Hoy 15 de mayo se celebró el día del maestro. Pero...
¿Celebramos el día del maestro?
Un artículo de la docente Elizabeth Castillo Guzmán que recoge significaciones y carencias en la educación colombiana.
Por Elizabeth Castillo Guzmán
Popayán, mayo 15 de 2014
Los maestros y las maestras son las únicas
personas que nunca se van de la escuela. Permanecen allí prácticamente toda su
vida. Seguramente por esa razón, al
resto de los mortales se nos hace tan fácil su oficio de educador.
Y tal vez a esa idea se deba que en la práctica
ser maestro sea un hecho socialmente irrelevante en Colombia. O al menos eso lo
demuestra su grave situación laboral.
Muchos de
quienes diseñan políticas educativas, dirigen y asesoran ministerios de
educación, escriben los textos escolares que usan los docentes, diseñan las
evaluaciones censales escolares, organizan los planes de estudio de las
licenciaturas e incluso dirigen y enseñan en las facultades de educación,
tienen un conocimiento limitado de lo que es la escuela y el oficio de la
enseñanza que en ella acontece. Por esta razón seguramente se cometen tantas
equivocaciones todos los días y luego el costo de dichos errores y los pobres
resultados como el de la prueba pisa, se endilga a los y las docentes.
Los
maestros se producen en la escuela. Sus formas de enseñar, corregir, castigar,
calificar, moralizar y educar a niños, niñas y jóvenes es resultado de su
trasegar por las aulas y los patios de recreo. Ahí reside uno de los grandes
problemas del sector, la compleja relación entre política y pedagogía, entre
tecnócratas y docentes.
Hoy 15 de
mayo se “celebra” el día del maestro. Se trata originalmente de una fiesta
católica, un sesgo confesional en la
manera de reconocer la tarea del maestro. Vistos como apóstoles de la
educación, el paso siguiente fue pedirle a los maestros votos de obediencia y
pobreza. De allí deriva la vieja representación del maestro como un ser noble
pero pobre, importante pero marginal. Una tremenda paradoja que se mantiene en
sociedades como la nuestra, donde se reconoce que la educación y por tanto la
labor de los docentes son fundamentales para lograr un mejor estado de cosas,
pero no se hace nada para mejorar la inversión en el sector educativo.
Reconocimiento social o mejoramiento laboral.
He allí la tensión entre el apostolado devoto y el
gremio organizado.
Pero lo del
hecho socialmente irrelevante, lo podemos constatar en muchos planos de la
realidad.
En muchas de nuestras universidades las facultades
de educación no son consideradas con el mismo nivel de importancia y prestigio
que aquellas donde se forman ingenieros, abogados o médicos. Los resultados de
las pruebas ECAES obtenidos en sus programas de licenciatura, no define el top
de las 20 mejores universidades, que anualmente presenta la revista Semana en su especial de educación
superior.
En
Colciencias, el programa de estudios científicos en educación es de segundo o
tercer orden. Basta solo con revisar el histórico presupuestal y de inversión
programática para darse una idea de lo sucedido en las últimas dos décadas.
Mucho más ahora que el tren de la innovación tecnológica definió lo que es
importante investigar y transformar para la prosperidad del estado comunitario.
A nuestra anterior ministra de Educación se le
ocurrió que la pedagogía era un saber prescindible y decretó un concurso en el
cual el maestro pierde y el profesional gana. Esta absurda medida tiró por
tierra veinte años de trabajo de colectivos de maestros, escuelas normales,
grupos de investigación y facultades de educación empeñadas en hacer del oficio
del maestro y de su saber pedagógico, un trascendental proyecto intelectual y
un ejemplar Movimiento Pedagógico. La reforma se impulsó sin tregua y la
memoria del magisterio enfermó.
Veinte años
después de promulgada la Ley General de Educación de 1994, sabemos que nos
quedan enunciados amordazados por una ley de transferencias que mandó al traste
el derecho a la educación y confinó la pedagogía a un mausoleo.
Hoy
padecemos de subalternización epistémica y social. Cualquiera se cree con
autoridad para hablar sobre educación,
aunque no sea una voz experta. Ser maestro se representa como una posibilidad
no condicionada a previa formación pedagógica, así que más de un odontólogo sin
vocación terminó en el aula con estabilidad laboral. Muchas de nuestras
instituciones del saber-poder y del control político de la educación pública,
inferiorizan de facto el campo de la educación y el trabajo docente. Algunas
universidades han ayudado a construir esta contrareforma educativa y además han
ganado dinero por ello.
Muchos y
muchas docentes no logran resolver su subsistencia a pesar de largas jornadas
de trabajo en aulas atestadas de chicos y chicas que intentan ganarle los cien
metros a la desesperanza aprendida.
En muchas
geografías de este país, los maestros están internos en sus escuelas. Pasan
semanas y meses alejados de sus familias, pues las condiciones del “servicio” y
el aislamiento así lo imponen. A veces
en sus escuelas no hay pupitres, ni tableros, ni electricidad. A veces los
actores armados “vigilan” su labor pedagógica en el aula. Se trata de escuelas
y maestros que nuestra querida ministra de Educación no puede imaginar que
existan. No es realismo mágico, es realismo trágico. Es eso de ser maestro o maestra en la tierra del
olvido.
Ahora tenemos contratos flexibles de 10 meses, una
maquila educativa que se inventó con la oferencia y la contratación temporal
para bajar costos de operación.
Es una larga historia en la que las maestras y los
maestros han dado importantes lecciones de vida y han aportado a la
configuración de la ciencia, la cultura y las artes de este país.
También han sido incansables en su lucha
sindicial, esa que tanto se cuestiona desde la orilla en que los derechos se
ven como privilegios.
Entre septiembre y octubre de 1966, cuatroscientos maestros emprendieron la
Marcha del Hambre. Salieron desde el Magdalena y llegaron a Bogotá. Se vivía el
claroscuro del Frente Ncional. Todas las formas de presión sindical se habían
vencido: huelgas, movilizaciones y tomas de oficina. Había que emprender
acciones radicales. La Marcha del Hambre fue un evento de protesta y
reclamación social sin precedente en Colombia. El magisterio exigía condiciones
dignas para cumplir con su trabajo. Los maestros y las maestras caminaron 1.600
kilómetros para denunciar la injusta reforma que les condenaba a pobreza
eterna.
Han pasado
71 años desde entonces.
Esta mañana
del 15 de mayo del año 2014, la Federación Colombiana de Educadores (Fecode)
inició un paro nacional.
La
situación del magisterio es crítica y la del sector educativo es peor. Todos
somos testigos de excepción.
Aunque no
hay mucho que celebrar, deberíamos conmemorar la proeza de 1966 y de 1994.
La marcha
del hambre no ha terminado...
Ver
archivo histórico El Tiempo 1966
http://news.google.com/newspapers?nid=1706&dat=19661021&id=DyQhAAAAIBAJ&sjid=_mcEAAAAIBAJ&pg=740,3336649
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