domingo, 14 de febrero de 2021

 

ISLARIO DEL SUR

El blog de Alfredo Vaninromero

 

LEER PARA SIEMPRE: LA LECTURA EN UN CONTEXTO ÉTNICO

 Alfredo Vanín

 

Lo primero que recuerdo de mi experiencia como alfabetizado, en la lejana escuela primaria, es la voz de los maestros recordándonos no cancanear,  una palabra que en el Pacífico todavía significa leer de manera entrecortada, repetitiva, sobreponiendo las sílabas o los fonemas. Querían enseñarnos a  leer de corrido, el ideal de los maestros y las directivas del colegio. Aunque yo desde el primer grado podía leer ya sin cancanear, me asaltaba siempre el temor de equivocarme, porque las equivocaciones en la “lectura de corrido” mermaban el puntaje. La lectura tenía una  calificación, como cualquier asignatura, y existía un único texto durante el año para  la  clase de lectura..

Quiero resaltar el desplazamiento semántico de la palabra cancanear, que volví a encontrar con su grafía y su significado propios  en la biblioteca de la Escuela etnopedagógica de San Basilio de Palenque (Cartagena), en 2012, como asesor de la Dirección de Poblaciones del Ministerio de Cultura.  Allí decía textualmente en lengua palenquera: Kankania ku boka selao, que traduce: Lea en silencio, tal como me lo tradujo un poeta palenquero. La lengua palenquera, creada durante la  resistencia  militar, y política,  y cultural de los esclavizados, con elementos lingüísticos bantúes y peninsulares, fue posiblemente una lengua hablada en diversos lugares de los afroamericanos de la Nueva Granada, incluyendo el Pacífico colombiano actual, a juzgar por los restos de palabras que recuerdo se dicen todavía en el litoral occidental colombiano y las palabras encontradas en el habla palenquera. Lo anterior debería ser objeto de un trabajo de investigación a fondo. Pero en el Pacífico  los grupos humanos tuvieron una gran movilidad: la minería forzada los dispersaba, y los palenques fueron tan móviles como la vida de los enmontados solitarios, pues aunque hubo palenques, como El Castigo, sobre el río Patía, el cimarronismo o el asentamiento en líneas  de parentescos fue la forma prevalente de poblamiento de las orillas, a lo largo del tiempo.

La palabra cancanear, en español,  es una voz onomatopéyica que significa errar o vagar sin término fijo;  en algunos países centroamericanos significa tartamudear,  y en otros actuar con vacilación, de acuerdo con la RAE. Pero en  lengua palenquera significa leer. Peyorativamente los gramáticos españoles la definieron como  leer sin rumbo, desacertadamente, como un semianalfabeta, siendo entonces desvirtuada una palabra que para los hombres y mujeres afros debió haber tenido un significado demasiado importante, si se tiene en cuenta que las comunidades ágrafas han tenido inicialmente una lectura que se inicia con sus lenguajes propios frente a realidades visibles o invisibles.

Porque para un indígena o afro de Colombia, en sus tierras de origen, leer no es solamente la capacidad de descifrar un alfabeto creado en siglos de migraciones y dominaciones; leer es principalmente una interpretación de la  naturaleza y de sus mutaciones, de los sueños, de los espíritus que pueblan de manera invisible el mundo visible, de las relaciones interpersonales, de su historia interpretada en otros signos. Esa lectura los ha acompañado como punto de partida hacia la sabiduría de los antepasados y como una manera de sobrevivir en un medio de múltiples señales y peligros.

Me alegró sobre manera encontrar hace poco -en un libro poco mencionado de Paulo Freire- esta observación, donde él cuenta el regreso a su natal Recife, a la casa que lo albergó de niño, y pudo volver a leer las señales del mundo, de los árboles, de los pájaros que marcan el amanecer:

Al ir escribiendo este texto, iba yo “tomando distancia” de los diferentes

momentos en que el acto de leer se fue dando en mi experiencia existencial.

Primero, la “lectura” del mundo, del pequeño mundo en que me movía; después

la lectura de la palabra que no siempre, a lo largo de mi escolarización, fue la

lectura de la “palabra-mundo”.

(…) Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban

en el canto de los pájaros: el del sanbaçu, el del olka-pro-caminho-quemvem,

del bem-te-vi, el del sabiá; en la danza de las copas de los árboles sopladas por

fuertes vientos que anunciaban tempestades, truenos, relámpagos; las aguas de

la lluvia jugando a la geografía, inventando lagos, islas, ríos, arroyos. Los “textos”,

las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban también en el silbo

del viento, en las nubes del cielo, en sus colores, en sus movimientos; en el color

del follaje, en la forma de las hojas, en el aroma de las hojas –de las rosas, de los

jazmines–, en la densidad de los árboles, en la cáscara de las frutas. En la

tonalidad diferente de colores de una misma fruta en distintos momentos: el

verde del mango-espada hinchado, el amarillo verduzco del mismo mango

madurando, las pintas negras del mango ya más que maduro. La relación entre

esos colores, el desarrollo del fruto, su resistencia a nuestra manipulación y su

sabor. Fue en esa época, posiblemente, que yo, haciendo y viendo hacer, aprendí

la significación del acto de palpar.

(Paulo Freire.  La importancia de leer y el proceso de liberación, México, Siglo XXI Editores, 1991, pp. 6-7.)

 

Las anteriores palabras,  escritas  como un acto de magia en la búsqueda de una verdadera significación del acto de leer, traducido en un acto de conocimiento propio y en un acto político de emancipación social a la vez, me reforzó lo que quería expresar como la verdadera lectura  en un contexto de culturas y sociedades minorizadas.  En un texto mío, que fue leído en 1987 en el Primer Festival del Currulao de Tumaco y  en el 1er Congreso de la Cultura Negra (Popayán 1993) y luego publicado  en el Magazín dominical de El Espectador,  que entonces dirigía Marisol Cano y  acompañaba el poeta Juan Manuel Roca. En él iniciaba contando la manera en que mujeres del Pacífico, demasiadas serias, ordenaban silencio y empezaban  a hablar de una manera que no he vuelto a escuchar desde entonces, cuando era niño. En las voces de ellas transcurrían cataclismos bestiales, hundimientos y resurgimientos de pueblos, desapariciones y transmutaciones que configuran el verdadero encantamiento de la vida, la razón por la que un niño de cualquier país o etnia  adquiere la curiosidad suficiente para explorar el mundo. Pero los  textos de mi clase de  lectura era una reelaboración de pasajes del Viejo y el Nuevo Testamento, textos que atrapaban nuestra atención, o de muchachos sonrosados en ciudades y campos de un mundo remoto.

Siguiendo esas dos líneas, la de leer en el contexto y la de sentirse encantado por lo que se lee o escucha,  retomo dos categorías indispensables en la manera de acompañar el proceso de leer y propiciar el tránsito a la escritura creativa, tanto en niños como en adultos, especialmente en grupos étnicos, algo que  ya se tiene en cuenta en algunas escuelas étnicas,  pero que no fue el caso en mi infancia, de la que recuerdo la  imposición tenaz de textos nada significativos en  esos entornos culturales.  La enseñanza partía del mandato de “evangelizar a los  bárbaros”, como reza el contrato de la Nación con la Iglesia, hasta las primeras décadas del siglo XX, en zonas indígenas y afros. Por fortuna, habría después nuevos sacerdotes que propiciaron procesos de emancipación y descolonización al interior de las comunidades.

Puedo afirmar entonces que una primera manera de definir el proceso de lectura impuesto en los currículos  fue el de continuar la colonización, de preparar a los estudiantes para el desplazamiento físico de sus territorios o  el desencuentro cultural de los niños con ellos mismos y su territorio. Ahora se cuenta con mejores herramientas e ideas, a veces de manera contradictoria, contra el pasado que desconocía –y no era total culpa de los profesores- los procesos de una lectura de la naturaleza y del cuerpo, de las historias verdaderamente significativas de las comunidades.  Existen textos como La clase con raza entra (Elizabeth Castillo Guzmán: https://revistas.pedagogica.edu.co/index.php/PYS/article/view/779),  Racismo e infancia, aproximaciones a un debate en el decenio de los pueblos negros afrodescendientes. María Isabel Mena García. Bogotá: Docentes editores. (2016).  Y  “Educación propia, educación liberadora o pedagogía de la desobediencia en las comunidades afro del Pacífico sur colombiano”. En: P. Medina Melgarejo (coord.). Pedagogías insumisas. Movimientos políticos pedagógicos y memorias colectivas de educaciones otras de América Latina. México: Juan Pablos, Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica-UNICACH, pp. 73-91. García Rincón, J. E. (2015).

 

Traigo a colación un ejemplo. A un joven del las orillas del río Guapi, para su ingreso a sexto grado en el colegio masculino del casco urbano le preguntaron cuáles eran los enemigos del hombre, y él respondió en su cabal entendimiento, a partir de su realidad, que eran “el mundo, el demonio y la culebra”. El Catecismo del Padre Astete, leído por niños de casi toda Colombia hasta los años 70, enseñaba que los enemigos del hombre eran “el mundo, el demonio y la carne”.  El joven fue descalificado por trastrocar la  doctrina. Pero no estaba equivocado: su acto de lectura cultural era otro, otro su contexto.

En experiencias de promoción de lectura en las que he participado, especialmente en el Pacífico colombiano, he podido constatar que la necesidad de la “lectura oral” sigue siendo de primerísima importancia, tanto para niños como para adultos. No porque la letra escrita deba desaparecer de la enseñanza, sino que deben ser complementarias.  Ni pensarlo. Pero Los pueblos de fuerte oralidad se reflejan en ella, construyen en ella significados y son capaces de leer el mundo de acuerdo a códigos ancestrales, muchas veces traslapados con otras culturas. Cuando uno menciona a Tío Conejo, o la araña Ananse (o Miss Nancy en San Andrés Islas) siglos de ancestralidad, de resistencia, de temores vencidos y de significantes vigentes se agolpan en esos relatos, en esos versos que contienen multitud de legados y heroísmos secretos, muchas veces desvirtuados ahora por una apropiación parcial o acrítica de “lo moderno”.  

Confío entonces que todos los esfuerzos sirvan para enrumbar  saberes de pueblos que no deben seguir los estándares de lectura ocultando los propios. Se trata no de crear barreras o islas, de quedarse “en los siglos superados”, sino de establecer puntos de partida diferentes pero convergentes. José Saramago advertía en una conferencia que la lectura a menudo defraudaba a muchos hombres y mujeres porque se tomaba como un punto de llegada, cuando en realidad lo que debe establecer la lectura son puentes para llegar al otro lado, a la transformación de realidades, a la transformación de sí mismos, como acto político y emocional, para reescribir el mundo, para la reexistencia. Es decir,  para no perder el encantamiento de la vida.

 

Notas en tránsito

Buenaventura en pie de lucha

 

No se podrá resolver el conflicto, ni las desigualdades regionales,  mientras los gobernantes y los poderosos inversionistas piensen como piensan: que es necesario generar riqueza, mientras la gran población de Buenaventura, sufre más del 80% de pobreza. Fue en síntesis la respuesta del líder social Leonard Rentería, en pleno paro cívico, ante los reclamos de periodistas radiales que como muchos otros periodistas y políticos, sobreponen las ganancias de unos a pocos a costa de la muerte de millones de colombianos. Una lucha que viene de lejos, desde los tiempos del sacrificado Monseñor Gerardo Valencia Cano, con ejemplos vivos en el actual Obispo.

Aparte de la consigna de extraerle todo al Pacífico y devolverle miserias, la corrupción interna de muchos dirigentes políticos  del Distrito ha sido proverbial a lo largo de años. Pero lo cierto es que existe ya una dirigencia joven que ha podido enfrentarse de tú a tú con el Estado, incluso elegir un alcalde. Sin embargo, luego de los compromisos, la mayor parte de los acuerdos se diluyen. Se han propuesto  cambios,  “soluciones estratégicas” desde los primeros movimientos cívicos de Buenaventura,  pero la violencia empotrada en la ciudad sigue  martirizándola, con sus barrios estigmatizados, mientras la falta de ingresos, la oferta del narcotráfico para los jóvenes, y el  riesgo  de morir o ser desplazado sigue latente.  

 

 

HOMENAJE A UNA PORTADORA DEL  PATRIMONIO GASTRONÓMICO

 

PAULA DÍAZ: La imagen del chontaduro en Buga

Por: Elizabeth Holguín

 

 

La señora Díaz, oriunda de Istmina (Chocó). Está ahora en El Cerrito (Valle) y debido a la pandemia no ha podido movilizarse hasta Guadalajara de Buga. Hace las cuentas y me comenta del incremento de 1.200 pesos colombianos en el precio del viaje. La pandemia le impedido volver a la esquina que desde el año 1983 ha sido testigo de sus ventas de chontaduro, papaya,  guayaba y jugo de borojó. No ha vuelto a Buga  y  allá en El Cerrito no vende debido a que está sin sombrilla. Le sale, según su cálculo, muy costoso comprarse una nueva o mandarla a traer desde Buga. No le gusta que se le quemen sus chontaduros bajo el sol; ella prefiere la sombra. “Sin sombrilla no se  ve el platón y el chontaduro escondido no se le vende”.

 

 Foto de Paula en su lugar de ventas en la Calle 5ta con Cra. 13, esquina en Guadalajara de Buga-Valle del Cauca. Imagen cortesía del organizador de la página de Facebook “Buga por Siempre.

  Ella es vendedora de chontaduro de platón  desde el año 1983. La fruta se la traen desde varios rincones de Colombia,  a través de un largo viaje que hace visible la compleja estructura que sostiene la informalidad de su venta. Le llegan chontaduros desde departamentos como el Putumayo y Nariño, otros de Timbiquí, Popayán (Cauca) y  Buenaventura (Valle del Cauca).  Habla de la correlación entre la distancia de procedencia y el tiempo de cocción: Los chontaduros del Putumayo se demoran 3 horas en cocinar, luego del primer hervor, mientras que los de Buenaventura y Popayán solo requieren de hora y media. Señala además sus contactos en Cali, en el parque del avión, desde donde le hacen llegar mensualmente el chontaduro.

Habla de las preparaciones, de mitos y realidades gastronómicas. Por ejemplo dice  que los  chontaduros cocidos en medio de huesos de res, se vean brillantes. Le gusta más cocinarlos solitos. Y advierte, da una alerta: a veces el brillo, cuando se compra el chonta ya cocido por algunas vendedoras de platón, puede proceder de latas de ACPM que se va adhiriendo al chontaduro.

Sabe que la tendencia actual es comérselo con cáscara y expresa su opinión con respecto al hecho de que la gente de la región, por mucho tiempo, ha botado lo que es bueno. Nota ella que los docentes, como Fabio y otros educadores que la visitan, lo piden con cáscara.   Al preguntarle sobre la miel y la sal comenta que no sabe cómo se origina este gusto.  Le llama a  ella la atención que no contentos con sal  y miel, le pidan limón. El último, según las ventas, es un favorito para acompañar la guayaba manzana.  Entre risas dice que ahora sin miel y sin sal no hay venta de chonta.

Con la harina de chontaduro hace  las arepas y las tortas. Son cientos de personas los que la visitan al día. Esta madre de dos hijos y abuela de cuatro nietos ha sacado sus hijos adelante gracias al chontaduro. Mediante su negocio ha construido un sentido de comunidad en el centro de Guadalajara de Buga. Hoy por hoy son varias las vendedoras y vendedores de chontaduro en la ciudad. Ella orgullosamente se refiere a sus hermanas, primas y amigas ubicadas en diferentes esquinas del centro de Guadalajara de Buga. La creciente venta ambulante ahora se moviliza en  carretas y camionetas. Con orgullo cuenta que ella y  sus colegas están posesionadas en sus esquinas y que los hombres que venden en carretas y camionetas van y vienen en busca de chontaduro.

Ella es parte del orgullo gastronómico Afro de la Ciudad Señora. Tiene su página de  Facebook “Buga por siempre” del profe “Chaparro”.

 

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