Está ahora en El Cerrito (Valle) y
debido a la pandemia no ha podido movilizarse hasta Guadalajara de Buga. Hace
las cuentas y me comenta del incremento de 1.200 pesos colombianos en el precio
del viaje. La pandemia le impedido volver a la esquina que desde el año 1983 ha
sido testigo de sus ventas de chontaduro, papaya, guayaba y jugo de borojó. No ha vuelto a Buga y allá
en El Cerrito no vende debido a que está sin sombrilla. Le sale, según su
cálculo, muy costoso comprarse una nueva o mandarla a traer desde Buga. No le
gusta que se le quemen sus chontaduros bajo el sol; ella prefiere la sombra. “Sin
sombrilla no se ve el platón y el
chontaduro escondido no se le vende”.
Habla
de las preparaciones, de mitos y realidades gastronómicas. Por ejemplo dice que los chontaduros cocidos en medio de huesos de res,
se vean brillantes. Le gusta más cocinarlos solitos. Y advierte, da una alerta:
a veces el brillo, cuando se compra el chonta
ya cocido por algunas vendedoras de platón, puede proceder de latas de ACPM que
se va adhiriendo al chontaduro.
Sabe
que la tendencia actual es comérselo con cáscara y expresa su opinión con
respecto al hecho de que la gente de la región, por mucho tiempo, ha botado lo
que es bueno. Nota ella que los docentes, como Fabio y otros educadores que la
visitan, lo piden con cáscara. Al
preguntarle sobre la miel y la sal comenta que no sabe cómo se origina este
gusto. Le llama a ella la atención que no contentos con
sal y miel, le pidan limón. El último,
según las ventas, es un favorito para acompañar la guayaba manzana. Entre risas dice que ahora sin miel y sin sal
no hay venta de chonta.
Con
la harina de chontaduro hace las arepas
y las tortas. Son cientos de personas los que la visitan al día. Esta madre de
dos hijos y abuela de cuatro nietos ha sacado sus hijos adelante gracias al
chontaduro. Mediante su negocio ha construido un sentido de comunidad en el
centro de Guadalajara de Buga. Hoy por hoy son varias las vendedoras y
vendedores de chontaduro en la ciudad. Ella orgullosamente se refiere a sus
hermanas, primas y amigas ubicadas en diferentes esquinas del centro de
Guadalajara de Buga. La creciente venta ambulante ahora se moviliza en carretas y camionetas. Con orgullo cuenta que
ella y sus colegas están posesionadas en
sus esquinas y que los hombres que venden en carretas y camionetas van y vienen
en busca de chontaduro.
Ella
es parte del orgullo gastronómico Afro de la Ciudad Señora. Tiene su página de Facebook
“Buga por siempre” del profe “Chaparro”.
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