PROGRAMA EN OTRAPARTE
Cuando estaba a punto de publicar el blog de hoy, me llegó la invitación de la Corporación Otraparte, de manos de la poeta Lucía Estrada, para un conversatorio el día 8 de abril a las 7 pm, que incluye una corta biografía y mi discurso con motivo de la entrega del Doctorado Honoris Causa en Literatura de parte de la Universidad del Cauca, publicado en su momento por esa página cultural inolvidable llamada NTC. El tema que había elegido para la publicación de hoy era el de las resurrecciones. Pero me decidí por la publicación de esta hermosa invitación, en la que me acompañará la profesora Elizabeth Castillo, de la Universidad del Cauca. Las resurrecciones que esperen.
Otraparte.org / Agenda Cultural / Literatura / Alfredo
Vanín Romero
Conversación
Alfredo
Vanín Romero
Islario del sur
—Jueves 8 de abril—
Hora: 7:00 p.m.
Foto Biblioteca Nacional de Colombia
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Ver transmisión
en vivo:
YouTube.com/CasaMuseoOtraparte
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Alfredo Vanín
Romero nació en
1950 en el poblado de Saija, sobre el río del mismo nombre, jurisdicción del
municipio de Timbiquí, región pacífica caucana, entre la cordillera y el mar.
Creció en la vecina Guapi, en Buenaventura y en Cali. Es poeta, novelista,
cuentista, profesor, tallerista literario, periodista, ensayista, investigador
cultural, etnólogo y editor. Adelantó estudios de Literatura y Antropología y
la Universidad del Cauca le otorgó en 2012 el título Honoris Causa en
Literatura. Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Poesía: «Alegando
que vivo» (1976), «Cimarrón en la lluvia» (1990), «Islario» (1998),
«Desarbolados» (2004), «Jornadas del tahúr» (2005), «Obra poética» (2010),
«Infancias anónimas» (2014) y «Ánima doble» (2014); Narrativa: «Otro naufragio
para Julio» (1984, 2004), «Entre la tierra y el cielo» (coautor con Nina S. de
Friedemann, 1994), «El tapiz de la hidra» (2002), «Historias para reír o sorprenderse»
(2004), «Los restos del vellocino de oro» (2008) y «El día de vuelta» (2012);
Etnología: «La vertiente afro-pacífico de la tradición oral» (coautor con
Álvaro Pedrasa, 1986), «Religiosidad no oficial y procesos de modernidad en el
Pacífico colombiano» (coautor con Fernando Urrea, 1992) y «La magia y leyenda
en el Chocó» (coautor con Nina S. de Friedemann, 1995); Compilaciones: «El
príncipe Tulicio» (1986) y «Relatos de mar y selva» (1993). Dirige talleres de
formación literaria y es consultor en instituciones y organizaciones sociales.
Ha sido condecorado, premiado e invitado a festivales y certámenes
internacionales de poesía. Es el autor del blog Islario del sur.
Conversación
del autor con Elizabeth Castillo Guzmán, investigadora y directora del Centro de Memorias Étnicas de la
Universidad del Cauca.
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Como poeta
afro-colombiano, Vanín ofrece una poesía de gran riqueza, tanto en valor
estético como socio-cultural. Las experiencias vitales y trascendentales que
tiene con el paisaje y los pueblos del Pacifico cobran un significado más allá
de las fronteras regionales. El mar, las islas, los ríos y los pueblos locales
representan en cierta medida cualquier mar, isla, río y pueblo del mundo. El
poeta se vale de estas entidades como herramientas poéticas para
intencionalmente participar en la construcción universal del significado
atribuido a cada una de ellas. Se universaliza por medio de lo local. Así, el
«yo» poético de Alfredo Vanín se convierte en una voz colectiva y universal.
Alain Lawo-Sukam
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La obra de
Alfredo Vanín inserta la selva, los ancestros, los elementos fundantes de la
cosmovisión del pueblo negro; perfila su visión del mundo, el orden de relación
con las cosas. Señala las formas de ser uno con la naturaleza y con los otros
seres, para instalarse en el mundo de manera ritualizada. En su novela Los restos del vellocino de oro (2008) recaba en
la noche de los tiempos, aquella «última pieza viva del rompecabezas de su
génesis», en la tradición oral de su pueblo, en la memoria viva y presente de
sus ancestros, en el registro palpitante de las voces de su pueblo, «por los
callejones de sus recuerdos». […] Alfredo Vanín es la voz que habla por todas
esas voces, porque solo quien ha vivido con la búsqueda de caminos invisibles
que reescriben otros tiempos, puede, sin duda alguna, desbrozar laberintos
hechos de mar y lluvia, de llanto y puños levantados. Cimarrón en la lluvia y
ante el viento, desencadenador de fuegos, el poeta invoca para sí, para
nosotros, para la vida, para el futuro, a sus «dioses de mar y fuego / de
turbulencias en los ojos / invocados a la hora de irse a pique las naves / cuando
tiemblan y padecen los invisibles / caballeros del océano…».
Matilde Eljach
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Gravitaciones Desde el primer instante
del big bang * * * Al acecho Cuando abres las puertas
y humedeces |
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Discurso para
un honoris causa
Estimados asistentes:
Estoy con ustedes en este Paraninfo de la
Universidad del Cauca, en virtud de un reconocimiento que me entrega el Alma
Mater y que es tan mío como de cada uno de los que decidieron acompañarme en
este día y a esta hora en la que la memoria se vuelve imprescindible. Porque un
día de hace casi cuarenta años, cuando llegué a esta ciudad que me deslumbró
por su tiempo congelado y por la osadía circular de sus investigadores, en la
biblioteca de esta misma universidad me encontré con unos versos del peruano
Javier Sologuren, que no he vuelto a leer y cito de memoria: Una idea, Dédalo / una idea / que iba a significar nuestro futuro.
Para entonces, andaba ya con la incierta idea de
publicar mi primer álbum de poemas, de consolidar mi primer libro de cuentos y
de escribir mi primera novela, de manera decorosa. Pero esa idea chocaba una y
otra vez con la posibilidad de permanecer sentado en las aulas de clase, como
si existiera una ardua dicotomía, que no era más que el afán de romper fuentes en
medio de lo atareado de una vida que se sabía comprometida con la poesía, y
sabía de manera intuitiva, desde un día en una casa grande del río Saija, que
había palabras que me gustaba juntar para saber cómo sonaban y, como lo
confirmé en otra casa del río Guapi, que esas palabras me perseguirían, pero
también que el mundo de la literatura era incierto y si era honrado y riguroso,
se trataba de un viaje que no tenía marcha atrás, que ya nada podía detenerlo.
Ese viaje se había fortalecido con el premio de redacción
en la escuela lejana, con otro premio en el bachillerato, con un profesor que
me obligó a abandonar la timidez de los pseudónimos y finalmente con un
espaldarazo que un maestro le da a alguien que empieza, con Helcías Martán
publicando por primera vez mis poemas en su revista Esparavel y luego en Árbol de Fuego de Caracas. Así empezó todo.
Pero no era solo escribir poesía lo que me
fatigaba, ni las sinuosas lecturas de los antiguos y modernos, ni las crónicas
de un tiempo cambiante: le empezaba a apostar también a las poderosas palabras
de los hombres y mujeres ribereños, con la explícita tarea de hacer visibles
sus estéticas y ayudar a decodificar unas culturas que parecían perdidas en la
vocación segregacionista y colonial de nuestros países afroindolatinoamericanos,
como los llamaría Manuel Zapata Olivella, porque encontraba en esa manera de
crear de manera individual y colectiva tanto una respuesta al pasado como una
apuesta hacia el futuro. Porque si algo define en últimas una cultura es lo que
come y lo que habla. La palabra florida, como la llamaban los aztecas, la
palabra poderosa, como la llaman los africanos, encarnó en estas tierras para
entrelazarse con los vivos y los muertos, con los espíritus de las selvas y las
aguas. Pero también para lanzar un mensaje de humanidad a los humanos, a los
antiguos esclavistas o a los que siguen siendo solidarios, libertarios y
revolucionarios hasta el fin de los tiempos. La creación en la diáspora era
también una manera de crear las metáforas del territorio y cantarlo en su más
fina consonancia, en el mejor decir de las aguas fluyentes de la décima glosada
y la copla, tomadas de la romancería española pero con ritmos y sabores nuevos.
Las dicotomías y conflictos marcaron la búsqueda,
que iría a desembocar en párrafos de los que siempre me sentiré alerta y feliz,
como cuando brotó ese texto llamado «Las culturas fluviales del encantamiento»,
o cuando ese poemario Cimarrón en la lluvia tomó
forma y me mostró por fin cuál era el tono de mi poesía, después de explorar
varias maneras de aproximarme al verso en Alegando que vivo.
Todo lo anterior quedó donde quedó, los primeros versos a la primera novia, las
contradicciones existenciales todavía no depuradas, los vicios literarios
heredados de una literatura a menudo más rimada que poética, salvo ocasiones en
donde la rima sí corresponde a su objeto y cada palabra al fin fundamental de
la poesía, que es el de mostrarnos el mundo de una manera nueva para
contradecirnos, para afirmarnos y en últimas para humanizarnos.
Pero también era un desafío ser poeta en el
departamento de los poetas Guillermo Valencia, Rafael Maya y Helcías Martán
Góngora. Tres voces diferentes en un ámbito cerrado como lo son nuestras
regiones, tan tradicionalistas, pero a la vez capaces de asombrosas
renovaciones, de pasar de las finas tertulias parnasianas a las tertulias
desbocadas de La Rueda, ese corto experimento literario que dejó tantos poemas
como noches etílicas, y por el que pasé agradecido de su irreverencia. También
era un desafío cantar desde la periferia, pero con los ojos puestos en el
planeta y sus modernidades.
Confrontar y confrontarse, he allí la necesidad
primordial de cualquier arte. Búsqueda permanente que me llevó a leer con
asiduidad todo lo antiguo que encontré en un pueblo donde los magazines
dominicales eran el único contacto con el mundo letrado de afuera, y a tratar
de leer todo cuanto encontré cuando salí de las orillas donde había leído a
Vallejo y a Neruda, y pisé las rutas de cemento donde encontré a Sedar Senghor,
a Aimé Cesaire, a Borges, a Nicanor Parra, a toda la caterva de poetas
surrealistas, a los futuristas italianos, y a otros sin escuela ni origen
cierto que me marcaron para siempre, desde los rusos hasta los griegos
modernos, desde los escandinavos hasta los cronistas gringos.
Entre tanto, la necesidad de volver a escuchar los
relatos orales se hacía imprescindible, porque por algo los griegos habían
empezado su mundo poético posterior a la tragedia con sus cantos de guerra de
bardos errantes recogidos e hilvanados por un poeta ciego, y los españoles
mantenían la tradición de sus relatos en las elaboradas literaturas de un
Quevedo y un Cervantes. La palabra oral y la palabra escrita en tablillas o en
imprentas, en constante interacción desde los mitos fundacionales de los
pueblos y las más encumbradas literaturas actuales, no han dejado de hermanarse
y contradecirse, de complementarse.
Cientos de viajes, por el Pacífico y Colombia, por
otros lugares de América, me convencieron de la necesidad de renovarse a partir
de la memoria más antigua, pero siendo modernos a toda costa, como vaso
comunicante con todas las lenguas y culturas, de donde nos hemos formado y a
las que también hemos influido. Un atardecer en Bahía de Solano, en El Charco o
en el Noanamito, escuchando relatos de pescadores, de recolectoras de moluscos
o músicas bravas de marimba, han sido siempre para mí una cátedra abierta de
sabiduría, en los que se juntaron los relatos de animales de África, de la
picaresca española, de la caballería europea y africana y los cuentos de
animales, tan caros a bantúes.
Desde el Pacífico empecé a entender el Caribe, a
entender que nos unen más cosas de las que nos diferencian, luego de
desenmarañar ese prejuicio de las pseudoaristocracias, en donde lo negro era omitido
como una herencia indigna. Error histórico que ha marcado con traumas el camino
de nuestras sociedades, incapaces de librarse por vía de su evolución de un
lastre que se conserva como prueba de que alguna vez fuimos colonizados por los
buscadores de la llamada «limpieza de sangre y de origen», para designar a lo
que supuestamente no tenía nada que ver en su origen con judíos, gitanos, moros
y subsaharianos, en tierras de estos últimos, por pura ironía, de donde surgió
la humanidad. Y en tierras americanas estábamos hablando de hombres y mujeres
que construyeron este mundo en medio de la abominación y la explotación sin
límites, y le dieron a América una lección de libertad para las independencias.
Y sin embargo, sus descendientes, también estigmatizados, pero con la fortaleza
que hizo sobrevivir a sus antepasados, crearon la dulzura de la música, la
fascinación de sus relatos con préstamos a sus orígenes y a sus invasores,
crearon la manera de asimilar y transformar las injurias y en unión con los indígenas
establecieron una manera de producir sin herir de muerte al medio ambiente,
crearon una poiesis que todavía me
encandila y que recibí en la niñez asombrada desde esas primeras historias de
mi madre y los mayores y luego de la búsqueda consciente que me llevó por los
senderos sin retorno hasta los momentos actuales en que nuestros pueblos
padecen las masacres y los exilios que desarticulan sus vidas, sus familias y
la gobernanza de sus territorios, donde no por casualidad se asienta la riqueza
biogenética y la abundancia hídrica y, por qué no decirlo, el conocimiento de
las relaciones que podrían llevar a gobernar el mundo de mejor manera, en la
memoria de sus indígenas y sus afros, de sus mestizos, de sus ancianos y
ancianas que aunque saben que sus tatarabuelos fueron arrancados del África o
colonizados en estas tierras bravas, les cantan a los santos como si fueran los
que dejaron atrás, bendicen sus días por haberles permitido conocer otro mundo,
y elaboraron con sus manos los ritmos del río y de la lluvia, de la marimba, de
los tambores, de la vida y la muerte de una manera nueva.
Sé, entonces, que éste es tanto un reconocimiento a
mi labor literaria y de buscador de los senderos de la cultura oral y de la
afirmación de nuestras culturas afroamericanas en su diáspora y en su
transculturación y creación de nuevos elementos en América, y es también un
reconocimiento a una región y a sus pueblos, a un departamento y a un país
necesitado de voces que lo nombren, lo discutan y lo afirmen. Es una voz de aliento
a las nuevas generaciones de poetas.
Sé que mis padres —María y Teodoro— si vivieran se
habrían sentido orgullosos, como se sintieron una vez temerosos de que la
literatura no me permitiera ganarme la vida, cosa que es cierta, porque la
poesía no es para ganarse la vida sino para que la vida se lo gane a uno. Los
verdaderos poetas podrán no usar ahora barbas y cabelleras luengas, podrán no
ser trotamundos sin pasaje, pero el conflicto no podrá salir de sus vidas, la
tensión de vivir, la desorientación pero a la vez la terrible fe en que detrás
de las apariencias se esconde lo legítimo, que la vida como la poesía es un
salto al vacío, donde sabes cómo podrías empezar pero no adónde llegarás en
medio de esas pugnas con la realidad que impone la creación artística. Claro
está que no todo es batallar: hay satisfacciones indescriptibles luego de
lograr el tono acertado de un cuento o un poema, el feliz hallazgo de una
historia o de un personaje. Pero sólo en la contradicción surge lo mejor de
cada autor, de cada literatura, que sigue siendo múltiple y una.
Termino con mi agradecimiento al rector Danilo
Reinaldo Vivas Ramos y al Consejo Superior de la Universidad del Cauca, a los
artífices de este reconocimiento, especialmente a los profesores Elizabeth
Castillo y Jhon Arboleda, que pusieron todo su empeño y coordinaron con la
Universidad el devenir de este reconocimiento. Va mi saludo desde esta tribuna
a mis primeros profesores y profesoras del Colegio San José de Guapi, a mi
compañera Vilma, a mis hijos, a mis hermanos, familiares, amigos y paisanos, a
los académicos, líderes comunitarios, poetas y escritores que siguen como
aliados, a todos los que me brindaron su afecto y sus críticas, y en fin a
todos los que creyeron en cualquier lugar de la Tierra que la poesía es una
manera de entender la vida, y que el compromiso con nuestros pueblos es una
tarea impostergable, aun en medio del caos, porque las luces para navegar deben
seguir mostrando el camino, y porque la lucha por ser parte íntegra de un país,
con todas sus diferencias y diversidades, es un derecho irrenunciable.
Termino por reconocer que si no hubiera nacido
donde nací, otra hubiera sido mi poesía, pero me habría privado posiblemente de
sus mareas cambiantes, de sus árboles ariscos, de sus moluscos navegantes y sus
marimbas cósmicas, y del sonido del mar y de la selva que extravió la paciencia
de Balboa y enloqueció a los primeros conquistadores, pero a nuestros abuelos
les ayudó a entender que la vida seguía y a sus descendientes las grandes
metáforas del universo y de la vida.
Termino por recordar una frase que aparece en mi
primera novela, Otro naufragio para Julio: «Del
Pacífico nadie sale impune».
Termino con el breve poema que me hizo entender mi
vocación definitiva, y aparece en mi primer folleto de poesía: ¿Qué decir de este día cuyo sol es sangriento? / ¿Qué escribiré en
el libro de mis anónimas querellas?/Palabra: rescátame. / Poesía: averíguame.
Muchas gracias.
Alfredo Vanín Romero
Popayán, 24 enero de 2012
Fuente:
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El poeta Alfredo Vanin con este texto, nunca parará de moda, porque su narrativa es pertinente y actual. Felicitaciones
ResponderEliminarGran escritor, inmenso poeta del cinturón costanero colombiano. Es la voz de los ancestros que se manifiesta a través de este escritor cuya obra ha rebasado el ámbito nacional. Felicitaciones mi hermano y Aché, mucho Aché
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