Fulgor y muerte en Guapi
Bajo
el cielo de enero, en medio de nubes, el sol se aparece con un color radiante. Recuerdo
la niñez que brota con un grupo de muchachos en pantalonetas que vamos de barrio en barrio jugando a los
pasados “matachines” o arrojándonos bolas de barro para luego ir, en patota, a tirarnos al rio desde un
muelle, si la marea estaba lo suficientemente alta como para arrojarnos de esa
altura.
Guapi
es un pueblo caucano, cabecera municipal
situada sobre el río homónimo, a poca distancia de la
desembocadura en el océano Pacífico. Ha gozado de gran prestigio desde la
Colonia, por ser centro administrativo de la zona, productora de madera, oro y
pesca y por algunos hombres y mujeres destacados.
Casi 30.000 habitantes en total, y 18.000 habitantes en el casco urbano, según
el cuestionado censo Dane. Un pueblo “que ostenta sus torres altaneras”, según
el verso del poeta nativo Guillermo Portocarrero.
Todavía
recuerdo las últimas clases que tuvimos como catedrático de la Universidad del
Cauca y las salidas de campo en una Semana Santa inolvidable. No es nostalgia.
Es rabia, ahora, frente a las noticias que nos llenan de desconcierto. La
noticia nos llega, no por agua, como debió ser, sino por las letras
electrónicas y luego por un Periódico caleño: Maira Alejandra Orobio Solís, una
niña de 11 años ha sido asesinada en Guapi.
Según
el reporte, Maira había desaparecido desde el domingo 10 de este enero y fue
encontrada al día siguiente, lejos de su casa, torturada, violada, asesinada, en
el barrio Santa Mónica, un barrio que se enorgullece de tener un ancianato, creado por la Prefectura Apostólica.
Me
remonto de nuevo muchos años atrás, no a las travesuras de niños, sino al
momento en que vi, por primera vez a un hombre asesinado en el pueblo. Como en
todo pueblo, la memoria guarda durante años los sucesos, se vuelve historia
oral con nuevos antecedentes y consecuencias, con personajes sospechosos que
aparecen o desaparecen; pero la comunidad queda marcada, de allí su tendencia a
crear nuevos detalles y a configurar historias derivadas. Desde luego, los
crímenes siguieron: pero tan esporádicos que uno pensaba que la Violencia que
había azotado a Colombia y se renovaba luego bajo otros parámetros y con otros grupos,
jamás nos tocaría.
Nos
equivocamos. La Violencia del interior del país de los años 50 tenía en su mira
el despojo de tierras y la guerra contra las ideas liberales (y también socialistas).
La que padecemos ahora tiene un ingrediente feroz: el control de la siempre de coca,
la planta medicinal e inocente que se convirtió en un botín de oro como base
para la producción de cocaína. Y por supuesto llegó al Pacífico colombiano.
Luego de ser desplazada del putumayo, llegó a Tumaco e inundó las sierras del
Cauca, del Valle y de Nariño, y la costa ha servido como punto de embarque
hacia Centroamérica. En Tumaco no hay en Cauca, y en la Orinoquia, ante la indolencia
(¿o complicidad?) estatal. Sin contar las violencias contra grupos étnicos
-indígenas y negros- por sus territorios.
Para
comienzos de este siglo, escuchábamos a los niños y jóvenes en Guapi y en otros
lugares del Pacífico que canturreaban los “corridos narcos” como una manera de mostrarse
atrevidos, valientes y “en la jugada”. Era una señal de que había comenzado a
calar hondo la imagen de los nuevos guerreros, los de la coca, en un lugar
donde la guerra siempre había sido de oídas, salvo algunas escaramuzas de Los
Mil Días.
Se
ha truncado otra vida, un infanticidio–femenicidio que nos estremece.
Seguramente Maira Alejandra habría podido seguir la ruta de las extraordinarias
mujeres jóvenes que hoy hacen sentir su voz como académicas o artistas, como
pensadoras, escritoras o lideresas negras que muestran su talento e inteligencia
desde las universidades o las páginas de sus libros, incluso desde el exterior,
a las que es necesario un día hacerles un homenaje presencial en una de las
ciudades o pueblos nuestros del Pacífico, del Caribe y de los pueblos
interiores negros, por el encendido vigor que han puesto en las discusiones
étnicas, en sus aportes académicos y literarios, jugándose la vida o al menos
la integridad, contra viento y machismo.
Río Guapi. Foto A. Vanín
El
dolor se acrecienta con la desprotección de un estado de doble moral como
muchos de sus grandes dirigentes. La producción y mercadeo de cocaína se
combate hasta donde no afecte ciertos intereses de altos personajes de la
política y de las finanzas. Por eso el crimen seguirá campante. Los feminicidios
se han exacerbado porque el cuerpo femenino seguirá siendo parte del botín de
guerra.
No
se sabe aún si es el crimen es obra de una sola persona, de un maniático o un
grupo de asalto. Lo cierto es que la
conmoción generada en un pueblo como Guapi es
apenas comprensible. Nos llega en oleadas ciegas, porque es el momento
incluso en que aparte del desgobierno del país en que estamos sumidos, en parte
por la pandemia, en gran parte por la herencia de desgobierno implantado por
las castas eternas que nos han gobernado, nuestros municipios sufren desde hace
tiempo el saqueo de sus riquezas, la pobreza, el ojo puesto de la mayoría de
sus gobernantes en las arcas de los
municipios.
El
crimen de Maira se esclarecerá, seguramente. Semejantes atrocidades rara vez quedan
sin un rastro que lleve necesariamente al asesino. Y que esta muerte no sea en vano, en nombre de
la niñez del Pacífico y Colombia.
Notas
en tránsito
Mientras la pandemia del Covid-19 retoma fuerzas, las
debilidades e incongruencias del estado y las desigualdades sociales de nuestro
país se hacen más notorias. Debilidades
que surgen de una historia de dos siglos de poder que -salvo raros momentos-
siguen dominando nuestra patria y se han afincado en ella, con toda la fuerza
de la economía y de las armas. Los lúcidos momentos de un país que intentó una
reforma agraria y la modernización de un estado, fracasaron ante los poderes de mentalidad feudal que hoy siguen campantes,
con el dominio pleno. Y llaman dictaduras a otros gobiernos suramericanos. La
pandemia nos ha desnudada más: mientras la gente se lanza a las calles en busca
de comida, un presidente insensible se apoltrona frente a una cámara de
televisión y su jefe ordena torpedear las elecciones de Estados Unidos para que
el poder colonial continúe. Por fortuna ganó el demócrata, que si bien no cambiará
el establecimiento ni decretará el final del poder neocolonial, al menos no
engendrará la locura de la destrucción contra sus propios habitantes, contra los
negros, contra las economías extranjeras, y permitirá diálogos que se truncaron después
de Barack Obama.
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