El pez en agonía, poemario de Alfredo
Vanín
Luego de varios meses, el poemario,
publicado por Trilce Editores de Bogotá, sigue aguas arriba.
Compartimos el texto de Medardo Arias, en
Cali, generosamente enviado por el autor, y el afiche de la presentación en la
sede de Trilce en Bogotá.
Palabras de Medardo Arias Satizábal bal en la presentación del libro “El pez en agonía”, de Alfredo Vanín Romero
No me parece
una casualidad del destino el que se presente hoy el libro de Alfredo Vanín,
con el título “El pez en agonía”, cuando acabamos de conocer la noticia del
deceso del poeta Álvaro Mutis, en México.
Y si de
agonías hablamos, nuestra poesía padece desde hace muchos años ese estertor
anterior a la luz última.
Alfredo nos
dice en su poema “Cantos de piel herida”:
“Invadió mis refugios cada vez más
sediento,
mientras su cuervo solitario velaba entre mis
aguas
y atrapaba algún pez de irisadas
escamas.
Yo, madre de los puertos y las derivas
milenarias,
le di el jadeo de las altas guerreras,
en plena paz de bronce…”
Poemas que nacen y mueren entre el estertor del amor, de los
viejos mangles que dejaron su pavesa eterna en el aire del litoral, cuando los
aserríos hacían su canto rodado junto a los esteros.
De esa infancia entre cangrejos azules y despedidas, en un
mundo que hoy parece el paraíso verdadero, viene el poeta a cantarnos su son,
con acentos eróticos.
Difícilmente podemos encontrar hoy en Colombia una voz más
genuina, emparentada con las mareas, y con esa fabla de propios que se esparce
en los bajíos del litoral del Pacífico.
Aprendí a
admirar esta palabra del poeta Vanín, desde una lejana tarde en que el poeta
Helcías Martán Góngora lo presentó en la Casa de la Cultura de Buenaventura.
Estaba también ahí el poeta Hugo Salazar Valdés, y Martán dijo que Alfredo era
una nueva voz, que debíamos escuchar.
Claro, ese acento de ríos profundos, de piezas de caza que
huyen entre bosques de palmeras, no se conocía entre nosotros. El poeta habló
para nosotros como si estuviera en medio de un incendio, como si las palabras
quemaran sus recuerdos, y así el árbol de la poesía fue dando sus frutos: “Alegando
que vivo”, “Otro naufragio para julio”, “Cimarrón en la lluvia”,
“Desarbolados”, “Jornadas del Tahúr”,
“El tapiz de la hidra”, “Ultima piel”, “El Día de Vuelta”, “Los restos
del vellocino de oro”, tantas ramas, tantas hojas de esa primera emoción de
saberse hijo de las lloviznas eternas, de los veleros e ibaburas que remontaban
el mar hasta buscar la torre de la iglesia de Pueblo Nuevo, ese brillo
distante, nuestra mezquita de Alejandría.
La que ronda mi alcoba
absorbe todos mis sentidos:
su cuerpo tan ceñido a mi cuerpo,
parece una tímida goleta que me niega
la luz…
Hace unas noches, recordaba con el poeta esas goletas que
fondeaban en el canal de Pueblo Nuevo, en Buenaventura, con sus velas de sacos
de harina, con sus quillas plenas de cocos y caimitos. Buenaventura era la
metrópoli y Alfredo, siendo un niño, vino hasta ahí para visitar a sus tías, y
también para comprar un traje de paño que luciría por primera vez en Guapi,
entre el calor y la voz distante de un país que hablaba por la radio de un
mundo tan ajeno como extraño.
Una sorpresa, algo nuevo, nos aguardará, mientras el poeta
viva. De él vamos a esperar siempre nuevas canciones, porque apenas ha empezado
a contarnos un poco de ese mundo que ya aprendimos a amar por su palabra.
En esta tarde, volvemos a celebrar esta cena maravillosa de
la poesía, de la mano de uno de sus hijos dilectos.
Dejemos que sea él, en su propia voz, quien nos lleve a ese
viaje en el que pitan todos los barcos, de todas las nacionalidades. Alfredo
viene en su falúa, con remar seguro, y la bahía del mundo lo saluda.
Medardo Arias Satizábal, Septiembre 23 de 2013
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