UN VIENTO MÁS FUERTE QUE NUESTRA MEMORIA[1]
Crónica de un Festival de Poesía
Alfredo Vanín
En la prehistoria del siglo XX, la Poesía (con su ortodoxa mayúscula) dominaba el planeta colombiano. No había presidente que no fuera poeta, al menos en sus ratos libres; no existía abogado que no reservara un rato de su tiempo de litigios para reunirse en tertulia con poetas o con fervorosos colegas idólatras del verso. Los ingenieros enriquecían sus infinitas matemáticas con el tirabuzón de un verso, y los periodistas resbalaban por los versos cojos para matizar sus crónicas. Las lánguidas novias esperaban al pie de la ventana un verso que tuviera aromas de rosicler y rimas telegrafiadas para corazones desfallecidos. Los encargos sentimentales más drásticos o sutiles recaían en manos de lo poetas, así fueran graves neuropatías (bien lo supo Silva) o las más indecisas definiciones del amor (los poetas solo podemos suspirar, respondería de Greiff).
Pero la poesía fue perdiendo su trono absolutista, y con toda razón. En medio de versos acaramelados, de retóricas funerarias, de acicaladas memorias finiseculares, la vida cambiaba, y el asesinato de un líder político, ese magnicidio que todavía pagamos, disparó una violencia que entre otras cosas hizo desolar los campos y crecer las ciudades, en un ritmo de violencia rural y de crecimiento urbano que no ha cesado. La violencia exigía crónicas, relatos y ensayos que explicaran lo que estaba sucediendo, y eso fue lo que empezó a gestarse en las líneas de La mala hora, en las ciegas historias de El día señalado o El Cristo de espaldas, y en las páginas de nuevos novelistas colombianos que metieron baza en una historia que continuaría con la aparición del narcotráfico y del paramilitarismo y ahora se solaza en crudos esperpentos .
Pero la poesía no perdió todas las batallas, al menos así lo demuestra el surgimiento poetas nuevos como Giovanni Quesseps, Jaime Jaramillo Escobar, Juan Manuel Roca, Horacio Benavides, , Rómulo Bustos y otros de gran calidad y menos nombrados y otros que vienen surgiendo con la fuerza de un país en desastre. No perdió las batallas porque ha resurgido del breve insomnio que significó el final del Nadaísmo y volvió lanza en ristre, aupada por unos cuantos masoquistas que todavía leen poesía, a la inversa de un pueblo que lee muy poca poesía y sí novelas accidentales y amarillescas, aunque también sea capaz de devorar una historia de buena calidad en medio del tráfago editorial que no da tregua con sus best-sellers, algunos desechables.
El mago era poeta
En 1999, invitado por primera vez al Festival Internacional de Poesía de Medellín que llegaba a su edición novena, podía uno conversar a medias en inglés, a medias en fancés o en castellano con poetas extranjeros que llegaron de todos los continentes conocidos. 60 poetas de todo el mundo parecían no caber de la felicidad y del asombro, cuando se plantaron frente a 7.000 personas el día de la inauguración y frente a casi 12.000 personas el día de la clausura en la plazoleta de Nutibara. Parecía un asunto de magia. Durante más de una semana (junio18-26), habíamos trajinado por auditorios de Medellín y de pueblos cercanos y la respuesta era la misma: auditorios llenos, un público muy joven que iba a los recitales no por novedad sino porque sentía cercana la poesía y aplaudía en los momentos más intensos o logrados de cada poema. Tuve entre otras una gran acogida en la Universidad de Antioquia como a alguien que hubiera tocado una fibra honda de la gente. Pero el mejor homenaje lo obtuve de un bacán de barrio, de un parce, que cuando me vio descender del bus hacia la plazoleta donde concluiría todo, se acercó para preguntarme que si ese día también leería esos poemas bacanos del tahúr[2]. Una joven señora se me acercó después de un recital en el Teatro de Bellas Artes para agradecerme por los poemas; en fin, uno entendía que la presencia del público no era decorativa, y que los esfuerzos de los organizadores, agrupados en la revista Prometeo, en cabeza del poeta Fernando Rendón, no eran fallidos, y que el esfuerzo de los poetas que habían atravesado continentes enteros, desde Oceanía, África, Asia, Europa y las tres Américas, no había sido en vano.
La poeta surcoreana Lee Kang-Won sembró ternura por todas partes. La vimos desenrollar su roja sonrisa en los escenarios y por último girar en una danza cortesana con atuendos propios que nos maravilló, como si no hubiera bastado la delicadeza de su poesía llena de perfumes orientales y colibríes fantásticos, tomados de su sugestivo libro Las lágrimas del camaleón. Leyó en una cárcel de mujeres y porque uno de los poemas mencionaba las campanas de oro, una reclusa le recomendó, alarmada, que las guardara bien porque en Colombia se las robarían.
El alemán Hans Magnus Enszensberger extendió sus poemas cartesianos. Alternaban las voces del argentino Salvador Madariaga[3] (Q.e.p.d.) y el cubano Alex Pausides y su esposa Aitana (hija del poeta Alberti), y las voces perentorias de Amiri Baraka, del nigeriano Niyi Osundare, siempre en llave con el senagalés Amadou Lamine Sall, hombre que había sido encarcelado y torturado en su país rebelde, y sorprendía su inteligencia: era profesor de inglés en una Universidad de Inglaterra; y me sorprendió el nómada berebere, exiliado en Paris por su lucha tribal, Mahoumad Hawad y la voz temblorosa del guayaquileño Miguel Donoso. Y definitivamente me asombró el palestino Zakaria Mohammed (“…dejo a Dios / que barra la arena / de su playa desierta”). Pero sobre todo, me sorprendió el fervor de la gente, su calurosa bienvenida y su respeto por la poesía.
Lo cierto era que en cada barrio o pueblo, los comités comunitarios se encargaban de planificarlo todo. Se trataba para ellos de un evento participante en el que la comunidad tomaba la batuta y luchaba por ser incluido en los recitales. Nos esperaban con paciencia, nos recibían calurosamente y nos escuchaban de principio a fin[4].
El poeta indio nos sorprendería el día de la inauguración con una anécdota crucial. Narró que él estaba sentado en un parque, con su visible turbante y sus ropas blancas, cuando pasaba un niño que llevaba una bicicleta a rastras, quien se quedó mirándolo y se le acercó. “Usted debe ser un mago”, le dijo. “Sí, soy un mago”, le respondió el personaje. “Pues entonces arrégleme mi bicicleta”, le pidió candorosamente el niño. El hombre del turbante no perdió la ocasión para mostrar la sabiduría india: “Mira, yo soy un mago pero de las palabras”. “¡Ah! Entonces es un poeta!”, exclamó con fervor el niño”, sin importarle ya que no pudiera reparar su bicicleta.
“No me despierten si es un sueño”
El último día estaba lloviendo y la gente se mantuvo durante horas bajo improvisadas sombrillas y paraguas aguardando la hora de la despedida de los poetas. Bajo el torrencial aguacero, la consola recibió una descarga de agua que la inutilizó y fue necesario esperar una hora para reponerla y poder generar el sonido que llegara a todas las personas. Sin embargo, nadie se movió de su puesto bajo la lluvia. En improvisados coros gritaban: ¡”Poesía! ¡Poesía!”, y los poetas impacientes nos restregábamos las manos de ver cómo la gente sufría la lluvia y la incomodidad (debían permanecer de pié, hacinados bajo los paraguas del vecino, para no mojarse hasta el alma). El poeta guayaquileño, José Donoso, temblando de emoción, le pidió al poeta colombiano Juan Velasco (exactamente quibdoseño, ya lamentablemente fallecido), que leyera sus poemas porque él era incapaz de hacerlo, tal era la emoción que lo apresaba. A mí me pidió que tomara una fotografía de la multitud para llevarla al Ecuador y mostrar que no se trataba de un concierto de rock sino de un evento de legítima poesía. El poeta Madariaga, con los ojos aguados, tomó un trago tras otro, incapaz de soportar la alegría, y su voz se quebró en los momentos de la lectura. El holandés Remco Campert me confesó sonriente que alguna vez en su país habían tenido que hacer un recital en un parque, a las estatuas, porque nadie había ido a escucharlos. La nota definitiva de esa noche –en la que nada superó el estoicismo y el fervor de la gente- la puso el poeta palestino Zacaria, cuando casi gritó: “If this is a dream, please dont` awake me”. (“Si éste es un sueño, por favor no me despierten”.)
Llegaba a su final esa noche uno de los episodios del mayor evento de poesía del mundo, y las despedidas con los amigos era inolvidable, con el cubano, con el argentino Salvador Madariaga, con esa hermosa pájara guaraní llamada Susy Delgado, con el uruguayo Washington Benavides, que un día, frente a Madariaga, me contó que sin duda el pueblo natal de Gardel fue Tacuerambó, en Uruguay, hijo de estanciero argentino en una de sus criadas, y luego adoptado por la esposa francesa. Los cubanos nos invitaban al Festival de Poesía de la Habana y con otros poetas. Estaban también William Ospina, el venezolano Calzadilla, el japonés Kasuko Sihiraichi sonriendo a quien pasaba frente él, mientras el poeta vietmnamita Nguyen Trung Duc me solicitaba unos poemas para traducirlos. El poeta Rendón y Gloria Chavatal iban de mesa en mesa despidiendo a todo el mundo. Rafael Patiño, el traductor oficial del evento, levantaba un brazo para despedirnos. Rematábamos con un trago aquí y alguien más nos llamaba. Los autógrafos, que la gente (niños y adultos) pedía siempre después de los recitales, habían quedado atrás. La nostalgia se enredaba en cada frase, el Festival parecía no detenerse con la clausura.
Porque la magia no terminó allí. Con el poeta alemán, de cuyo nombre no me acuerdo, abordé el taxi hacia el aeropuerto José María Córdova, de Rionegro. Inesperadamente, en la mitad del recorrido, un trancón nos detuvo (tapóndicen los paisas). Empezaron a transcurrir los minutos y la impaciencia del colega aumentaba. Si no llegaba a tiempo (y estábamos sobre el tiempo), él perdería la conexión del vuelo Bogotá-Berlín y le tocaba dormir en la desconocida Bogotá. Entonces, con el rostro iluminado de quien vislumbra al fin la salida de un duro trance, me propuso que nos agarráramos de las manos y gritáramos, como lo había hecho la gente bajo lluvia la noche anterior de clausura: “¡Poesía! ¡Poesía!”. Así lo hicimos, y como por arte de magia, el trancón cedió, la cola infinita de automóviles dejó de estar quieta y llegamos minutos antes de que el vuelo del poeta saliera. Me despidió desde lejos con el grito de guerra: “¡Poesía! ¡Poesía!”. Le respondí con el mismo grito. La gente no se asombró de oírnos: algunos incluso se sumaron en voz baja a nuestra celebración, porque habían estado en esa loma de Nutibara donde la lluvia había inundado los cuerpos. Y la poesía, los cuerpos y las almas.
Tres poemas leídos en el Festival
Anónimos
El futuro se reservaba a quienes no creían
en la resurrección
ni en la resignación de los muertos
que deben de tener la piel muy dura
de tanto estrecho espacio sin sentido.
Todo pasó: las cartas de la antigua esclava
los gritos del capitán en la maniobra
y hasta el fuego divino.
Pasará un brazo del viento y me borrará
pasará tu mirada y ya seré invisible.
Reinas
Aquellas bocas inusuales, de mujeres tan bellas como el arrecife,
no siempre coronadas por el halago de los mercaderes,
con sus cabellos no siempre ondulantes al viento
o seducidas por los afeites de los catadores.
Las recuerdo como el campanear de la lluvia
que remonta la memoria más allá de los vientos
en el que naufragaron tantos dioses.
Tenían apellidos extraños, tan extraños que ignoro
a dónde fueron a nacer con sus rostros de mestizas malíes o bejaras,
con sus sílabas rotas como caracoles o venganzas de pájaros.
Tenían largos y ondulados los muslos y en ellos se podía repetir una guerra,
una alianza de fugitivos o nictálopes,
en sus ojos como almendras humedecidas podía cantar un barco al mediodía,
en sus senos parecía que la madrugada era un juego,
que las canoas llegarían sin duda a remontar sus aguas para quedarse para siempre.)
Ellas, en medio de sus orillas, en esas riberas donde yo nací siempre.
Algunas fueron reinas y sonreían fascinadas desde postales que las hicieron más olvidadizas.
Reinas de ríos fugitivos que no sabremos dónde se ocultaron.
Andenes
Y he aquí que escribí los más altos poemas
cuando me hallaba en el exilio, muy cerca de las costas del mar.
Pero juré un día volver a las luces agónicas de londres
a las ensangrentadas piedras de menphis
a las rocosas islas de un caribe remoto
en medio de las olas que el mar impuro no reclama.
En aquellos tiempos las novias tenían la certeza de que no volvería
y aquello anegaba mi alma de una dicha inefable, parecida a la que guardan los ángeles
en las edades de quimera.
Salvo por las norias humanas de blade runner,
supe que este ya no era mi siglo: se había ido entre fantasmas,
había emigrado entre marinos de fanfarria, clonado por una máquina hechicera.
Por eso fui en busca de luz y tuve contacto con seres de otros mundos:
tigres marcados, arañas dobles,
hombres fosforescentes, mujeres como espejos de bronce,
vi la existencia equívoca y conocí la esencia de los mares.
Todo eso me fue revelado
para que un día predicara lo desconocido.
Pero no fui escuchado, me dieron a cambio las prisiones por casa
y estando allí recordé las visiones y escribí los más altos poemas.
[1] Slogan del IX Festival de Poesía de Medellín (1999).
[2] Se refería al poemario Jornadas del tahúr, inédito entonces, del que leí varios poemas. Fue publicado en el 2005 por Hoyos Editores de Manizales y en 2010 por el Ministerio de Cultura, junto con Cimarrón en la lluvia.
[3] En aquel invierno conocimos una casa con / pájaros de polvo, / donde ardía una llama que quemaba todas / las flores. 7 Una casa llena de brujas aliadas de un poder asesino, 7 que no podían contra vos en los amaneceres / en que cantaba mi corazón, recién llegado / del llano.
[4] Años más tarde, en mi segunda participación en el XII Festival, en un pueblo apartado en la ruta hacia el Urabá, la gente dejó la fiesta del Día del padre, que celebraban, para recibirnos, y como faltó el poeta panameño, nos pidieron que completáramos con más versos la ausencia del que no había llegado. Igualmente, recuerdo a Laura Yasán de Argentina y a Thiago de Mello quien me solicitó el poema Andenes.
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