Ánima doble, de Alfredo Vanín
Y un relato de Ambrose Bierce
Un evento:
Presentación del poemario Ánima doble, del poeta
Alfredo Vanín, en la Biblioteca del Centenario de Cali, el jueves 18 de marzo a
las 7 pm. Presenta el poeta Leopoldo de
Quevedo.
Gravitaciones
Desde el primer
instante del big bang
estaba previsto el
fulgor de tus ojos
las sandalias azules
que llevarías esa noche
la primera casa que
habitamos
incluso este salario
que a duras penas nos
alcanza
para el final del mes.
Olvido en ciernes
Un
día me haré el sordo contigo
dejaré
de hablarte
no
pronunciaré tu nombre a menos que la cobardía
me obligue
no
te hablaré de mi soledad en este cantil de las tormentas
ni
de los aguaceros que inundaron mi casa
y
se llevaron los dientes del abuelo a
otros patios
un
día no volveré a preguntarte por los besos robados
tomaré
revancha de tanta cosa rota
de
tanto pie llagado
indescifrable
en mi álgebra de luto
un
día me haré el sordo
y
el santo de humo que escondes baja la almohada
crujirá
cada noche.
Rumores
Este fantasma que
atraviesa el andén podría
ser tu padre
que todavía clama su
venganza
y mira al otro lado
para que no lo
reconozcas
ni perturbes su vida.
Ánima doble hace parte de la Colección Letras Nueve poetas colombianos, de la Fundación Arte es Colombia, que dirige Francia Escobar, publicada en Bogotá en noviembre de 2014.
Un relato:
Aceite de perro, de Ambrose Bierce. Escritor estadounidense nacido
en Meigs, Ohio, el 24 de junio de 1842. Fue soldado en las tropas de la Unión,
durante la Guerra de Secesión, durante los años 1861-1865. Colaboró con
periódicos de Estados Unidos e Inglaterra, donde vivió una temporada. Murió
posiblemente en en Chihuahua, México, en
1914, siguiendo las tropas de Pancho Villa. De él se perdió todo rastro.
Su prosa
efectista, su humor negro y satírico, su vehemencia y precisión en el relato,
lo hicieron muy popular, lo distinguen y lo preservan del olvido. Un crítico lo
apodó El amargo Bierce. Entre sus obras nombramos: Es muy célebre su relato “Un suceso en el Puente del Búho”, lleno de realismo y de
extraña ficción, de juego con el tiempo y la muerte.
Una de sus frases: “Si deseas que tus sueños se hagan realidad,
¡despierta!”
Aceite
de perro
Ambrose Bierce
Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en
uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite
de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del
pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron
hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para
sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los
restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces
toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los
alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato
de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente
era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente
menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces
con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía,
como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez
escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es
realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las
personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era
evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar
conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a
punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino
lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui
el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi
padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía
que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había
aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son
provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la
aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y
quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del
lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de
los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del
caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba
ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el
policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié
tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad
me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi
deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi
querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la
naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví
a salir de la aceitería por temor al agente. "Después de todo", me
dije, "no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca
distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera
causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite
no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente".
En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles
penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi
sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a
mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los
médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de
cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma
absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación
explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera
previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja
de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para
reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la
fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me
necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por
qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque
conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente
impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso
y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre
me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era
diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a
tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi
madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido
niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más
crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre,
enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo
y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de
perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición
absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la
esperanza en el Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una
asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban
severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población
sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión
desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De
cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y
me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me
hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía
que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara
una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente,
con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta
toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de
dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba
a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus
propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o
advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente,
y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en
ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una
aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último
lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia.
Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira
indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la
mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja,
él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la
desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero
por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se
separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre
mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad,
luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó
a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto
al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con
ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión
de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido de que estos infortunados
acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese
pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas
memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que
provocó un desastre comercial tan terrible.
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