HOY EN ISLARIODELSUR:
Un buen año nuevo para todos nuestros infatigables lectores.
Un poema
de José Zuleta Ortiz, para despedir la navidad a través de sus hilos invisibles.
Un
relato de Clarice Linspector, para que el año nuevo reparta bien los panes.
Un final
con música del Pacífico colombiano. Dos maestros de la marimba: José Antonio
Torres (Gualajo) y Hugo Candelario González
Un Libro al viento de la antropóloga Ana María Arango
Navidad
Desde el jardín
De un hilo desciende…
Instalada en el aire
Instalada en el aire
teje la transparencia,
atrapa vuelos en la urdimbre
atrapa vuelos en la urdimbre
y amortja con sedas claras
una a una, las víctimas de su ingenio invisible.
Amanece,
la lluvia y el sol
la lluvia y el sol
han hecho de su red una gran lámpara:
pendiendo de los hilos del aire
miles de gotas atrapan la luz,
el collar de cuentas líquidas relumbra,
arañando el aire
por una hebra libre sube al milagro.
José Zuleta Ortiz (Bogotá,
1960), es residente de la
ciudad de Cali desde hace décadas. Es director de la Revista de Poesía Clave y Coordinador de la agenda
literaria de la Biblioteca Departamental del Valle. Orienta el programa
Libertad Bajo Palabra en las cárceles de Cali. Es editor independiente y gestor
cultural. Ganó el Primer Premio Nacional de Poesía «Carlos Héctor Trejos»
(Riosucio-Caldas 2002) con el libro Las Alas del Súbdito. Premio Nacional de
Poesía «Descanse en Paz la Guerra» con la obra Música para desplazados, (Casa
de Poesía Silva, Bogotá, 2003). Segundo Premio Internacional de Poesía
Convocado por la Universidad de San Buenaventura, con el libro Las manos de la
noche (Cali, 2007). Autor además de: La línea de menta (Colección
Escala de Jacob, 2005); Mirar otro mar
(Hombre Nuevo Editores, 2006); y La sonrisa trocada (Cuentos - Hombre Nuevo Editores, 2008). La antología personal Emprender
la noche (Común
Presencia Editores, Bogotá, 2008) contiene poemas de sus libros hasta ahora
publicados.
El Reparto de los Panes
Clarice
Lispector
Era
sábado y estábamos invitados al almuerzo de agradecimiento. Pero a cada uno de
nosotros le gustaba demasiado el sábado para gastarlo con quien no queríamos.
Cada cual había sido feliz alguna vez y conversaba la marca del deseo. Yo, yo
lo quería todo. Y allí estábamos, presos, como si nuestro tren hubiese
descarrilado y nos viésemos obligados a pasar la noche entre desconocidos. Allí
nadie me quería, yo no quería a nadie. En cuanto a mi sábado -que al otro lado
de la ventana se balanceaba entre acacias y sombras-, prefería, en vez de
malgastarlo, encerrarlo fuertemente en la mano, donde lo estrujaba como si
fuese un pañuelo. A la espera de la comida, bebíamos sin placer, a la salud del
resentimiento: mañana ya sería domingo. No es contigo con quien quiero estar,
decía nuestra mirada sin humedad, y soplábamos despacio el humo del cigarrillo
seco. La avaricia de no repartir el sábado iba royendo y avanzando poco a poco
como herrumbre, hasta llegar al punto en que cualquier alegría era un insulto a
la alegría mayor.
Sólo la
dueña de casa parecía no economizar el sábado para utilizarlo un jueves a la
noche. Ella, sin embargo, cuyo corazón ya había conocido otros sábados. ¿Cómo
había podido olvidar que siempre se desea más? Ni siquiera se impacientaba con
el grupo heterogéneo, soñador y resignado que en su casa no hacía sino esperar
como si esperase la partida del primer tren, cualquiera con tal de no quedarse
en aquella estación vacía, con tal de no tener que estar refrenando el caballo
que, con el corazón palpitante, se iría detrás de otros, de otros caballos.
Al fin
pasamos a la sala para un almuerzo que no tenía la bendición del hambre. Y
entonces fue cuando, sorprendidos, nos encontramos con la mesa. No podía ser
para nosotros...
Era una
mesa para hombres de buena voluntad. ¿Quién sería el invitado que realmente
esperaban y no había acudido? Sin embargo, éramos nosotros. ¿De modo que aquella
mujer daba lo mejor sin importarle a quién? Y lavaba contenta los pies del
primer forastero. Avergonzados, mirábamos.
Habían
cubierto la mesa con una solemne abundancia. Sobre el mantel blanco se
amontonaban espigas de trigo. Y manzanas rojas, enormes zanahorias amarillas,
redondos tomates de piel a punto de estallar, calabazas de un verde líquido,
piñas malignas en un salvajismo, naranjas anaranjadas y serenas, machichas
erizadas como puercoespines, pepinos que se cerraban duramente sobre la propia
carne acuosa, pimientos huecos y rojizos que hacían arder los ojos; todo
enmarañado en barbas y más barbas húmedas de maíz, pelirrojas como las de junto
a una boca. Y los granos de uva. Las uvas negras más violetas, que apenas
podían esperar el instante de ser aplastadas. Y sin importarles por quién. Los
tomates eran redondos para nadie; para el aire redondo. El sábado era de quien
fuese. Y la naranja endulzaría la lengua del que llegase primero. Junto al
plato de cada mal-invitado, la mujer que lavaba los pies de los forasteros había
puesto -aun sin habernos elegido, aun sin amarnos- un ramo de trigo o un manojo
de rábanos ardientes o una roja tajada de sandía de alegres semillas. Todo
cortado por la acidez española que se adivinaba en los limones verdes. En las
jarras estaba la leche, como si hubiese atravesado con las cabras el desierto
de los peñascos. Un vino casi negro de tan macerado se estremecía en vasijas de
barro. Todo ante nosotros. Todo limpio del retorcido deseo humano. Todo tal
como es, no como quisiéramos. Existiendo, nada más, y todo. Tal como existe en
el campo. Tal como las montañas. Tal como los hombres y las mujeres, y no como
nosotros, los ávidos. Tal como un sábado. Tal como simplemente existe. Existe.
En nombre
de nada, era hora de comer. En nombre de nadie, estaba bien. Sin sueño alguno.
Y nosotros poco a poco a la par del día, poco a poco anonimizados, creciendo,
mayores, a la altura de la vida posible. Entonces, como campesinos hidalgos,
aceptamos la mesa.
No era
un holocausto: todo aquello quería ser comido tanto como queríamos nosotros
comerlo. Sin guardarme nada para el día siguiente, allí mismo ofrecí lo que
sentía a aquello que me hacía sentir. Era un vivir que yo no había pagado de
antemano con el sufrimiento de la espera, hambre que nace cuando la boca ya
está cerca de la comida. Porque ahora teníamos hambre, hambre entera que
cobijaba el todo y las migajas. El que bebía vino se apoderaba con los ojos de
la leche. El que bebía leche lentamente sentía con los ojos el vino que bebía
otro. Allá fuera, Dios en las acacias. Que existían. Comíamos. Como quien da de
beber al caballo. Se distribuyó la carne trinchada. La cordialidad era ruda y
rural. Nadie habló mal de nadie porque nadie habló bien de nadie. Era reunión
de cosecha, y se hizo una tregua. Comíamos. Como una horda de seres vivos,
cubríamos gradualmente la tierra. Ocupados como el que labra la existencia, y
planta, y recoge, y mata, y vive, y muere, y come. Comí con la honestidad del
que no engaña a lo que come: comí la comida aquella y no su nombre. Nunca fue
Dios tan tomado sólo por lo que es. Ruda, feliz, austera, la comida decía:
come, come y reparte. Todo aquello me pertenecía, la mesa era de mi padre. Comí
sin ternura, comí sin la pasión de la piedad. Y sin ofrecerme a la esperanza.
Comí sin ninguna nostalgia. Y bien valía yo aquella comida. Porque siempre
puedo ser la guardiana de mi hermano, y ya no puedo ser mi propia guardiana,
ah, yo no me quiero. Y no quiero dar forma a la vida porque la existencia ya
existe. Existe como un suelo por donde todos nosotros avanzábamos. Sin una
palabra de amor. Sin una palabra. Pero tu placer entiende al mío. Somos fuertes
y comemos. Pan y amor entre desconocidos.
Clarice Linspector:
Ucrania, 1920 - Río de janeiro 1977. Es
una de las más importantes escritoras de América Latina del siglo XX. Una
extraña percepción del mundo se revela en sus cuentos y novelas. Destacamos dos
de sus obras: La pasión según G. H. y La hora de la
estrella.
https://www.youtube.com/watch?v=CRXPTconOR0
Un libro al viento de la antropóloga Ana maría Arango, directora de la Corporaloteca de la UTCH.
www.bibliotecadigitalbogota.gov.co/.../cocorobe-cantos-y-arrullos-del-p
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