CARLOS
ARTURO TRUQUE, ESCRITOR INVITADO
El escritor
condoteño no solo fue un gran narrador, sino también un gran pensador, rebelde,
solidario con el pueblo colombiano. El racismo lo golpeó, como él mismo lo
narra en el siguiente texto, enviado por nuestra colaboradora, la profesora
Elizabeth Castillo Guzmán, publicado en la mítica Revista Mito. Hace poco, en
el Festival Universitario de la Universidad del Valle sede Buenaventura, se
hizo un homenaje a su memoria, con la publicación de un libro sobre su legado.
En 2010, el
Ministerio de Cultura de Colombia incluyó
su libro Vivan los compañeros.
Cuentos completos, en la Biblioteca de Autores Afrocolombianos
La vocación y el medio. Historia de
un escritor
Por: Carlos Arturo Truque
Tomado de: Revista Mito, año
I, No. 6.(Bogotá, febrero-marzo de 1956).
Quien lea estas páginas, creo, no podrá atribuirlas a la amargura o al
resentimiento. Soy un hombre normal, o al menos lo hubiera sido si la sociedad,
tan arbitrariamente construida, me hubiera brindado las oportunidades que
siempre perseguí y jamás alcancé. No por eso soy un frustrado; aún tengo ánimos
suficientes para seguir una lucha, que de antemano sé perdida.
Mi vida, aparte de los sufrimientos, carece de importancia. El común
denominador del pueblo colombiano es la inseguridad, la inestabilidad; ese
sentimiento horrible de no hallar el lugar que corresponde al hombre en un
sistema determinado. La mayoría de las ocasiones nos vemos en la necesidad de
reconocer que somos una pieza demasiado suelta del engranaje social. Giramos
sin correspondencia alguna y nos sentimos víctimas de fuerzas oscuras que no
estamos en capacidad de controlar.
No sé desde cuándo me posesioné de esta verdad. Tal vez desde muy
temprano aprendí la diferencia que media entre los débiles y los poderosos y
tuve la experiencia dolorosa de saberme colocado entre los que nada tienen que
exigirle a la vida, porque ya les ha sido negado todo de antemano.
Quizá pueda lo anterior ser interpretado como el grito de un desesperado
o como la prueba de una marcada desadaptación al medio. Si los que tal cosa
piensan hubieran estado sometidos a las pruebas que me han tocado en suerte,
pensarían de diversas maneras.
Desde temprano me asedió, como perro rabioso, la injusticia humana.
Desde la escuela humilde de barriada donde me enseñaron las primeras letras
tuve la impresión, la certeza, de que me había señalado con su dedo
implacable.
Siempre fui, no peco de orgullo o vanidad al decirlo, un buen
estudiante. Me apasionaban los libros, la tinta fresca, la aureola bohemia de
los escritores de la época. Pronto me sentí atraído hacia ese campo que nunca
pisan los llamados hombres prácticos: las letras. No sabía cuántas malas
pasadas me estaba jugando la vida a llevarme por caminos que, de haberlo
pensado, no habría transitado.
Allí empieza todo. De allí, de una urgencia extrema de dar a conocer mis
sentimientos y mis reacciones, parte la disconformidad, tal como está
constituida, y el modo diverso como yo creo que debe estarlo. Sin embargo, no
soy un reformador ni un innovador en materia tan ardua. Puede ser que yo vea
las cosas desde un punto de vista distinto a como las mira los demás y sea esa
la causa de no pocos de mis sinsabores. Pero, juzgando los problemas con una
lógica sana, no es posible imaginar al hombre perdido en tantas encrucijadas
sin sentir por él un poco de compasión, un mínimo de humana solidaridad.
¿Solidaridad humana? ¿Participación en la angustia colectiva? ¡Quién sabe!
(Aquí habrán de sonreír los hombres prácticos). Quién sabe si esa solidaridad
humana, si esa coparticipación en la angustia contemporánea, sean solo modos de
ocultar la propia impotencia y la propia vida fallida. Puede ser. Lo único que
podría garantizar es que este testimonio lo he vivido y antes que yo lo
vivieron otros, de los cuales no se conserva memoria. Por ellos doy a ustedes
un poco de sus vidas y mucho de la mía.
Nací en la era mecánica, en un pueblo que la desconocía. Cualquier
pueblo de Colombia, de esos que se quedan en un remanso de la civilización y
que conservan como tesoro más preciado lo elemental de la existencia. Hasta mis
ocho años no conocí la barrera que separaba a unos seres de otros. Como el
pueblo era pobre, nadie pensó nunca que la riqueza era un factor para brillar y
valer más que los que no la poseían. Siendo un pueblo de negros, nadie imaginó
que las diferencias de pigmentación pudieran abrir abismos insalvables y ser
usadas para establecer la dominación y el repudio sobre quienes se consideraron
inferiores.
Vine, si así puede decirse, limpio a la vida. Esta me enseñó bien pronto
la lección que el bueno de mi pueblo, no se había podido aprender; que el mundo
está fundado sobre valores bien diversos y, como la vida no da nada sin
arrancar un dolor, este conocimiento me desgarró y destruyó en lo más puro que
puede tener un ser humano: la fe en la ajena bondad.
Sucedió de la manera más sencilla: desde el pueblo fui trasladado a
Cali, que por entonces comenzaba a tener aires de gran ciudad, y matriculado en
la escuela pública de San Nicolás. Como lo dije anteriormente, me gustaba
estudiar y me destaqué muy pronto como uno de los mejores alumnos de la
escuela. Hacía, cuando sucedió lo inesperado, el tercer grado elemental.
Había estudiado mucho para rendir los exámenes finales y además, el
mequetrefe de mi maestro, un caramelo de pedagogía religiosa, para usar una
frase grata de Barba, había dividido el curso en dos grupos: griegos y romanos.
Yo era el capitán de los griegos, honor que se dispensaba al alumno que mejores
resultados diera.
Con todos estos antecedentes era natural que esperara mi
aprobación como hecho cumplido y, a más de eso, ganar uno de los premios
dispensados a los estudiantes destacados.
Si hubiera tenido un poco de conocimiento del corazón humano, no habría
esperado tanto; porque mi santo maestro, ahora lo entiendo claramente, nos
endilgaba, por quitarme allá estas pajas, sus buenos discursos sobre el
nacionalsocialismo (España estaba en plena Guerra Civil), muy adobados con
comprensibles capítulos de Mi lucha. Si, como digo, hubiera podido entender
bien lo que ese hombre pensaba y hubiera estado en capacidad de sacar ciertas
deducciones, no me hubiera forjado las ilusiones que me forjé.
Tengo la convicción profunda de haber contestado acertadamente el
ochenta por ciento de las preguntas que figuraban en el cuestionario y recuerdo
haber salido de clase con el orgullo de quien siente que ha cumplido con su
deber de la mejor forma posible. No puede engañarme el recuerdo. El día de la
entrega de los informes finales me pusieron el vestido más presentable
que tienen los chicos de barriada: el uniforme escolar. Desde temprano
estuvimos con la buena señora que se había encargado de mí, rondando por el
parquecito que había frente a la escuela, esperando la hora del comienzo de la
ceremonia, que ella, en su ingenuidad y yo en la mía, creíamos de una
importancia excepcional.
Al comenzar tocaron la campana y nos hicieron formar frente a una
tarima, sobre la cual se hallaban los profesores (no les gustaba que los
llamaran de manera distinta), con unas caras apropiadas para la ocasión. El mío
me distinguió, porque me hallaba al principio de la fila, y me regaló una
sonrisa completa. Todavía no he podido saber si me la brindó para consolarme
anticipadamente o para burlarse simplemente de mí. El director hizo sonar una
campanita y acabó, como de un golpe, con los murmullos que hacían los padres de
familia y la chiquillería. Después de unas breves palabras, pronunciadas
temblorosamente, se sentó aliviado y comenzó a llamar por sus nombres a los
alumnos del primer grupo. Me sentía realmente cansado con tanto tiempo como
llevaba en pie. A cada nombre, se adelantaba alguien de la fila y recibía su
certificado. Algunos padres, furiosos por el resultado adverso, la emprendían a
trompadas contra sus hijos. Compadecía sinceramente sus sufrimientos, pero me
consolaba pensando que a mí no podía sucederme lo que a ellos estaba
sucediendo.
El primero de mi grupo fue llamado. Era un tartamudo que nunca pudo
encontrar la manera de dar una lección en forma correcta; porque, a más de
tartamudear, nunca se las aprendía.
El padre se hallaba a un lado de la señora que iba en representación d
mi familia. Le vi recibir el certificado del hijo, abrirlo y leerlo y hacer un
gesto de satisfacción. Esto me extrañó un tanto, pero pronto me consolé,
atribuyéndole al maestro una bondad que estaba lejos de poseer.
Cuando llegó mi turno, me adelanté, con cierta timidez, debo confesarlo,
pero con una seguridad interior que tenía por qué ser justificada. Recibí el
certificado y ni siquiera lo abrí. Tal como me fuera entregado lo llevé a quien
me representaba. Ella no sabía leer y se quedó aturdida, sin saber qué hacer
con un papel que, a lo mejor, le reservaba una alegría o una decepción. Porque
me quería de una manera dulce y buena, como solo saben querer aquellos que no
tienen sino eso para dar.
El padre del tartamudo comprendió la situación y se apresuró a decirle:
-¡Si usted quiere, señora..!
Ella le tendió el papel. El hombre lo abrió y dejó escapar este
comentario:
-¡Negro sinvergüenza..!
Y dirigiéndose a ella:
-¡Ha perdido el año…! ¡Póngalo a trabajar, señora! ¡Esa porquería no va
a servir para nada…!
De momento no entendí. Pensé que el hombre había leído mal y le pedí que
me dejara ver el certificado. Era cierto. Allí estaba escrito, no había duda,
yo mismo podía constatarlo. Me pregunté por qué, desconcertado. El maestro
seguía en su sitio. Lo miré con rabia, con odio capaz de causarle la muerte,
con una furia igual a la del hombre a quien dan una palmada que no se ha
merecido. No recuerdo que hubiese sonreído. Me sostuvo la mirada, retándome,
provocándome. Es una de las pocas veces que me he sentido capaz de arrancarle
la vida a alguien con un sentimiento de felicidad. Nunca volví a ver a ese
hombre en la vida. Pero sus ojos se han seguido repitiendo en otros que he
conocido, como si fueran él mismo con rostro diferente.
De él aprendí, sin embargo, una cosa fundamental: que entre los
infelices también hay diferencias profundas, que los humildes en ocasiones
adoptan el mismo punto de vista de los poderosos y comienzan a levantar
murallas entre ellos con la esperanza de tender un puente que los asimile a una
clase social más alta. Debo aclarar que jamás sucede lo anterior en las capas
incontaminadas de la sociedad, en el pueblo que tiene una conciencia de su
insignificancia y al mismo tiempo de su fuerza. Es invisible el fenómeno sobre
todo en la clase intermedia, la mal llamada pequeña burguesía, abyecto
reducto de sustentación para las clases superiores y su única defensa de los
justos anhelos de mejor estar de los desvalidos.
El incidente que he narrado trajo consecuencias irreparables. Yo era un
introvertido y desde entonces lo fui más. Me acostumbré a hacer una vida para
ser gozada solo por mí. Y fui desarrollando un crudo egoísmo que hubiera
llegado a destrozarme, si no hubiera tenido la pasión de llenar cuartillas. Eso
constituía una especie de compensación para mi anormal comunicación con el
mundo exterior. Hallé una forma de volcarme sobre él, de hacerlo partícipe de
mi mundo y participar a mi vez del suyo. Y nada fuera de lo común hubiera
sucedido si la actividad literaria cuando se posesiona de un hombre no le
restara la capacidad de actuar en otros campos; pero la creación exige la
entrega absoluta, la rendición incondicional, el sometimiento a todas las
contingencias, para brindar en cambio el breve placer de una nota laudatoria o
el perecedero resplandor de un triunfo que dura lo que una candelada en el
verano.
Todas las pruebas que he soportado, en lucha contra el concepto
imperante sobre el escritor, las debe haber pensado también todo aquel que se
dedique o se haya dedicado a escribir en un país como el nuestro, donde el
artista es tolerado apenas cuando la clase dirigente quiere olvidar por unos
minutos la tragedia de los balances y las cotizaciones de la bolsa. Entonces
esa clase rectora inepta pone sus condiciones y obliga al artista a hacer una
obra alejada de la realidad, con materiales de segunda mano, pero que pueden servir
si el objetivo es llenar los deseos enfermizos de una casta que ha vivido los
sufrimientos ajenos y que no quiere un arte que pueda mostrarle su
culpabilidad.
Para quienes quieran una forma artística, nutrida de las condiciones de
vida de la masa del pueblo colombiano, el camino está vedado. Esta afirmación
no es un capricho de teorizante, sino una verdad dolorosa. En el año de 1951,
tuve necesidad, porque creía que lo hasta esa fecha escrito tenía un valor
relativo y que era algo que se había hecho en el país, de trasladarme a la
capital. Traía miles de ilusiones y pocos centavos. ¡Apenas un hatillo de
peregrino, muchos, muchos, muchos sueños…!
¡Ignoraba la existencia de jefaturas de redacción y la insolencia de los
pontífices!
¡Qué de nombres que no se correspondían al concepto que de ellos
me había formado leyendo los suplementos literarios…! El derrumbe de unos
cuantos ídolos y la certeza de que a la literatura nacional le estaba haciendo
falta una inyección de honradez y un alejamiento de los burgueses vanidosillos,
endiosados por elogios inmerecidos. Desde el conocimiento personal del mundillo
literario capitalino, afirmé mi convicción sobre el destino futuro de nuestras
letras y adquirí la fe profunda de su salvación por hombres que quieren acercarse
al elemento popular y tratarlo de manera nueva, alejada del academicismo y del
purismo, señalándome un derrotero, no confundiéndolo con las tediosas
disquisiciones, dudas, problemas y soluciones copiadas de las lecturas de los
clásicos modernos.
Pero asumir esta posición honrada tiene sus altibajos. Mientras los
suplementos plantean a cada instante una supuesta crisis cultural, los
elementos que pueden reconciliar el pueblo con el arte se pierden víctimas del
hambre y la miseria.
Para sorpresa mía, pecaba entonces de ingenuo, fui viendo cómo se
cerraban con una sonrisa sardónica las puertas a mis espaldas. Literatura sucia
llamaban a mis escritos por el solo hecho de usar términos que la moral y las
buenas costumbres consideraban lesivos. Todo un atentado constituye en el país
el uso de palabras que figuran en diccionario y que las señoras, las buenas
señoras, consultaron a hurtadillas cuando tenían doce años y no las olvidaron,
a fuerza de repetirlas, en el curso de sus vidas. Alguna vez tuve hasta un poco
de compasión por un hombre a quien yo tenía en gran estima y era director de
una revista publicada por una compañía de seguros. El hombre, nacido en un
hogar que no se distinguió por la abundancia de bienes materiales, pidió uno de
mis cuentos para, tal vez, así lo creía, darme el honor de incluirlo entre el
material de su órgano de difusión. Lo leyó y, poco a poco, la jovialidad que
exhibía se fue trocando en una mueca de fastidio, casi de rabia:
-Esto no se puede
publicar –me dijo.
-¿Por qué? –le
respondí.
-Muchas palabras
feas...No propiamente feas; pero comprenda que nuestra revista llega a manos de
muchas damas de la sociedad…
-¿Y?
-Pues que no
aguantaríamos la cantidad de reclamos que se nos vendrían encima.
No le repuse nada. Me pareció inútil discutir con un hombre de ese
temple, escritor él mismo, y que le tenía tanto horror al idioma como los
gatos al agua. La palabra usada, repetidas veces, era…!Gran carajo!
Si este buen burgués se asustaba de un término como este, de uso
corriente en la conversación familiar, ¿podría esperarse algo de los que como
él marcaban la pauta en el arte colombiano? Y aún tenían el descaro de hablar
de crisis, cuando la crisis no residía sino en ellos. Ocultaban las palabras
para encubrir su propia podredumbre, la carroña anímica, su incapacidad
creadora, disfrazada con el oropel de las frases seudo-brillantes y sin
contenido. Arte para minorías selectas, creo que lo llaman. Arte de distracción
para ricachones neuróticos y jovenzuelos sin oficio, lo llamaría yo.
Sobre lo anterior alguien me recordaba la amarga queja de un crítico, si
es que tenemos alguno, sobre el alejamiento de las masas. “La gente no quiere
leer” decía. Y no quiere leer porque no comprende; porque no se ve reflejada en
la obra, porque el pueblo, no teniendo cultura, sabe reconocerse y comprende,
si alguien está bien intencionado respecto a él, los derroteros que se le
señalan. No deben olvidar nuestros europeizantes que las épocas más floridas de
la literatura universal han estado normadas por los pueblos y los escritores no
han sido sino meros escribanos, artesanos por mejor decirlo, de la voluntad
popular.
Ejemplos recientes hay a granel en la literatura moderna
latinoamericana. La enseñanza de los ecuatorianos y su vigorosa novela,
conocida ya universalmente, es digna de ser seguida. Ese pequeño pueblo ha
tenido el valor de presentar a la faz del mundo sus problemas sin avergonzarse
por ello. Eso le ha valido un sitio que los equivocados pontífices nuestros no
han podido obtener en el concierto de las naciones cultas de la tierra. Porque
para llegar a la universalidad hay que partir de los elementos que se tienen a
mano y laborar con ellos para situarlos en planos elevados de la
creación. Lo contrario, el sometimiento irrestricto a las culturas
foráneas, sólo puede dar por resultado el arte intuitivo, sin base de
sustentación y sin valor alguno.
Puede ser que me haya alejado de mis propósitos iniciales al hacer
tan larga serie de consideraciones; pero se justifican si se tiene en cuenta
que el escritor está sometido a ellas, es una víctima del engranaje social que
no lo tiene en cuenta en su desarrollo.
Creo que tengo la suficiente autoridad para hablar de problemas que he
sufrido en carne viva; es más, creo que los hombres que se inician y trabajan
por hacer una gran obra que enorgullezca las letras patrias, me comprenden.
Ninguno de ellos ha podido librarse del hambre, del sufrimiento, de la
incomprensión de los dómines, de las críticas del clan, de la mirada sardónica
de los reyezuelos de redacción y de los gritos de espanto de las viejas beatas
que se ha apoderado de la cultura nacional.
Tengo, eso sí, una fe profunda en la fuerza de los humildes. Sé que
vendrán otros hombres y harán accesible el camino a los que vengan detrás de
nosotros con idénticos anhelos. A ellos les tocará la vida limpia que no hemos
tenido la oportunidad de vivir. Mientras tanto, es nuestro deber sostenernos
firmes para no hacernos acreedores a su desprecio.
.
Nota: Este texto se
publicó también en el libro de la Biblioteca Vivan los
compañeros. Cuentos completos. Carlos Arturo Truque , http://www.banrepcultural.org/sites/default/files/88092/05-Carlos_Truque_Vivan_los_companeros.pdf , página 33, de Biblioteca de Literatura Afrocolombiana
Mayo 2010. Matriz: http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/biblioteca-afrocolombiana/vivan-los-companeros-truque
Ver: Homenaje a Carlos Arturo Truque,
Buenaventura, Universidad del Valle, 2014.
http://ntc-narrativa.blogspot.com/2014/10/carlos-arturo-truque-valoracion-critica.html
http://ntc-narrativa.blogspot.com/2014/10/carlos-arturo-truque-valoracion-critica.html
Síntesis biográfica
Tomada de: http://escritorescolombianos.blogspot.com/2006/11/carlos-arturo-truque.html
Nació en Condoto (Chocó) el 28 de octubre de 1927 y murió en Bogotá en
1970. En Buenaventura hizo sus estudios de primaria. En calí inició los de
bachillerato en el Colegio de Santa Librada, terminándolos en Popayán en el
Liceo de la Universidad del Cauca; posteriormente haría un año de ingeniería en
dicha universidad.
En Popayán se inició literariamente al colaborar en revistas
estudiantiles dentro del género poético con el seudónimo de Charles Blaine. Posteriormente
publicó algunos artículos literarios en diferentes periódicos del país, pero
tan sólo a finales del año 1953 se dio a conocer nacionalmente por haber
obtenido el premio Espiral de ese año con su libro “Granizada y otros
cuentos”. En 1954 obtuvo el tercer premio en el concurso de la
Asociación de escritores y artistas de Colombia con su obra “Vivan los
compañeros” y, en enero de 1958, fue distinguido con el tercer premio en el
concurso folklórico de Manizales y primer premio EL TIEMPO con su cuento
“Sonatina para dos tambores”. En 1965 obtuvo mención honorífica en el V
Festival Nacional de Arte por su obra “El día que terminó el verano”. En
1951 había conseguido ya un premio en el festival de Berlín (RDA) con su
drama Hay que vivir en paz.
Muy estudiada en Estados Unidos, su obra cuentística ha sido traducida
además al ruso, al francés, al alemán y al chino. Un volumen de sus cuentos
completos fue publicado en el año 2004 por la Universidad del Valle. Es un
autor insoslayable en las antologías de cuento colombiano, entre las últimas de
las cuales mencionaremos estas dos: “Un siglo de erotismo en el cuento
colombiano”, selección y prólogo de Óscar Castro García, Editorial Universidad
de Antioquia, Medellín, 2004, y “Cuentos y relatos de la literatura
colombiana”, selección y textos de Luz Mary Giraldo, Fondo de Cultura
Económica, Bogotá, 2005.
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