A propósito de sicarios: Un texto de Margarita Jácome sobre dos novelas de Mario Salazar Montero y Alfredo Vanín
#sicarios colombia #novela colombiana
Reconfiguración
del sicario en Felicidad quizás de
Mario Salazar Montero y Los restos del
vellocino de oro de Alfredo Vanín.
Margarita
Jácome*. Loyola University Maryland
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Perífrasis Revista de literatura, teoría y crítica ISSN. 2145-8987 (Impresa) ISSN.
2145-9045 (Web) Logo Universidad de los Andes Logo facultad de artes y
humanidades
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Resumen
Este artículo analiza la
transformación de la figura del sicario como personaje de ficción en la novela
colombiana reciente sobre la base de su representación en los textos Felicidad
quizás de Mario Salazar Montero y Los restos del vellocino de oro de Alfredo
Vanín. Además de estudiar dicha representación en cada novela en particular, se
la compara y contrasta con el perfil del asesino a sueldo establecido por la
novela sicaresca de los años noventa, para proponer algunas características de
la evolución del género evidenciadas en textos enmarcados en diversos tipos de
violencia.
Palabras clave: sicario, narraciones
de la violencia, novela sicaresca, desplazamiento, marginalidad.
Abstract
This article
analyzes the transformation of the hit-man - sicario - as a fictional character
in recent Colombian narratives, based upon its representation in Felicidad
quizás by Mario Salazar Montero and Los restos del vellocino de oro by Alfredo
Vanín. Besides studying the sicario figure in each novel, this article compares
and contrasts the recent image of the hired assassin to the one established by
the sicaresca novel of the 90´s. Additionally, this methodology helps pointing
out some characteristics in the evolution of this literary genre within the
context of diverse types of violence.
Key words:
hit-men, narratives of violence, sicaresque novel, displacement, marginality.
La presencia
protagónica de jóvenes asesinos en narraciones ficcionales colombianas de los
años noventa, que se consolidó en el género conocido como novela sicaresca1, se
ha transformado en la primera década del siglo XXI en elemento accesorio de
representaciones de una violencia generalizada en el territorio nacional2. En
este último decenio, las representaciones ficcionales del sicario han tomado
dos rumbos. Por una parte, aparecen en la llamada narco-novela, en la que el
asesino a sueldo asoma como personaje secundario al lado de las novias de
narcotraficantes, políticos corruptos y una sociedad complaciente, en textos
que exploran las guerras entre carteles y las vidas extravagantes de los capos,
como Sin tetas no hay paraíso (2006)
de Gustavo Bolívar o El cartel de los
sapos (2007) de Andrés López, libros de grandes ventas en Colombia y el
exterior. Por otra parte, el sicario se encuentra en textos cuyo eje temático
no es el narcotráfico, sino que narran otros eventos de violencia, injusticia e
ilegalidad tales como el abandono estatal, el desplazamiento forzoso o el
secuestro, entre otros. Es este segundo tipo de ficción el que aquí nos atañe.
El objetivo de este trabajo es analizar la representación del sicario en las
novelas Felicidad quizás de Mario
Salazar Montero (2002) y Los restos del
vellocino de oro (2008) de Alfredo Vanín Romero, que se desarrollan en el
Pacífico colombiano y que, al igual que las novelas Morir con Papá de Óscar Collazos (1997) y Sangre ajena de Arturo Alape (2000), representantes de los
comienzos de la novela sicaresca, han recibido poca atención de la crítica
literaria3. Adicionalmente, el análisis permitirá dilucidar algunas de las
transformaciones en la representación de esta figura en producciones
ficcionales sobre la violencia de la última década en Colombia.
Felicidad
quizás es una novela sobre supervivencia en un medio hostil. El relato está
compuesto por las historias entretejidas de cuatro personajes que, como sugiere
el título, tratan de inventar su propia felicidad: Lukas, un empleado suizo
acusado de malversación de fondos que se refugia en un puerto del Pacífico
colombiano; Jaramillo, el potentado local que ha amasado su fortuna explotando
las necesidades del prójimo; Nisidé, una mujer que ha regresado derrotada de
Europa; y Evelio, un joven que luego de prestar el servicio militar decide
ejercer el oficio de sicario y secuestrador.
En primera instancia, Evelio es un
sicario atípico, comparado con los personajes de relatos de la sicaresca anterior.
Por un lado, no proviene de un entorno social pobre o carente de oportunidades,
sino que ha crecido rodeado de los mimos y regalos de su madre, comerciante de
mercancía de contrabando en Bogotá. Así, su incursión en el mundo del crimen y
de la muerte como negocio se da más de manera circunstancial que por necesidad
económica. Por otro lado, aunque el joven es usado como agente de diversas
actividades ilegales en la novela, en Felicidad quizás el muchacho es más un
secuestrador potencial y un sicario frustrado, ya que nunca llega a cometer
ninguno de esos dos crímenes: "Para Evelio la oportunidad de viaje fue sin
lugar a dudas un golpe de suerte inesperado, la misión ideal para un ex-soldado
ambicioso y desocupado: incursión en territorio desconocido con estrategia y
apoyo logístico asegurados de antemano, provisto con la información necesaria
para coronarla con éxito. Una cosa piensa sin embargo el burro y otra el que lo
está enjalmando. Evelio terminó no sólo inmiscuido en la vida privada de sus
supuestas víctimas sino además en su peón ideal" (154). Hay que aclarar
que en general en la novela de Salazar Montero el sicario potencial es un ex
militar entrenado que considera el asesinato como parte de un deber, y
adicionalmente como una forma de ganar dinero. No obstante, en gran parte de la
historia se mantiene la figura del joven como objeto, pues varios personajes,
incluso aquellos que sólo esperan que alguien detenga los abusos de Lukas o
Jaramillo, recurren a “la estrategia del cobarde: manipular a un joven
desechable como instrumento a distancia, servirse de él como escudo
interpuesto…” (159).
También, se hace necesario explicar aquí
que aunque se hable del sicario como objeto en su representación en la novela
sicaresca de los años noventa, así como en narraciones posteriores, el asesino
a sueldo no es una figura monolítica, pues tanto su aparición como su
permanencia y su evolución en la dinámica de la violencia representada a lo
largo de las dos últimas décadas en la literatura colombiana obedecen a una
realidad social e histórica, y no sólo a una decisión estética. Así por
ejemplo, en Sangre ajena, Ramón y
Nelson se convierten en niños sicarios por la precaria situación familiar que
los obliga a procurarse el sustento y viajar a donde se ofrecen oportunidades
de trabajo: Medellín y el narcotráfico; o Jairo en Morir con papá, quien entra en el negocio de la muerte siguiendo
los pasos de su padre y a quien no se le presenta otra opción para salir de la
marginalidad; o Wílmar y Alexis en La
Virgen de los sicarios, caracterizados como parte de la cadena del consumo
instaurada en la sociedad colombiana por el tráfico de drogas. De igual forma,
para Evelio, en Felicidad quizás,
pasar de soldado a sicario contratado por sus ex superiores resulta ser una
transición lógica que remite a la corrupción de algunas instituciones del
Estado colombiano y a la participación de militares en situaciones de
criminalidad características del último decenio. Como afirma Daniel Pécaut, el
conflicto colombiano de las últimas décadas ha sido alimentado por los
estamentos de control del Estado y no se puede “dejar de mencionar la
tolerancia, cuando no la complicidad, de sectores de las Fuerzas Armadas, de
las élites y de la clase política en la creación de grupos de autodefensa y los
asesinatos de los oponentes” (13).
Esta transición de Evelio que desde la
ficción inserta este matiz adicional de ilegalidad en el funcionamiento del
Estado, tiene que ver también con diversos aprendizajes del muchacho dentro de
la novela. Así, por ejemplo, antes de su arribo al puerto, el ex militar ha
recorrido el país por tierra, viviendo de los dólares falsos que le ha robado a
su superior en el cuartel, llevando “siempre consigo la lista arrugada y
maltratada, con los nombres de las víctimas que ya había ubicado, observado y
clasificado por importancia” (83). Sin embargo, a pesar de las comodidades y la
libertad que disfruta con el dinero robado y cuya procedencia nadie cuestiona,
al final de su periplo nacional Evelio empieza un proceso de concientización
gracias a la filmación de la vida diaria de sus supuestas víctimas, el cual
desembocará en la inacción en su papel de asesino a sueldo, pues comprende que
la fragilidad de la existencia propia y ajena, “esa absurda dependencia del dinero
para acercarse a una felicidad acartonada y la ineptitud de la gente para
descubrir otras formas de lograrlo, le impidieron actuar” (86). Éste será el
primer paso en un proceso en que el joven, ya mayor de edad, se resiste
sistemáticamente a ejecutar los actos criminales que se le encomiendan,
tratando así de abandonar un destino impuesto por quienes manejan los hilos
ilegales del poder que circundan el puerto y el resto del país. A lo largo de
la novela, la cámara de video le dará acceso al conocimiento de sí mismo,
registrando tanto los desaciertos propios como las responsabilidades ajenas.
Ahora bien, aunque Evelio es un sicario
malogrado, el lector siente la dimensión de una violencia constante a lo largo
del relato. Sin embargo, no es la violencia incesante ejercida por el sicariato
urbano de Medellín o Bogotá, magnificada por el exiliado que vuelve al país en La Virgen de los sicarios o descrita en
detalle por la memoria del narrador-niño de Sangre
ajena. La violencia en Felicidad
quizás es, más bien, el motor de la trama, que consiste por ejemplo en la
serie de asesinatos de jóvenes ladrones de mercancía en los barcos que atracan
en el puerto de Llevadó, nombre significativo en sí mismo, para sugerir en el
país un vaivén de violencias generalizadas, entre otras, la del desarraigo de
la población: "La violencia continuaba extendiéndose por el país igual que
una llama con viento propicio, resucitando a su paso rencores sepultos y
propiciando otros iguales de incurables. Un atardecer cualquiera una procesión
de desplazados llegó al puerto huyéndole a una guerra de exterminio,
esperanzados en burlar al amparo de la selva el ensañamiento de sicarios bien
remunerados" (101). En este contexto, resulta interesante considerar que
precisamente esa selva que colinda con el puerto posibilita el segundo paso en
la transformación de Evelio de objeto de los poderosos y sicario potencial en
una especie de ejemplo redentor de la gente del puerto a medida que transcurre
la novela, al usar sus filmaciones clandestinas como objeto de chantaje contra
Jaramillo y Lukas, arma aprendida de ellos mismos. En este sentido, y siguiendo
a Miguel de Certeau en su distinción entre las categorías de lugar y espacio4,
en Felicidad quizás, como lugar, el puerto en su sopor se opone a la vida en
ebullición de la selva aledaña, de la misma forma en que los personajes, que en
la mayor parte del relato hacen poco o nada para tratar de cambiar sus
circunstancias de opresión y pobreza, al final del mismo se apropian de la
selva como espacio de venganza contra el extranjero usurero y el gamonal
despojador de tierras, quienes tratan de huir debido al plan de Evelio y mueren
allí aparentemente por “mordeduras de fiera” (355).
Esta apropiación del espacio permite
invertir, aunque de manera temporal en la ficción, la cerrada estratificación
socio-económica que se vive en el puerto, en la que los personajes marginales,
los pobres y abusados, hacen justicia por su propia mano. De este modo, la
conversión de Evelio de militar a sicario y luego a un Robin Hood de los
habitantes de Llevadó, posibilitada a su vez por el espacio, parece dejarle al
lector la imagen de la redención social del joven. Sin embargo, como lo enuncia
Edna Von der Walde en su análisis sobre las ficciones de sicarios (38) y posteriormente
Maria Fernanda Lander (84), estas representaciones y la realidad de las
violencias en la que se sustentan presentan la dificultad de precisar quiénes
son las víctimas y quiénes los victimarios. En este sentido, en Felicidad quizás los victimarios se
tornan víctimas al final, pues las muertes del gamonal y del usurero europeo no
desembocan en el descubrimiento de su responsabilidad en los crímenes que se
han llevado a cabo en el puerto. Adicionalmente, aunque los obituarios de
Jaramillo reivindican su nombre y el Gobierno suizo envía una comisión
investigadora para esclarecer el deceso de Lúkas, el misterio de sus muertes
tampoco se resuelve. De este modo la novela presenta la cuestión de la
impunidad como algo connatural al puerto y al país.
En
cuanto al puerto como personaje, Salazar Montero opina que su decisión sobre el
espacio obedece a que “el puerto es una condición de borde que limita
geográficamente la trama y que se define por sí solo” (Entrevista con el
autor). Adicionalmente, se debe considerar que en esta transición de ciertos
personajes del ‘estar’ al ‘hacer’, posibilitada por el espacio, es también
evidente la ausencia de un Estado que proteja a sus ciudadanos. Es por eso que
el progreso, una de las narrativas que la novela da por descontada, no está
presente, pues el detrimento moral que se vive en Llevadó y en todo el país
impide hablar de éste. Es posible que también por ese motivo la novela no hable
de cómo el país y el puerto han llegado a la situación de violencia e iniquidad
que rodea el relato, ni especifique fechas u otros datos que permitan ubicarlo
históricamente.
Hay que notar que la importancia del
sicario en Felicidad quizás tiene que
ver con el nivel de profundidad que alcanza la figura de Evelio, aunque no se
lo presente como protagonista único, sino como parte de una red de historias y
casualidades que coinciden en un lugar remoto del Pacífico colombiano. Si como
sugiere Polit Dueñas para las novelas de los noventa, “los sicarios son
representaciones estáticas cuyas identidades no están en proceso de
construcción y, por lo tanto, no tienen posibilidad de negociación con el poder
que las define” (124), el desarrollo de Evelio como personaje va en la vía
opuesta y tiene que ver con su apropiación del espacio desde su recorrido por
el país hasta sus experiencias fílmicas y emocionales en Llevadó, así como con
una búsqueda personal, que constituyen características de su progresión como
sujeto consciente, en contraposición al carácter desechable que le es asignado
al principio del relato como peón de sus superiores: "Pensó de nuevo en
Nisidé, en la ilusión sembrada de empezar los dos de nuevo en otra parte, en el
hogar feliz completo que se había comprometido a reemplazar, y decidió jugarse
el todo por el todo. Calculó que con un poco de buena suerte lograría
deshacerse del montón de porquería que llevaba arrastrando consigo varios años,
metida en un último fardo con su culpa reciente, con su fallida profesión de
sicario" (278). De este modo, la crítica que subyace a la representación
estética del sicario en la novela de Salazar Montero es también un conflicto de
clases sociales, cuya estratificación basada en el dinero y el poder impide el
ascenso o, en palabras del narrador, una posible “felicidad terrenal” de los
marginados y los más pobres en un lugar abandonado por la protección
gubernamental y rodeado de resoluciones violentas a los conflictos humanos. A
través de la transformación de Evelio y de un final abierto sobre el destino
del joven y su amante, la novela de Salazar Montero plantea la posibilidad de
que dicha felicidad, aunque en un sentido irónico, en el contexto colombiano,
esté limitada a la simple supervivencia.
Por su parte, en Los restos del vellocino de oro, ficción existencialista del novelista,
poeta y cronista caucano Alfredo Vanín, el personaje sicario no es tampoco el
adolescente de La Virgen de los sicarios o
de Morir con papá ni la seductora
asesina de Rosario Tijeras, sino que
más bien trae a la memoria el pájaro de la violencia de los años cincuenta,
retratado en Cóndores no entierran todos
los días (1971) de Gustavo Álvarez Gardeazábal o en Noche de pájaros de Arturo Alape (1984), dándole a la aparición de
esta figura cierta circularidad en las representaciones ficcionales de la
violencia5. De este modo, en Los restos
del vellocino de oro el sicario es un adulto ex policía, ahora al servicio
de oscuras fuerzas de seguridad, descrito como “un gran ave nocturna” (12), “el
hombre de la mirada bajo el ala del sombrero” (50), dedicado a una supuesta
limpieza social: "El Alemán había vuelto para poner en orden las cosas,
para sacar a la gente malvada de su escondite; había vuelto y se quedaría hasta
matar o hacer huir al último bandido, al último huelguista, en un tiempo que
todos empezamos a llamar “la reconquista de Isla Pájaro”" (Los restos 38). En Noche de pájaros “No existen para ellos, hombres carnetizados por
la Gobernación del Valle del Cauca y de profesión sicarios, … esos nimios
inconvenientes. Son los dueños de las noches de Cali, maniobreros expertos con
una asombrosa capacidad en los ojos, fáciles para el botín en dinero o en
víctimas humanas (23).
Aunque en la novela de Vanín el regreso
del sicario y la cacería humana que éste hace del sindicalista Santiago
constituyen el hilo conductor de la trama, el asesino a sueldo es un personaje
subsidiario, pues los verdaderos protagonistas son los ‘jasones’, un grupo de
jóvenes que tratan de gozar de la vida nocturna y que ponen en juego diversos
artilugios para salvar la vida de su amigo fugitivo en un ambiente rodeado de
necesidades y decadencia de un otrora próspero puerto del Pacífico. En palabras
del narrador, “los jasones, que de andanzas sabíamos, pero jamás llegaríamos a
hacer algo digno de recordar en esta época sin héroes visibles” (62). De este
modo, la historia no gira en torno a la transformación del constructo social y
cultural colombiano de los noventa como efecto del narcotráfico, propia de las
primeras novelas de la sicaresca, sino que se centra en los ‘jasones’, su
búsqueda de sentido vital y de libertad en un mundo subdesarrollado rodeado de
violencia e impunidad6.
Ahora bien, la presencia del asesino en
la novela insinúa que el uso de profesionales del crimen al servicio de la
violencia oficial sigue presente en Colombia a finales del siglo XX, bautizados
ingeniosamente por Vanín como “los tiempos de la mini-uzi” (34), época en que
se inscribe la historia, como “un instrumento de representantes de organismos
estatales para eliminar sujetos presuntamente culpables de alteraciones del
orden público” (Gómez 95). Aún más significativo resulta el hecho de que el
objetivo de “el Alemán” sea un sindicalista, particularmente cuando Colombia
detenta el poco honroso título de país número uno en asesinatos de líderes
sindicales, con 2500 muertes en veinte años (Verdad abierta 1). De manera
interesante en la novela de Alfredo Vanín, al igual que en la de Salazar
Montero, el sicario no lleva a cabo el asesinato encargado. No es el
perseguidor quien ejecuta el crimen, sino un grupo armado que actúa en el
puerto, agregando un velo de incertidumbre sobre los autores materiales del
mismo: “Todo quedó tan despejado que se podían ver las siluetas de los cinco
hombres con brazaletes negros, como dijo alguien, sin saber de qué cuerpo
policiaco se trataba… ni siquiera apareció el hombre alto del traje negro con
el sombrero ladeado, la gente se dispersó por el temor atávico a las balas”
(205). Con estos asesinatos ejecutados por segundos, las dos novelas sugieren
un cambio del protagonismo del sicario en la arena social colombiana a
personaje secundario manipulado por diversas fuerzas oficiales y no oficiales
en ambientes de violencia y ausencia de justicia. Entonces, surge el
interrogante de la importancia del cazador de hombres en la novela de Vanín. En
un sentido, en el plano narrativo la superficialidad y la descripción casi
mítica y repetitiva del sicario adulto, “el hombre del Colt 45, de cachas
nacaradas, con el que había dado de baja a tantos rateros en otra época” (60),
hacen que la atención del lector se dirija a los verdaderos protagonistas,
aunque “el Alemán” sea el motivo de su desazón permanente. En otro sentido, se
puede sugerir que el sicario funciona como contraparte del
narrador-protagonista. Es decir, su presencia ayuda a estructurar la novela
como un juego entre el sicario adulto y los “jasones”, en una oposición entre
un “él” y un “nosotros” que se destaca en la narración, y que justifica la
búsqueda vital de éstos frente a una amenaza constante de intimidación y
muerte.
El antagonismo entre el bibliotecario que
narra la historia, su grupo de amigos y el asesino a sueldo se desprende de la
oposición entre la marginalidad que representa “Puerto Hundido” y la ausencia
de un proyecto claro de vida para los jóvenes, y la oficialidad y la seguridad
en sí mismo que detenta el sicario, “el más tozudo cazador de hombres que jamás
hubiera conocido el puerto” (60). De ese choque resulta la decisión de estos antihéroes
de defender al huelguista Santiago, en un puerto silenciado donde ya no hay
protestas guiadas por el ineludible “¡a la carga!, un grito que seguía
resonando en el inconsciente de un país al que todos los líderes se los habían
asesinado” (41). Sin embargo, el asesinato de Santiago al final de la novela
hace que el mensaje que prevalezca sea de desesperanza para los habitantes de
este sitio alejado de la promesa del progreso, como ilustra el narrador: “En
casa estaba esperándome en vano. Una llamada podría remediarlo todo, pero no
tengo teléfonos a la vista. En las calles del otro lado del mundo ya existen
teléfonos que se portan en los maletines ejecutivos y en las carteras de las
damas” (50).
En este contexto, el ambiente resulta ser
un elemento esencial en la novela de Vanín en dos direcciones. En la primera,
el puerto, que aunque no se nombra explícitamente se puede reconocer como la
ciudad de Buenaventura por las referencias a Isla Pájaro, la estatua a Pascual
de Andagoya, etc., está subyugado por huelgas, caos y el miedo general de la
población. En la segunda, si bien dicho ambiente es agudizado por la amenaza
constante del sicario adulto, la falta de oportunidades de futuro en este
puerto marcado por el abandono gubernamental también genera en sus habitantes
un sentimiento de pesimismo frente a la nación, una tierra que “ya no era
nuestra” (59), pues gran parte de las nuevas generaciones deciden lanzarse a la
aventura de ser polizones en barcos que viajan al norte enfrentando una muerte
casi segura. En este marco de marginación social y geográfica los jasones
prefieren “inventar el infierno a padecerlo” (8), es decir, crear una realidad
propia en la que su conformación como tribu ajena a la vida posmoderna, su
aferramiento al jazz y a la poesía les sirven a los jóvenes para exorcizar el
miedo y la amenaza del sicario y del Estado al que representa, pues “si los
referentes sociales del espacio están ampliamente trastocados por los fenómenos
de violencia y de terror, nunca abolidos por completo, perduran en nuevos
espacios que resultan de las coacciones impuestas por los actores de la
violencia” (Pécaut 233).
Además, se podría decir que en Los restos del vellocino de oro el
narrador-protagonista, Arnoldo Arcos, bibliotecario y lector ávido, es un
letrado que, como Fernando o Antonio, de La Virgen y Rosario respectivamente,
atestigua y documenta el terror en su ciudad. La diferencia radical consiste en
que esta primera persona narrativa de la novela de Vanín despliega su gusto por
los clásicos griegos y su legado no para detentar una posición social diferente
a la del sicario que persigue a Santiago, ni para mostrar cambios culturales
relacionados con el narcotráfico, sino más bien para enfatizar que él y sus
amigos son “navegantes sin agua” (67), jóvenes que no pueden realizar grandes
hazañas o simplemente sueños considerados como normales en una sociedad
igualitaria, porque el entorno mismo se lo impide. No obstante, a pesar del
reconocimiento del bibliotecario narrador de que “la historia jamás ocurrirá
como yo quiero”, los intertextos musicales, literarios, mitológicos y
ancestrales del Pacífico le permiten crear un texto en que triunfa el lenguaje
y se reivindica el poder de la cultura, pues como enuncia enfáticamente, “quien
narra no ha muerto” (141).
Así, sobre la base de la representación
del sicario en Felicidad quizás y Los restos del vellocino de oro presentada
aquí se proponen las siguientes características provisionales sobre la
evolución del género de la novela sicaresca en la última década. Primero, estas
dos novelas presentan al asesino contratado como una fisonomía ya incorporada a
la sociedad colombiana contemporánea. Es decir que, si bien las novelas
consideradas pilares del género plantan al sicario en el centro de la narración
con el fin de presentar la violencia social del narcotráfico, “revelando a su
vez la caída de los valores tradicionales, la religión y las leyes, así como
los cambios culturales de las últimas dos décadas del siglo XX en Colombia” (
Jácome 15), la presencia del asesino a sueldo en las novelas de Vanín y Salazar
Montero no equivale a un fenómeno nuevo o a un tipo central en la arena
sociocultural colombiana, sino que lo establece como un personaje cuya
presencia se ha aceptado o institucionalizado, como un actor más de la
criminalidad en la dinámica actual de la violencia en el país. De esta forma,
el asesino a sueldo como figura literaria ha ido evolucionando a la par de su
metamorfosis en el ámbito nacional. No obstante, es necesario reconocer que en
estas novelas más recientes permanece la presentación de la problemática de
jóvenes sin futuro: "Según la versión oficial, los cadáveres habían sido
descubiertos por una patrulla del ejército encargada de frustrar a tiempo un
inminente ataque de la guerrilla y otro de los paramilitares del puerto. O sea,
tres facciones diferentes de una misma guerra, reclutadas del mismo pueblo
joven a las buenas o a las malas, refugiadas en el mismo monte selvático"
(Felicidad quizás 346). En segundo lugar, se pueden sugerir otras relaciones
interesantes entre el texto de Vanín y las novelas anteriores que incluyen como
personaje al sicario: una, que en la nueva novela que incluye asesinos a sueldo
la violencia ya no es ejercida por jóvenes desaforados como Wílmar o Alexis de La Virgen de los sicarios, ni como los
niños entrenados para liquidar a personajes incómodos para los criminales de
turno como se muestra en Sangre ajena;
otra, que el sicario ya no es un adolescente que busca un rápido ascenso
económico, sino un adulto que trabaja abiertamente del lado oficial; y
finalmente, que la violencia y la impunidad generalizadas, propias de las narraciones
sobre asesinos a sueldo de los noventa, siguen presentes en las narraciones
posteriores.
Tercero, ya habíamos planteado en un
estudio anterior que las novelas sicarescas de los noventa no son estrictamente
novelas de la violencia, pues sus temas son existenciales: el amor, el
desengaño, el viaje y la separación. Si bien las novelas de Vanín y Salazar
Montero siguen esta misma dirección, es evidente que la transformación de la
figura del sicario y de la presencia de los jóvenes se sigue dando en contextos
de violencia enmarcada en la pobreza y la marginalidad. A este respecto,
haciendo eco a lo esbozado por María Helena Rueda para las novelas de los
noventa en su artículo “La violencia desde la palabra”, resulta interesante
preguntarse si estas narrativas recientes proponen una salida a la situación de
violencia que representan. Por un lado, siguiendo nuevamente a Rueda, las
novelas presentan “otra” forma de organización que se ubica en el orden del
no-Estado, lo que constituye una continuidad de lo representado en las primeras
novelas sicarescas. Así, en Los restos
del vellocino de oro se conforma una nueva generación de jóvenes jasones,
mandingos y nacientes islámicos del Pacífico que se unen en un espacio de
reconquista que les es negado en el puerto oficial. En la misma dirección, de
manera similar a como La Virgen de los
sicarios desarrolla la diferencia entre la ciudad “real” de Medellín y la
imaginaria de “Medallo” que transforma la percepción de la primera (Villoria
92), en la novela de Vanín Arnoldo Arcos y los jasones reinventan el puerto de
Buenaventura como un espacio lúdico y diverso, una ciudad soñada frente a la
real con la cual se sienten más identificados. Por otro lado, aunque el fin
primordial de la literatura no es solucionar los conflictos sociales, Felicidad quizás plantea que ante el
abandono estatal que ha sido reemplazado por la ley del más vivo, los
desplazados y explotados no tienen más alternativa que tomar la justicia en sus
manos para ser felices, es decir, para sobrevivir.
Por último, en las dos novelas el espacio
y sus personajes se entrelazan en una isotopía. Es decir, el destino del puerto
es el destino de sus personajes. En el texto de Vanín y en el de Salazar
Montero, la decadencia de los dos puertos va de la mano del destino insalvable
de sus habitantes. La diferencia radica en que, en el caso de Felicidad quizás, algunos pobladores son
capaces de tomar las riendas para terminar con el estado de sumisión y
violencia al que han sido sistemáticamente sometidos, mientras que en Los restos del vellocino de oro la
criminalidad oficial realiza su limpieza social, dejando a los jóvenes en el
limbo, con el único consuelo de gozar las fiestas patronales y en general el
presente, pues el futuro resulta precario, como dice el narrador: “…lo
entregaríamos todo por sentirnos al menos dueños del pedazo de ciudad que nos
dieron, mi ciudad que renace cada año lozana a su fiesta, como si borrara sus
crímenes y sus mentiras. Cada año te resucitamos de tantas muertes que te hemos
propiciado. Eres insaciable, golosa y llena de trampas, como una dulcinea”
(196). Ésta es una resonancia de la imagen de la mujer-ciudad en Rosario
Tijeras y un eco recurrente de la personificación de la urbe en relatos de la
violencia colombiana de las últimas décadas. No obstante, como sugiere Alfredo
Vanín, su novela, y a nuestro parecer la de Salazar Montero, “rebasa[n] el
sicariato” (Entrevista con el autor).
______
1. En este
artículo no se escribe la palabra sicaresca entre comillas como lo ha venido
haciendo la crítica literaria desde la aparición de La Virgen de los sicarios
de Fernando Vallejo en 1994, por no considerarla ni un subgénero de la novela
del narcotráfico ni un género menor entre las narraciones sobre la violencia
colombiana. Posiblemente la subvaloración del género reflejada en las comillas
provenga de dos dinámicas evidenciadas en los estudios sobre estas
representaciones. Una, que la novela sicaresca
no se
desarrolla en el interior de una literatura nacional, sino que surge como representación
de una problemática que toma fuerza inicialmente en la región de Antioquia.
Dos, que los textos hacen una alusión indirecta al tráfico de drogas y ponen
énfasis en sus efectos sociales.
2. Ésta es
una característica significativa en contraste con las novelas sobre sicarios
publicadas entre 1994 y 2000, que se desarrollan principalmente en las ciudades
de Medellín y Bogotá, en donde el asesino a sueldo aprende o consolida su
hacer.
3. Hay
escasos artículos sobre las novelas sicarescas de Alape (Vásquez-Zawadski,
“Sangre”; Escobar Mesa, Cuatro y Mutis, “La novela”), y de Collazos (Orozco,
“La novela” y Weisslitz, Criminal). Hasta el momento no hay estudios publicados
sobre Felicidad quizás o Los restos del vellocino de oro.
4. En La
práctica de lo cotidiano, De Certeau plantea esta diferencia específicamente
para los relatos en relación con dos determinaciones en las prácticas
cotidianas: “Una, por medio de los objetos que podrían reducirse al estar ahí
de un muerto, ley de un “lugar”; otra, por medio de operaciones que, atribuidas
a una piedra, a un árbol o a un ser humano, especifican “espacios” mediante las
acciones de sujetos históricos.… O bien el despertar de los objetos inertes
(una mesa, un bosque, un personaje del entorno) que, al salir de su estabilidad,
transforman el lugar donde yacen en la extrañeza de su propio espacio” (130).
5. Esta
representación puede obedecer a que la figura del sicario en la arena nacional
no emerge con el aumento del narcotráfico en los años ochenta del siglo XX, sino
que es de aparición más temprana. Al respecto, explica Alexander Montoya: “En
Colombia el uso de la palabra sicario se generalizó con el asesinato del
ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla, en 1984. No obstante, el sicariato
operaba en la década de 1970 para narcotraficantes, esmeralderos y
terratenientes, incluyendo algunos “pájaros”, matones a sueldo que actuaron durante la Violencia,
el período de conflicto bipartidista de mediados del siglo XX” (62).
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Fecha de
recepción: 6 de febrero de 2012
Fecha de
aceptación: 18 de mayo de 2012
Fecha de
modificación: 28 de mayo de 2012
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